Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– ¿Qué desea, detective?

– Hemos recibido una información que nos ha llamado la atención.

Esperé que continuara.

– ¿No quiere saber de qué se trata?

– Por supuesto.

Regan tenía una extraña expresión casi serena. Miró el techo, como si estuviera decidiendo de qué color lo pintaría.

– ¿Dónde ha estado hoy?

– Márchese, por favor.

Sus ojos seguían puestos en el techo.

– Su hostilidad me sorprende.

Pero no lo parecía.

– Ha dicho que tenía una nueva información. Si es así, infórmeme. Si no, márchese. No estoy de humor para ser interrogado.

Puso cara de circunstancias.

– Nos han dicho que hoy ha visitado a una agencia de detectives privados de Newark.

– ¿Y?

– ¿Qué ha ido a hacer allí?

– Le diré qué, detective. Voy a pedirle que se marche porque sé que responder a sus preguntas no me acercará más a encontrar a mi hija.

Me miró.

– ¿Está seguro?

– Por favor, salga de mi casa. Ahora.

– Como quiera -Regan se dirigió a la puerta. Cuando llegó, preguntó-: ¿Dónde está Rachel Mills?

– No lo sé.

– ¿No está aquí?

– No.

– ¿No sabe dónde podría estar?

– Creo que ha vuelto a Washington.

– Vaya. ¿Cómo es que se conocen?

– Buenas noches, detective.

– Claro, no se preocupe. Una última pregunta.

Reprimí un suspiro.

– Ha visto demasiados episodios de Colombo, detective.

– Ya lo creo que sí. -Sonrió-. Pero se lo preguntaré de todos modos.

Le hice un gesto con la mano para que hablara.

– ¿Sabe cómo murió su marido?

– Le dispararon -dije, demasiado deprisa, e inmediatamente me arrepentí. Él se acercó un poco más a mí presionándome.

– ¿Y sabe quién le disparó?

Me quedé inmóvil.

– ¿Lo sabe, Marc?

– Buenas noches, detective.

– Le disparó ella, Marc. Una bala en la cabeza a poca distancia.

– Eso es una tontería -dije.

– ¿Ah, sí? ¿Está del todo seguro?

– Si le mató, ¿por qué no está en prisión?

– Buena pregunta -contestó Regan, alejándose hacia el coche. Cuando llegó al final del jardín, añadió-: Debería preguntárselo.

Capítulo 25

Rachel estaba en el garaje. Me miró. De repente me pareció pequeña. Y vi el miedo en su cara. El maletero del coche estaba abierto. Fui hacia la puerta del conductor.

– ¿Qué quería? -preguntó.

– Lo que has dicho tú.

– ¿Sabía lo del CD?

– Sabe que hemos estado en MVD. No ha dicho nada del CD.

Subí al coche. Ella no insistió. No era un buen momento para sacar nuevos temas. Los dos lo sabíamos. Pero no pude evitar cuestionarme mi buen juicio. Habían asesinado a mi esposa. Habían matado a mi hermana. Alguien había puesto mucho interés en liquidarme. Hablando claro, estaba confiando en una mujer a la que no conocía realmente. Le estaba confiando no sólo mi vida, sino la de mi hija. Qué estupidez, si uno lo pensaba. Lenny tenía razón. No era tan sencillo. En realidad, no tenía ni idea de quién era o en quién se había convertido. Me había engañado a mí mismo creyendo que era de un modo que quizá no era, y ahora me preguntaba si esto me costaría caro.

Su voz interrumpió mis cavilaciones.

– ¿Marc?

– Dime.

– Sigo pensando que deberías ponerte el chaleco antibalas.

– No.

Mi tono fue más firme de lo que pretendía. O quizá no. Rachel se metió en el maletero y lo cerró. Metí la bolsa de lona con el dinero en el asiento del pasajero. Apreté el interruptor que abría la puerta del garaje, debajo del parasol y encendí el motor.

Nos pusimos en camino.

Cuando Tickner tenía nueve años, su madre le regaló un libro de ilusiones ópticas. Se trataba de mirar el dibujo de, por ejemplo, una viejecita con una nariz muy grande. Lo mirabas un buen rato y de repente, patapam, aparecía una joven con la cabeza vuelta. A Tickner le chiflaba el libro. Cuando se hizo mayor, se pasó a los del Ojo Mágico, y miraba fijamente las imágenes el tiempo que fuera necesario para que apareciera un caballo o lo que fuera en los serpenteantes colores. A veces tardaba mucho. Hasta el punto de que se preguntaba si realmente había algo allí. Pero, de repente, la imagen salía a la superficie.

Esto era lo que estaba sucediendo.

Había momentos en cada caso, y Tickner lo sabía, que lo cambiaban todo, igual que en aquellas antiguas ilusiones ópticas. Estás viendo una realidad y entonces, con una pequeña inclinación, la realidad cambia. Nada es como parecía.

Nunca se había creído de verdad las teorías convencionales sobre el asesinato-secuestro Seidman. Se parecía demasiado a leer un libro al que le faltaran páginas.

Tickner tampoco había trabajado en muchos asesinatos. En general se los dejaban a los polis de la local. Pero conocía a muchos investigadores de homicidios. Los mejores siempre eran poco convencionales, descaradamente teatrales y ridiculamente imaginativos. Tickner los había oído hablar de un punto en los casos en que la víctima «se levanta» de la tumba. La víctima «habla» con ellos de algún modo, y señala en dirección al asesino. Tickner escuchaba esas tonterías y asentía educadamente. Siempre le había parecido una gran hipérbole, una de esas cosas sin significado que dicen los polis para que el público se entusiasme.

La impresora seguía trabajando. Tickner ya había visto doce fotos.

– ¿Cuántas más hay? -preguntó.

Dorfman miró la pantalla del ordenador.

– Seis más.

– ¿Igual que éstas?

– Más o menos sí. Bueno, es la misma persona.

Tickner miró las fotografías. Sí, en todas salía la misma persona. Eran todas en blanco y negro, todas tomadas sin conocimiento de la persona, seguramente a bastante distancia y con un zoom.

Lo de salir de la tumba ya no le parecía tan tonto. Hacía dieciocho meses que Monica Seidman estaba muerta. Su asesino seguía libre. Y ahora que habían perdido toda esperanza, parecía haber vuelto de entre los muertos para señalar con un dedo. Tickner volvió a mirar e intentó comprender.

El tema de las fotos, la persona a quien señalaba Monica Seidman, era Rachel Mills.

Cuando se toma el lateral de la autopista de peaje de Nueva Jersey hacia el norte, de repente llama la atención el perfil nocturno de Manhattan. Como casi todos los que lo ven a diario, yo no solía darle mayor importancia. Ya no. Pasado un tiempo aún creía ver las Torres. Era como si fueran luces brillantes que había mirado fijamente durante largo tiempo, de modo que incluso con los ojos cerrados, su imagen seguía allí, incrustada. Pero como las manchas solares, la imagen empezaba a desvanecerse. Eso ha cambiado. Cuando hago esta ruta, aún las busco con la mirada. Incluso aquella noche. Pero ahora a veces no recuerdo exactamente dónde estaban las Torres. Y esto me pone más furioso de lo que soy capaz de expresar.

Por costumbre, tomé el nivel inferior del puente George Washington. A aquella hora no había tráfico. Crucé el Paso E-Z. Había logrado distraerme más o menos. Cambiaba de emisora entre dos programas de tertulia. Una era una emisora de deportes a donde llamaban montones de hombres llamados Vinny de Bayside y se quejaban de entrenadores ineptos y decían cuánto mejor harían ellos su trabajo. La otra emisora tenía a dos plagios de Howard Stern [5]que, más allá de lo pueril, creían que era divertido que un universitario llamara a su madre para decirle que tenía cáncer de testículos. Los dos programas, si no edificantes, eran distraídos.

Rachel estaba en el maletero, lo cual me ponía nervioso sólo de pensarlo. Cogí el móvil y lo puse en el modo radio. Apreté el botón de llamada y casi instantáneamente oí la voz robótica diciendo:

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