Ursula Le Guin - Tehanu

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El mal medra, y la magia se ha pervertido. En todas partes hay miedo e incertidumbre, y magos y reyes quieren que una mujer de Gont les muestre el camino. Tenar, sacerdotisa de Atuan, cuida de Therru, una muchacha que ha conocido el horror, y dedica toda su fuerza y sabiduría a proteger a la niña de sus perseguidores y llegar a entender un mundo que está cambiando de una manera misteriosa. A Tenar se le une Ged, en otro tiempo archimago de Terramar, y el hombre, la mujer y la niña descubren que se enfrentan a un enemigo que sólo podrá ser dominado con una nueva especie de poder…
Ganó el Premio Nébula como mejor novela en 1990, Premio Locus como mejor novela de fantasía en 1991.

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Tenar seguía sentada, pensando, absorta. Finalmente dijo: —Se apartan.

—Sí. Un hechicero tiene que hacer eso.

—Pero tú no.

—¿Yo? Yo sólo soy una bruja vieja, queridita.

—¿Qué edad tienes?

Después de un minuto, Musgo dijo con un dejo de risa desde la oscuridad: —Tan vieja como para no meterme en líos.

—Pero tú dijiste… No has sido célibe.

—¿Qué es eso, queridita?

—Como los hechiceros.

—Oh, no. ¡No, no! Nunca había nada que mirar, pero yo podía mirarlos de una cierta manera… sin hacer brujerías, tú sabes, queridita, tú sabes lo ue quiero decir… Hay una manera de mirar y él no ejaba de venir, así como un cuervo no deja de graznar, en un día o dos o tres llegaba a mi casa… «Necesito algo para curarle la sarna a mi perro», «Necesito un té para mi abuela enferma»… Pero yo sabía lo que quería y si me gustaba bastante quizá lo conseguía. Y por amor, por amor…, no soy de ésas, tú sabes, aunque quizás algunas brujas lo son, pero son una deshonra para nuestro arte, digo yo. Yo practico mi arte si me pagan, pero para mi placer actúo por amor, eso digo yo. No es que todo sea placer, todo eso. Estuve enloquecida por un hombre durante mucho tiempo, años; era un hombre apuesto, pero de corazón duro, frío. Hace mucho que murió. El padre de ese Townsend que volvió aquí para quedarse a vivir, tú lo conoces. ¡Ay!, no podía dejar de pensar en ese hombre, así que usé mi arte, le eché muchos sortilegios, pero no sirvió de nada. Todo para nada. No se Te puede pedir peras al olmo… Y me vine a Re Albi cuando era una muchacha porque estaba metida en un lío con un hombre del Puerto de Gont. Pero no puedo hablar de eso, porque eran gente rica, importante. ¡Ellos eran los que tenían poder, no yo! No querían que su hijo se enredara con una muchacha del pueblo como yo, perra inmunda me decían, y me habrían quitado de en medio, como quien mata a un gato, si no me hubiera venido aquí. Pero, ¡ay!, cómo me gustaba ese muchacho, con sus piernas y sus brazos redondos y suaves y sus ojos grandes, oscuros; es como si lo estuviera viendo después de todos estos años…

Se quedaron sentadas por largo rato en la oscuridad, sin hablar.

—Cuando tuviste un hombre, Musgo, ¿tuviste que renunciar a tu poder?

—Ni a una pizca —dijo la bruja, satisfecha.

—Pero tú dijiste que uno no consigue nada a menos que dé. ¿Es distinto, entonces, para los hombres y para las mujeres?

—¿Qué cosa, queridita?

—No sé —dijo Tenar—. Me parece que nosotros hacemos casi todas esas diferencias y después nos quejamos. No sé por qué el Arte de la Magia, por qué el poder, tiene que ser diferente para un brujo y una bruja. A menos que el poder mismo sea diferente. O el arte.

—El hombre da, queridita. La mujer recibe.

Tenar se quedó en silencio pero insatisfecha.

—Nuestro poder parece insignificante en comparación con el poder de ellos —dijo Musgo—. Pero es muy profundo. Está lleno de raíces. Es como una vieja zarzamora. Y el poder de un hechicero es como un abeto, tal vez, grande y alto y majestuoso, pero no resiste una tormenta. Nada destruye a una zarzamora. —Se rió como siempre, cloqueando como una gallina, contenta con su comparación.— ¡Y bien! —dijo animadamente—. Por eso, como te dije, quizá sea bueno que se haya marchado y que ya no esté aquí, para que la gente del pueblo no empiece a hablar.

—¿A hablar?

—Tú eres una mujer respetable, queridita, y la reputación de una mujer es su riqueza.

—Su riqueza —repitió Tenar, con el mismo tono inexpresivo; luego volvió a decir—: Su riqueza. Su tesoro. Su caudal. Su valor… —Se puso de pie, incapaz de quedarse quieta en la silla, estirando la espalda y los brazos.— Como los dragones que se metían en cuevas, que construían fortalezas para ocultar su tesoro, su caudal, para estar protegidos, para dormir sobre su tesoro, para ser su tesoro. ¡Recibir, recibir, y no dar nunca!

—Ya reconocerás el valor de una buena reputación —dijo Musgo secamente—, si la pierdes. No es todo. Pero es difícil sustituirla.

—¿Dejarías de ser una bruja para ser respetable, Musgo?

—No sé —dijo Musgo al cabo de un rato, con aire pensativo—. No sé si sabría hacerlo. Tal vez tenga un don, pero no el otro.

Tenar se le acercó y la cogió de las manos. Sorprendida ante ese gesto, Musgo se levantó, apartándose un poco; pero Tenar dio un paso adelante y la besó en la mejilla.

La vieja alzó una mano y tímidamente rozó los cabellos de Tenar, una sola caricia, como solía hacer Ogion. Luego se alejó y dijo entre dientes que tenía que regresar a casa, y se acercó a la puerta y desde allí le preguntó: —¿O preferirías que me quedara, por los forasteros que andan por aquí?

—Vete —dijo Tenar—. Estoy acostumbrada a los forasteros.

Esa noche, cuando estaba acostada tratando de dormir, volvió a internarse en los vastos torbellinos de viento y de luz, pero era una luz ahumada, roja, anaranjada y ámbar, como si el aire fuese fuego. Estaba y no estaba en ese elemento; volando en el viento y siendo el viento, el empuje del viento, la fuerza que se liberaba; y ninguna voz la llamaba.

De mañana, se sentó en el peldaño de la entrada a cepillarse los cabellos. No tenía los cabellos rubios, como la mayoría de los kargos; tenía la tez pálida, pero los cabellos oscuros. Aún los tenía oscuros, con apenas una que otra hebra gris. Se los había lavado con parte del agua que estaba hirviendo para lavar ropa, porque había decidido que ese día se dedicaría al lavado, ahora que Ged se había marchado y que su respetabilidad estaba a salvo. Se secó los cabellos al sol, cepillándolos. En la mañana cálida y ventosa, el cepillo sacaba chispas que chisporroteaban en las puntas ondulantes de sus cabellos.

Therru se paró a su lado, observando. Tenar se volvió y la vio tan atenta que casi temblaba.

—¿Qué sucede, pajarito?

—Las llamas vuelan —dijo la niña, temerosa o alborozada—. ¡Por todo el cielo!

—Son sólo chispas de mis cabellos —dijo Tenar, desconcertada. Therru sonreía y Tenar no sabía si había visto sonreír alguna vez antes a la niña. Therru extendió las dos manos, la mano sana y la mano quemada, como si fuese a tocar y seguir el vuelo de algo en torno a los cabellos flotantes de Tenar—. Las llamas, vuelan —repitió, y luego rió.

En ese instante Tenar se preguntó por primera vez cómo la vería Therru —cómo vería el mundo— y se dio cuenta de que no lo sabía: que no podía saber qué vería alguien con un ojo consumido por el fuego. Y recordó las palabras de Ogion, Le temerán; pero ella no le temía en absoluto a la niña. No le temía y siguió cepillándose los cabellos, enérgicamente, para que salieran chispas, y volvió a oír la ronca risa de júbilo.

Lavó las sábanas, los estropajos, sus mudas y su otro vestido y los vestidos de Therru, y (después de asegurarse de que las cabras estaban en la dehesa cercada) los extendió en el prado para que se secaran sobre la hierba seca, colocando piedras sobre las prendas porque soplaba un viento borrascoso, con un ímpetu de fines de verano.

Therru había ido creciendo. Aún era muy pequeña y delgada para su edad, posiblemente unos ocho años, pero en los últimos dos meses, con las heridas cicatrizadas por fin y sin sufrir dolores, había empezado a correr más por todas partes y a comer más. La ropa, vestidos usados de la hij a menor de Alondra, una niña de cinco años, le iba quedando chica.

A Tenar se le ocurrió que podría ir a la aldea a visitar al Tejedor Abanico, y ver si le podía dar uno o dos trozos de tela a cambio de los restos que le había estado mandando para los cerdos. Quería hacerle alguna prenda a Therru. Y también quería visitar al viejo Abanico. La muerte de Ogion y la enfermedad de Ged la habían mantenido alejada de la aldea y de la gente que había conocido allí. Como siempre, la habían alejado de lo que conocía, de lo que sabía hacer, del mundo en el que había elegido vivir… un mundo que no era el mundo de los reyes y las reinas, de los grandes poderes y dominios, de las grandes artes y de viajes y aventuras (pensaba mientras se aseguraba de que Therru estaba con Brezo y se echaba a andar hacia el pueblo), sino de gente sencilla que hacía cosas sencillas, como casarse y criar hijos y dedicarse a la labranza y coser y hacer el lavado. Pensaba en eso con cierto espíritu vengativo, como si le estuviese hablando a Ged, que ahora indudablemente estaría a mitad de camino del Valle Central. Lo imaginó en el camino, cerca del claro donde había dormido con Therru. Se imaginó al hombre delgado, de cabellos cenicientos, caminando solo y en silencio, con media hogaza del pan de la bruja en el bolsillo y el corazón abrumado de dolor.

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