Ged se acercó a coger la manta que había en el banco apoyado a lo largo del muro que separaba la chimenea del pasillo. —No uses eso, es un buen tejido —dijo Tenar y fue hasta el armario, y sacó una gastada manta de fieltro que extendió para hacerle una cama al hombre. Arrastraron el cuerpo inerte hasta dejarlo sobre la manta, lo cubrieron con los bordes plegados. Las húmedas manchas rojas que cubrían las vendas no se habían extendido.
Tenar se puso de pie y se quedó inmóvil.
—Therru —dijo.
Ged miró en torno, pero la niña no estaba allí. Tenar salió precipitadamente del cuarto.
El cuarto de los niños, el cuarto de la niña, estaba perfectamente a oscuras y silencioso. Se acercó a tientas a la cama y apoyó la mano en la curva cálida de la manta sobre el hombro de Therru.
—¿Therru?
La niña respiraba serenamente. No se había despertado. Tenar alcanzaba a sentir el calor de su cuerpo, como un resplandor en el cuarto frío.
Al salir, pasó la mano por sobre el baúl y rozó un metal frío: el atizador que había dejado allí al cerrar los postigos. Lo llevó de vuelta a la cocina, pasó por encima del cuerpo del hombre y colgó el atizador en su gancho soore la chimenea. Se quedó contemplando el fuego.
—No podía hacer nada —dijo—. ¿Qué debería haber hecho? Huir… inmediatamente…, gritar y correr hasta la casa de Arroyo Claro y Shandy. No habrían tenido tiempo para hacerle daño a Therru.
—Habrían estado dentro de la casa con ella y tú habrías estado afuera, con los dos viejos. O podrían haberla cogido y haberse marchado con ella. Hiciste lo que pudiste. Hiciste lo que había que hacer. En el momento preciso. La luz de la casa y tú saliendo con el cuchillo y yo allí… Alcanzaron a ver la horquilla en ese momento… y al hombre caído. Por eso echaron a correr.
—Los que pudieron —dijo Tenar. Se volvió y movió un poco la pierna del hombre con la punta del zapato, como si fuese un objeto por el que sentía cierta curiosidad, cierta repugnancia, como una víbora muerta—. Tú hiciste lo que había que hacer —dijo.
—No creo que la haya alcanzado a ver. Tropezó de frente con ella. Fue como… —No dijo cómo había sido. Dijo:— Bébete el té. —Y se sirvió más del pote apoyado sobre los ladrillos del hogar para que no se enfriara.— Está bueno. Siéntate —dijo él, y ella se sentó.
—Cuando era niño —dijo al cabo de un rato— los kargos atacaron mi aldea. Llevaban lanzas… largas, con plumas atadas a la empuñadura…
Ella asintió. —Guerreros de los Hermanos de Dios —dijo.
—Urdí un conjuro tramanieblas. Para confundirlos. Pero algunos de ellos siguieron avanzando. Vi a uno de ellos darse de bruces con una horquilla…, como éste. Sólo que en ese caso lo traspasó de lado a lado. Debajo de la cintura.
—Chocaste con una costilla —dijo Tenar.
Él asintió.
—Fue el único error que cometiste —dijo ella. Ahora le castañeteaban los dientes. Bebió del té—. Ged —dijo—, ¿y si regresan?
—No van a regresar.
—Podrían prenderle fuego a la casa.
—¿A esta casa? —Miró las paredes de piedra que los rodeaban.
—El henil…
—No van a regresar —dijo él obstinadamente.
—No.
Sujetaban los tazones con cuidado, calentándose las manos con ellos.
—Therru no se despertó en ningún momento.
—Menos mal.
—Pero lo verá… aquí… por la mañana. Se miraron fijamente.
—¡Si lo hubiese matado…, si hubiera muerto! —dijo Ged, furioso—. Podría sacarlo de aquí y enterrarlo.
—Hazlo.
Él sólo sacudió la cabeza con enojo.
—¿Qué importa, por qué, por qué no podemos hacerlo? —preguntó Tenar en tono insistente.
—No lo sé.
—Apenas empiece a clarear…
—Lo sacaré de la casa. Una carretilla. El viejo puede ayudarme.
—Ya no puede cargar nada. Yo te ayudaré.
—Como pueda, lo voy a llevar a la aldea en una carretilla. ¿Hay algún tipo de curandero allí?
—Una bruja, Hiedra.
De pronto Tenar se sintió profunda, infinitamente agotada. Apenas podía sostener el tazón en la mano.
—Hay más té —dijo con dificultad.
Él se sirvió otro tazón.
El fuego le bailaba a Tenar ante los ojos. Las llamas flotaban, ardían, se hundían, volvían a resplandecer contra las piedras tiznadas, contra el cielo oscuro, los remolinos de la noche, los abismos de aire y de luz allende el mundo. Llamas amarillas, anaranjadas, rojo anaranjadas, rojas lenguas de fuego, llamaradas, las palabras que no podía pronunciar.
—Tenar.
—Nosotros le decimos Tehanu a esa estrella —dijo ella.
—Tenar, querida. Ven. Ven conmigo…
No estaban junto al fuego. Estaban en medio de la oscuridad…, en el oscuro corredor. El oscuro pasadizo. Ya habían estado allí antes, turnándose para guiar, turnándose para seguir al otro, en la oscuridad subterránea.
—Por aquí —dijo ella.
Se iba despertando, sin querer despertarse. Una tenue luz gris brillaba en la ventana filtrándose en delgadas capas por los postigos. ¿Por qué estaban cerrados los postigos? Se levantó precipitadamente y atravesó el pasillo hasta llegar a la cocina. No había nadie junto al fuego, nadie tumbado en el suelo. No quedaban rastros de nadie ni de nada. Excepto el pote de té y tres tazones sobre el tablero.
Therru se levantó cuando salió el sol y desayunaron como siempre; mientras ordenaban, la niña preguntó: —¿Qué sucedió? —Cogió una punta del lino mojado que había en la artesa de la despensa. El agua de la artesa tenía vetas y manchas de un rojo pardusco.
—¡Oh!, se me adelantó la regla —dijo Tenar, sorprendida ante la mentira que acababa de decir.
Therru se quedó inmóvil por un momento, oliendo atentamente y con la cabeza quieta, como un animal olfateando un rastro. Luego dejó caer otra vez el lienzo en el agua y salió a darle de comer a los pollos.
Tenar se sentía enferma; le dolían los huesos. Aún hacía frío y se quedó dentro de la casa todo lo que pudo. Trató de que Therru no saliera, pero cuando salió el sol con un viento penetrante y claro, Therru sintió deseos de estar fuera.
—Quédate con Shandy en el huerto —le dijo Tenar.
Therru no dijo nada al salir.
El lado quemado y deforme de su cara había quedado rígido por el daño que habían sufrido los músculos y por la gruesa cicatriz, pero a medida que las cicatrices iban cambiando con el tiempo y que, de tanto mirarlo, Tenar aprendía a no evitarlo como algo deforme sino a verlo como un rostro que empezaba a tener expresiones propias. Cuando Therru tenía miedo, Tenar sentía que el lado quemado y oscuro se «cerraba», se plegaba, se endurecía. Cuando estaba exaltada o atenta, hasta la cuenca del ojo ciego parecía observar, y las cicatrices se enrojecían y ardían al tacto. Cuando había salido tenía un gesto peculiar, como si su rostro no hubiese sido en absoluto humano, sino el rostro de un animal, de una extraña criatura salvaje y de piel dura, con un solo ojo resplandeciente, silenciosa, huidiza.
Y Tenar sabía que, así como ella le había mentido por primera vez, Therru le iba a desobedecer por primera vez. Por primera pero no por última vez.
Se sentó junto al fuego lanzando un suspiro de cansancio, y no hizo nada por un rato.
Un seco golpe en la puerta: Arroyo Claro y Ged —no, tenía que decirle Halcón—, Halcón de pie en el peldaño de la entrada. El viejo Arroyo Claro no dejaba de hablar y de darse importancia. Ged estaba sombrío y silencioso y la sucia pelliza de oveja le daba el aspecto de corpulento. —Entrad —dijo ella—. Bebed un poco de té. ¿Qué hay de nuevo?
—Trataron de escapar, hacia Valmouth, pero los hombres de Kahedanan, los alguaciles, bajaron y los encontraron en el retrete de Cerezo, ahí mismo —anunció Arroyo Claro, blandiendo el puño.
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