Ursula Le Guin - Tehanu

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Tehanu: краткое содержание, описание и аннотация

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El mal medra, y la magia se ha pervertido. En todas partes hay miedo e incertidumbre, y magos y reyes quieren que una mujer de Gont les muestre el camino. Tenar, sacerdotisa de Atuan, cuida de Therru, una muchacha que ha conocido el horror, y dedica toda su fuerza y sabiduría a proteger a la niña de sus perseguidores y llegar a entender un mundo que está cambiando de una manera misteriosa. A Tenar se le une Ged, en otro tiempo archimago de Terramar, y el hombre, la mujer y la niña descubren que se enfrentan a un enemigo que sólo podrá ser dominado con una nueva especie de poder…
Ganó el Premio Nébula como mejor novela en 1990, Premio Locus como mejor novela de fantasía en 1991.

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—Échale cerrojo a la puerta —dijo Ged, y ella corrió el cerrojo.

—Ropa blanca en el armario —dijo ella, y él sacó una sábana y la rasgó para hacer vendas con las que ella rodeó una y otra vez el vientre y el pecho del hombre, en los que se habían enterrado profundamente tres de los cuatro dientes de la horquilla, abriendo tres agujeros dentados por los que se escapaba y salía a chorros la sangre mientras Ged sujetaba el torso del hombre para que ella pudiera vendarlo.

—¿Qué haces aquí? ¿Viniste con ellos?

—Sí. Pero no lo sabían. Eso es todo lo que puedes hacer, Tenar. —Dejó que el cuerpo del hombre se doblara y se echó hacia atrás, jadeando, secándose la cara con el dorso de la mano ensangrentada.— Creo que lo maté —dijo nuevamente.

—Quizá lo hiciste. —Tenar miró las brillantes manchas rojas que iban extendiéndose lentamente en el grueso trozo de lino que rodeaba el pecho delgado y velludo y el vientre del hombre. Se puso de pie y se tambaleó, muy mareada.— Acércate al fuego —dijo—. Debes de estar muriéndote.

Ella no sabía cómo lo había reconocido en la oscuridad del exterior. Posiblemente por su voz. Llevaba un grueso gabán para pastorear en invierno, hecho con un trozo de vellón con el cuero por fuera, y una gorra de lana para pastorear bien encasquetada; tenía el rostro ajado y curtido por la intemperie, los cabellos largos y color acero. Olía a humo de maderos, y a helada y a ovejas. Tiritaba, todo el cuerpo le temblaba. —Acércate al fuego —le dijo ella nuevamente—. Échale leños.

Él le obedeció. Tenar llenó la tetera y la dejó balanceándose en su asa de hierro sobre las llamas.

Tenía la falda manchada de sangre y cogió un trozo de lino empapado en agua fría para limpiarla. Le pasó el trapo a Ged para que se quitara la sangre de las manos. —¿Qué quieres decir —le preguntó— con eso de que viniste con ellos pero que no lo sabían?

—Venía bajando. De la montaña. Por el camino que baja de los manantiales del Kaheda. —Hablaba en un tono apagado, como sin aliento, y los escalofríos lo hacían farfullar.— Oí a unos hombres que venían más atrás y me hice a un lado. Me interné en el bosque. No quería hablar. No sé. Tenían algo. Me daban miedo.

Ella sacudió la cabeza con impaciencia y se sentó al otro lado del hogar, frente a él, inclinándose para escuchar, con las manos empuñadas en el regazo. Sentía el frío de la falda húmeda en las piernas.

—Oí que uno de ellos decía «la Granja de los Robles» al pasar. Después de eso los seguí. Uno de ellos no dejaba de hablar. De la niña.

—¿Qué dijo?

Él se quedó en silencio. Al cabo dijo: —Que la iba a recuperar. A castigarla, dijo. Y que se iba a vengar de ti. Por haberla robado, dijo. Dijo… —Se detuvo.

—Que me iba a castigar también.

—Todos hablaban. De… de eso.

—Ése no es Diestro. —Señaló con la cabeza al hombre tendido en el suelo.— Es el…

—Dijo que la niña le pertenecía. —Ged también miró al hombre y volvió a mirar el fuego.— Está agonizando. Deberíamos ir a pedir ayuda.

—No se va a morir —dijo Tenar—. En la mañana mandaré a llamar a Hiedra. Los demás están allá afuera todavía…, ¿cuántos son?

—Dos.

—Me da igual que se muera o siga vivo. Ninguno de los dos va a salir de aquí. —Se puso en pie de un salto, en un espasmo de miedo.— ¿Entraste la horquilla, Ged?

Él le mostró la horquilla apoyada en la pared junto a la puerta, con los cuatro dientes relucientes.

Ella se sentó nuevamente en la solera del hogar, pero ahora se sacudía, temblaba de pies a cabeza, como había hecho él antes. Él se estiró por sobre el hogar para tocarle el brazo. —¡No te preocupes! —dijo.

—¿Y si todavía están allá afuera?

—Huyeron.

—Podrían regresar.

—¿Dos contra dos? Y tenemos la horquilla.

Ella bajó la voz para decir en un susurro, aterrorizada: —La podadera y las guadañas están en el colgadero del granero.

Él sacudió la cabeza. —Huyeron. Os vieron… a él… y a ti en la puerta.

—¿Qué hiciste?

—El me atacó. Así que lo ataqué.

—Antes, quiero decir. En el camino.

—Les dio frío, mientras caminaban. Empezó a llover y les dio frío, y empezaron a hablar de venir aquí. Antes de eso era uno solo el que hablaba de la niña y de ti, de enseñarles, de darles un escarmiento… —Se quedó sin voz.— Tengo sed —dijo.

—Yo también. La tetera no está hirviendo todavía. Sigue.

Tomó aliento y trató de contar la historia con coherencia. —Los otros dos no le prestaban mucha atención. Posiblemente ya habían oído todo eso antes. Tenían prisa. Querían llegar a Valmouth. Como si alguien los persiguiera. Como si hubiesen ido huyendo. Pero empezó a hacer frío y él siguió hablando de la Granja de los Robles, y el de la gorra dijo: «Y bien, ¿por qué no vamos allá y pasamos la noche con…?».

—Con la viuda, ¿verdad?

Ged se cubrió la cara con las manos. Ella esperó.

Él contempló el fuego y siguió hablando resueltamente. —Entonces los perdí de vista por un rato. El camino se internó en el valle y no pude seguir por donde venía, por el bosque, poco más atrás que ellos. Tuve que apartarme, ir por los sembrados, por donde no pudieran verme. No conozco estos lugares, sólo el camino. Tenía miedo de perderme, de no ver la casa si tomaba un atajo por los sembrados. Y estaba oscureciendo. Pensé que no había visto la casa, que había pasado rápidamente por un costado. Regresé al camino y casi me crucé con ellos… en ese recodo. Habían visto pasar al viejo. Decidieron esperar hasta que oscureciera y estaban seguros de que nadie más iba a venir. Esperaron en el granero. Me quedé afuera. La pared era lo único que me separaba de ellos.

—Debes de estar congelado —dijo Tenar con voz apagada.

—Hacía frío. —Acercó las manos al fuego como si el solo recuerdo lo hubiese hecho sentir frío nuevamente.— Encontré la horquilla al lado de la puerta del colgadero. Cuando salieron se fueron hacia el fondo de la casa. Podría haber venido hasta la puerta de entrada para advertirte, eso es lo que debería haber hecho, pero en lo único que pensaba era en cogerlos desprevenidos…, sentía que ésa era mi única ventaja, el sorprenderlos… Pensé que la casa estaría cerrada con cerrojos y que tendrían que entrar por la fuerza. Pero entonces los oí entrar, por el fondo, por allí. Entré… al establo…, detrás de ellos. Acababa de salir cuando se acercaron a la puerta que estaba cerrada con cerrojo. —Lanzó una especie de carcajada.— Pasaron a mi lado en la oscuridad. Podría haberles hecho una zancadilla… Uno de ellos tenía un pedernal y un eslabón, quemaba un poco de yesca cuando querían echarle una mirada a un cerrojo. Vinieron hasta la entrada de la casa. Te oí cerrar los postigos; sabía que los habías oído. Dijeron que iban a romper la ventana en la que te habían visto. Entonces el de la gorra vio la ventana…, la ventana… —Señaló con la cabeza la ventana de la cocina con el alto y ancho antepecho en el interior.— Dijo: «Traéme una piedra, la voy a hacer añicos», y los otros se le acercaron y estaban a punto de alzarlo hasta el antepecho. Así que lancé un grito y se dejó caer, y uno de ellos, éste, se abalanzó sobre mí.

—¡Ah, ah! —dijo resollando el hombre tumbado en el suelo, como si estuviese relatando la historia de Ged. Ged se levantó y se inclinó sobre el hombre.

—Creo que está agonizando.

—No, no está agonizando —dijo Tenar. No podía dejar de tiritar del todo, pero lo que tenía ahora era sólo un temblor interno. La tetera silbaba. Hizo un pote de té y apoyó las manos en la gruesa cerámica del pote mientras se hacía la infusión. Sirvió dos tazones y luego un tercero, en el que puso un poco de agua fría—. Está muy caliente —le dijo a Ged—, espera un minuto antes de beberlo. Voy a ver si puede tragarlo. —Se sentó en el suelo junto a la cabeza del hombre, lo apoyó en un brazo, le acercó el tazón de té tibio a la boca, le separó los dientes con el borde del tazón. El líquido caliente le entró en la boca; lo tragó.— No se va a morir —dijo ella—. El suelo está frío como el hielo. Ayúdame a acercarlo al fuego.

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