—Tal vez —dijo Tenar. Se sentía muy aliviada y muy desilusionada. Lo que había querido era saber que estaba bien y que no corría peligro, pero también hubiese querido encontrarlo allí.
Pero ya era suficiente, se dijo, con estar en casa… y quizá fuera mejor que no estuviese allí, que nada de todo aquello estuviese allí, que todas las aflicciones y los sueños y los actos de hechicería y los térrores de Re Albi hubiesen quedado atrás, para siempre. Estaba allí, ahora, y ése era su hogar, esos suelos empedrados y esos muros, esos ventanucos con hojas de vidrio al otro lado de los cuales se alzaban los oscuros robles a la luz de las estrellas; esos cuartos silenciosos, ordenados. Esa noche tardó un rato en dormirse. Su hija durmió en el cuarto contiguo, el cuarto de los niños, con Therru, y Tenar durmió en su propia cama, en la cama de su esposo, sola.
Durmió. Al despertar no recordaba haber soñado.
Después de unos pocos días en la granja, casi dejó de pensar en el verano pasado en el Acantilado. Era un tiempo remoto y un lugar lejano. Aunque Shandy había insistido en que no quedaba ni una migaja de trabajo por hacer en la granja, encontró muchas cosas por hacer: todo lo que no se había hecho durante el verano y todo lo que se debía hacer durante la cosecha en los campos y en el establo. Trabajaba desde el alba hasta el anochecer y si, por casualidad, disponía de una hora para sentarse, se ponía a hilar, o a coser para Therru. Por fin terminó el vestido rojo, un bonito vestido sin duda, con un delantal blanco de adorno y uno de color naranja para todos los días. —¡Mira, estás hermosa! —dijo Tenar con orgullo de costurera cuando Therru se lo puso por primera vez. Therru dio vuelta la cara.
—Eres hermosa —dijo Tenar en otro tono—. Escúchame, Therru. Ven aquí. Tienes cicatrices, cicatrices feas, porque te hicieron algo feo, algo malvado. La gente ve las cicatrices. Pero también te ve a ti y tú no eres esas cicatrices. No eres fea. No eres malvada. Eres Therru y eres hermosa. Eres Therru, que puede trabajar y caminar y correr y bailar, hermosamente, con un vestido rojo.
La niña la escuchaba, con el lado suave y sano de la cara tan inexpresivo como el lado rígido, cubierto de cicatrices.
Therru bajó la vista para mirar las manos de Tenar y luego las tocó con sus deditos. —Es un hermoso vestido —dijo con su voz débil y ronca.
Cuando Tenar quedó a solas, mientras doblaba los restos de tela roja, sintió arder lágrimas en los ojos. Se sentía censurada. Había hecho bien en hacerle el vestido y le había dicho la verdad a la niña. Pero lo correcto y la verdad no eran suficientes. Había una hondonada, un vacío, un abismo, más allá de lo correcto y de la verdad. El amor, el amor que sentía por Therru y el que Therru sentía por ella, levantaban un puente que cruzaba la hondonada, un puente hecho de telaraña, pero el amor no la cubría ni la hacía desaparecer. Nada la cubría ni la hacía desaparecer. Y la niña lo sabía mejor que ella.
Llegó el día del equinoccio, con un brillante sol otoñal que quemaba a través de la niebla. Las primeras pinceladas color bronce cubrían las hojas de los robles. Mientras restregaba las cacerolas para la nata en el establo, con la ventana y la puerta abiertas de par en par al aire fresco, Tenar pensó que el joven rey estaba siendo coronado ese día en Hav-nor. Pensó que los señores y las damas se pasearían en sus ropajes azules y verdes y carmesíes, pero que él se vestiría de blanco. Subiría las gradas de la Torre de la Espada, las gradas por las que ella y Ged habían subido. Le ceñirían la corona de Morred. Él se volvería cuando tocaran las trompetas y se sentaría en el trono que había estado vacío por tantos años, y contemplaría su reino con esos ojos oscuros que sabían lo que era el dolor, lo que era el temor. «Reinad bien, reinad por largo tiempo —pensó—, ¡pobre muchacho!» Y pensó: «Debería haber sido Ged quien le ciñese la corona. Debería haber ido».
Pero Ged estaba pastoreando las ovejas de un hombre acaudalado, o cabras tal vez, en las altas praderas. Era un otoño agradable, seco, dorado, y no harían bajar a los rebaños hasta que nevara en las cumbres.
Cuando fue a la aldea, Tenar se preocupó especialmente de ir a la cabana de Hiedra al final de la Callejuela del Molino. El haber conocido a Musgo en Re Albi la había hecho interesarse por conocer mejor a Hiedra, siempre que alguna vez lograra que la bruja dejase de lado sus sospechas y sus celos. Aunque Alondra estaba allí, extrañaba a Musgo; había aprendido de ella y había llegado a quererla, y Musgo le había dado a ella y a Therru algo que necesitaban. Esperaba encontrar allí a alguien que la sustituyera. Pero aunque Hiedra era mucho más limpia y más digna de confianza que Musgo, no tenía la menor intención de renunciar a la antipatía que sentía por Tenar. Respondió a sus propuestas de amistad con el desprecio que, como Tenar reconocía, probablemente merecieran. —Sigue tu camino que yo seguiré el mío —le dijo la bruja con toda claridad aunque sin palabras; y Tenar obedeció, aunque siguió tratando a Hiedra con notorio respeto cuando se encontraban. La había tratado con desprecio muy a menudo y por mucho tiempo, pensó, y le debía un desagravio. La bruja, que evidentemente estaba de acuerdo, aceptó lo que se le debía con una ira inconmovible.
A mediados del otoño el brujo Haya se internó por el valle, llamado por un acaudalado granjero para que lo curara de la gota. Se quedó por un tiempo en las aldeas del Valle Central, como solía hacer, y pasó una tarde en la Granja de los Robles, observando a Therru y charlando con Tenar. Le interesaba saber todo lo que quisiera contarle de los últimos días de Ogion. Era el pupilo de un pupilo de Ogion y un devoto admirador del mago de Gont. Tenar se dio cuenta de que no le costaba tanto hablar de Ogion como de otras personas de Re Albi, y le contó todo lo que pudo. Cuando hubo terminado, él le preguntó con cierta cautela: —Y el archimago, ¿fue allí?
—Sí —dijo Tenar.
Haya, un hombre de más de cuarenta años, de tez suave y aspecto apacible, con cierta tendencia a engordar, con semicírculos oscuros bajo los ojos que no se avenían con la dulzura de su rostro, le echó una mirada y no preguntó nada.
—Llegó después de la muerte de Ogion. Y se marchó —dijo. Y luego—: Ya no es archimago. ¿Lo sabíais?
Haya asintió.
—¿Ha llegado alguna nueva sobre la elección de un nuevo archimago?
El brujo negó con la cabeza. —No hace mucho llegó un barco de las Enlades, pero sus tripulantes no hablaban sino de la coronación. ¡Era lo único que les importaba! Y parecería que todos los auspicios y los sucesos son favorables. Si la buena voluntad de los magos tiene algún valor, entonces nuestro joven rey es un hombre de fortuna… Y activo al parecer. Antes de que me marchara de Valmouth, desde el Puerto de Gont llegó por tierra la orden de que los nobles y los mercaderes y el alcalde y su concilio se reunieran y se ocuparan de que los alguaciles del distrito fueran hombres respetables y responsables, porque ahora son oficiales del rey, y deben hacer lo que él ordene y hacer cumplir sus leyes. Y bien, ¡podéis imaginaros cómo recibió eso el Señor Heno! —Heno era un famoso protector de piratas, que por largo tiempo había tenido a la mayoría de los alguaciles de tierra y de mar de Gont Sur en el bolsillo.— Pero había hombres dispuestos a enfrentarse con Heno, ahora que el rey los apoyaba. Destituyeron inmediatamente a la vieja pandilla y nombraron a quince nuevos alguaciles, hombres decentes, a quienes se les paga con los fondos de la alcaldía. Heno se enfureció y juró que los aniquilaría. ¡Es una nueva época! No surgió de un momento a otro, por supuesto, pero está comenzando. Cómo desearía que el Maestro Ogion estuviese vivo para verlo.
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