Se enderezó y se quedó de pie, escuchando.
Otra vez: un ruido o un golpe, apagado, sordo, fuera de la casa, ¿contra la ventana del establo?
Sosteniendo el atizador en la mano, Tenar atravesó el oscuro pasillo hasta llegar a la puerta que daba a la bodega. El establo estaba del otro lado de la bodega. La casa estaba apegada a una pequeña colina y esos dos cuartos se internaban en la colina como si fuesen sótanos, aunque estaban al mismo nivel que el resto de la casa. La bodega sólo tenía respiraderos; el otro cuarto tenía una puerta y una ventana, baja y ancha como la ventana de la cocina, en uno de sus muros exteriores. Desde la puerta de la bodega, Tenar oyó que alguien forzaba o trataba de abrir con una palanca esa ventana, y voces de hombres que hablaban en voz baja.
Pedernal había sido un dueño de casa metódico. Todas las puertas de la casa salvo una tenían un cerrojo a cada lado, un sólido trozo de hierro forjado que se apoyaba en una corredera. Todos estaban siempre limpios y aceitados; ninguno de ellos se cerraba jamás.
Le echó el cerrojo a la puerta de la bodega. Se deslizó sin hacer ruido, entrando perfectamente en la pesada ranura de hierro de la batiente.
Oyó que alguien abría la puerta exterior del establo. A uno de ellos se le había ocurrido finalmente empujarla, antes de romper la ventana, y había descubierto que no estaba cerrada. Una vez más oyó hablar entre dientes. Luego silencio, un silencio tan largo que sintió el latido del corazón retumbán-dole en los oídos con tanta fuerza que temió no poder escuchar nada más. Sintió que las piernas no dejaban de temblarle, y sintió que el frío del suelo se le deslizaba por debajo de la falda como una mano.
—Está abierta —musitó una voz de hombre cerca de ella y el corazón le dio un vuelco doloroso. Apoyó la mano en el cerrojo, creyendo que estaba abierto… Lo había descorrido en lugar de cerrarlo. Casi había vuelto a cerrarlo cuando oyó crujir la puerta que había entre la bodega y el establo. Conocía el crujido de la bisagra de arriba. También conocía la voz del que había hablado, pero de otra manera—. Es una bodega —dijo Diestro y luego, cuando la puerta en^que estaba apoyado golpeteó contra el cerrojo—: Ésta está cerrada. —Volvió a golpetear. Un tenue rayo de luz, como la hoja de un cuchillo, revoloteó entre la puerta y la jamba. Le dio en el pecho y ella retrocedió como si la hubiese cortado.
La puerta golpeteó una vez más, pero no mucho. Era sólida, estaba bien sujeta por las bisagras y el cerrojo era resistente.
Los hombres hablaban en voz baja al otro lado de la puerta. Sabía que planeaban ir hasta el otro extremo de la casa e intentarlo nuevamente en la puerta de entrada. De pronto se encontró junto a esa.puerta, echando el cerrojo, sin saber cómo había llegado allí. Quizás era una pesadilla. Ya había soñado eso, que trataban de entrar a la casa, que metían a la fuerza delgados cuchillos en las rendijas de las puertas. Las puertas…, ¿había otra puerta por donde pudiesen entrar? Las ventanas…, los postigos de las ventanas de los cuartos… Le costaba tanto respirar que pensó que no podría llegar al cuarto de Therru, pero allí estaba, cubrió el vidrio con los pesados postigos de madera. Las bisagras estaban trabadas e hicieron ruido al abrirse. Ahora ya sabían. Se acercaban. Irían a la ventana del cuarto contiguo, su cuarto. Llegarían allí antes de que alcanzara a cerrar los postigos. Y allí estaban.
Vio los rostros, manchas borrosas que se movían en la oscuridad, afuera, mientras trataba de quitarle el pestillo al postigo de la izquierda. Estaba trabado. No podía moverlo. Una mano tocó el vidrio, aplastándose blanca contra él.
—Allí está.
—Déjanos entrar. No te haremos daño.
—Sólo queremos hablar contigo.
—Sólo quiere ver a su niña.
Soltó el postigo y tiró de él con esfuerzo hasta cubrir la ventana. Pero si rompían el vidrio podrían empujar los postigos y abrirlos desde afuera. El pestillo no era más que un gancho que se zafaría de la madera si lo forzaban.
—Déjanos entrar y no te haremos daño —dijo una de las voces.
Oyó sus pasos en la tierra helada, haciendo crujir las hojas caídas. ¿Therru estaba despierta? El golpe de los postigos al cerrarse podría haberla despertado, pero ella no había hecho ruido. Tenar se quedó en la puerta entre su cuarto y el de Therru. Estaba oscuro como boca de lobo, silencioso. Tenía miedo de tocar a la niña y despertarla. Tenía que quedarse en el cuarto con ella. Tenía que defenderla. Había tenido el atizador en la mano, ¿dónde lo había dejado? Lo había soltado para cerrar los postigos. No podía encontrarlo. Buscó a tientas en la negrura de ese cuarto que parecía no tener muros.
La puerta de entrada, que comunicaaba con la cocina, crujió como si trataran de arrancarla del marco.
Si encontraba el atizador se quedaría allí, lucharía con ellos.
—¡Aquí! —gritó uno de ellos y Tenar comprendió qué había encontrado. El hombre observaba la ventana de la cocina, ancha, sin postigos, accesible.
Se acercó a la puerta del cuarto, aparentemente muy despacio, a tientas. Ahora estaba en el cuarto de Therru. Había sido la habitación de sus hijos. El cuarto de los niños. Por eso no tenía cerrojo por el lado de adentro. Para que los niños no lo cerraran y se alarmaran si el cerrojo se trababa.
Al otro lado de la colina, más allá del huerto, Arroyo Claro y Shandy estarían durmiendo en su cabana. Si les gritaba, quizá Shandy la oiría. Si abría la ventana de la habitación y gritaba… o si despertaba a Therru y salían por la ventana y atravesaban corriendo el huerto… Pero los hombres estaban allí, allí mismo, esperando.
Era más de lo que podía soportar. El terror paralizante que la había inmovilizado se disipó y corrió furiosa a la cocina, que le parecía ser una sola luz incandescente, cogió el largo y afilado cuchillo de cocina del tajo, abrió el cerrojo de golpe y se quedó de pie en la puerta. —¡Entrad ahora! —dijo.
Mientras lo decía oyó un alarido y un profundo jadeo, y un hombre gritó: —¡Cuidado! —Y otro chilló:— ¡Aquí! ¡Aquí!
Luego silencio.
La luz que se escapaba por la puerta abierta brillaba en el hielo negro de las pozas, resplandecía en las ramas negras de los robles y en las hojas de plata caídas, y cuando sus ojos pudieron distinguir con más claridad vio que algo se arrastraba hacia ella por el sendero, una masa negra o un bulto oscuro se arrastraba hacia ella, con un gemido penetrante, sollozante. Detrás de la luz vio una silueta negra que se echaba a correr, moviéndose como una flecha, y vio el brillo de cuchillas negras.
—¡Tenar!
—Detente —dijo ella, alzando el cuchillo.
—¡Tenar! ¡Soy yo…, Halcón, Gavilán!
—Quédate allí—dijo ella.
La silueta negra que se había movido rápidamente se quedó quieta junto a la masa negra tumbada en el sendero. La luz que salía por la puerta se reflejó tenuemente en un cuerpo, un rostro, una horquilla de dientes largos con la punta hacia arriba, como la vara de un hechicero, pensó. —¿Eres tú? —dijo.
Estaba arrodillado junto a la cosa negra que había en el sendero.
—Creo que lo maté —dijo. Miró por sobre el hombro, se puso en pie. No quedaban rastros de los otros hombres.
—¿Dónde están?
—Huyeron. Ayúdame, Tenar.
Tomó el cuchillo en una mano. Con la otra cogió el brazo del hombre que yacía ovillado en el sendero. Ged lo tomó por debajo del hombro y, arrastrándolo, lo colocaron sobre el peldaño y lo entraron en la casa. Estaba tumbado en el piso empedrado de la cocina, y del pecho y el vientre le brotaba la sangre como agua de una jarra. Tenía arriscado el labio superior y sólo se le veía el blanco de los ojos.
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