Ursula Le Guin - Tehanu

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Tehanu: краткое содержание, описание и аннотация

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El mal medra, y la magia se ha pervertido. En todas partes hay miedo e incertidumbre, y magos y reyes quieren que una mujer de Gont les muestre el camino. Tenar, sacerdotisa de Atuan, cuida de Therru, una muchacha que ha conocido el horror, y dedica toda su fuerza y sabiduría a proteger a la niña de sus perseguidores y llegar a entender un mundo que está cambiando de una manera misteriosa. A Tenar se le une Ged, en otro tiempo archimago de Terramar, y el hombre, la mujer y la niña descubren que se enfrentan a un enemigo que sólo podrá ser dominado con una nueva especie de poder…
Ganó el Premio Nébula como mejor novela en 1990, Premio Locus como mejor novela de fantasía en 1991.

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—¡Entrad! —dijo ella.

Entraron: eran cinco hombres que parecían diez en la habitación de techo bajo, y altos e imponentes. Miraron en derredor, y ella vio lo que ellos veían.

Veían a una mujer de pie ante una mesa, con un cuchillo largo y afilado en la mano. En la mesa había un tajadero y, encima, a un costado, un montoncito de patas verdiblancas despellejadas; al otro lado había un montículo de ranas gordas, sanguinolentas, muertas. En la sombra que había detrás de la puerta se ocultaba algo: una niña, pero una niña deforme, maltrecha, con media cara, con una mano que parecía una garra. Sobre una cama que había en un rincón, bajo la única ventana, estaba sentada una muchacha alta, huesuda, que los contemplaba boquiabierta. Tenía sangre y barro en las manos, y su falda mojada olía a agua pantanosa. Cuando vio que la miraban, trató de taparse la cara con la falda, mostrando las piernas hasta el muslo.

Apartaron los ojos de la muchacha y de la niña, y no había nadie más a quien mirar, salvo la mujer con las ranas muertas.

—Señora Goha —repitió uno de ellos.

—Así me dicen —dijo ella.

—Venimos de Havnor, el rey nos envía —dijo la voz cortés. No podía verle claramente la cara porque estaba a contraluz—. Buscamos al Archimago, a Gavilán de Gont. El Rey Lebannen ha de ser coronado al comienzo del otoño y desea que el Archimago, su señor y amigo, esté a su lado para prepararlo para la coronación, y para coronarlo si así lo desea.

El hombre hablaba con seguridad y formalidad, como si le hablara a una dama en un palacio. Llevaba sobrios pantalones de cuero y una camisa de lino cubierta de polvo por haber subido desde el Puerto de Gont, pero era una tela delicada, bordada con hilos de oro en el cuello.

—No está aquí —dijo Tenar.

Un par de niños de la aldea fisgonearon desde la puerta y retrocedieron, volvieron a fisgonear, y huyeron gritando.

—Tal vez vos podáis decirnos dónde está, señora Goha —dijo el hombre.

—No puedo.

Los miró. El temor que le habían despertado en un comienzo —contagiado por el pánico de Gavilán, quizás, o una simple y absurda turbación ante desconocidos— empezaba a disiparse. Estaba en la casa de Ogion; y comprendía perfectamente por qué Ogion nunca había sentido temor ante la gente importante.

—Debéis de estar cansados después del largo camino —dijo—. ¿Queréis sentaros? Hay vino. Aquí tenéis, tengo que lavar las copas.

Guardó el tajadero en el aparador, dejó las patas de rana en la despensa, echó los restos en el cubo de basura que Brezo le llevaría al Tejedor Abanico para sus cerdos, se lavó las manos y los brazos y lavó el cuchillo en la palangana, echó agua fresca y lavó las dos copas de las que ella y Gavilán habían estado bebiendo. Había un tercer vaso en el armario y dos tazones de arcilla sin asas. Los colocó en la mesa y les sirvió vino a los visitantes; en la botella no quedaba más que lo suficiente para servirles una vez a todos. Habían intercambiado miradas y no se habían sentado. La falta de sillas explicaba su gesto. Sin embargo, las normas de la hospitalidad los obligaban a aceptar lo que ella les ofrecía. Todos los nombres tomaron la copa o el tazón que ella les alcanzó con un cortés susurro. Después de ofrecerle un brindis, bebieron.

—¡Extraordinario! —dijo uno de ellos.

—Las Andrades…, la Ultima Cosecha —dijo otro, con los ojos muy abiertos.

Un tercero sacudió la cabeza. —Las Andrades…, el Año del Dragón —dijo solemnemente.

El cuarto asintió y bebió otro trago, con reverencia.

El quinto, que había sido el primero en hablar, alzó nuevamente su tazón de arcilla hacia Tenar y le dijo: —Señora, nos honráis con un vino de reyes.

—Era de Ogion —dijo ella—. Ésta era la casa de Ogion. Ésta es la casa de Aihal. ¿Sabían eso los señores?

—Lo sabíamos, señora. El rey nos envió a esta casa, porque pensaba que el Archimago vendría aquí; y cuando la nueva de la muerte de su maestro llegó a Roke y Havnor, estuvo más seguro aún. Pero un dragón trajo al Archimago desde Roke. Y desde entonces no ha enviado ningún mensaje ni recado a Roke ni al rey. Y para el espíritu del rey es muy importante y para todos nosotros de gran interés el saber que el Archimago está aquí, y que está bien. ¿Vino aquí, señora?

—No puedo decirlo —dijo ella, pero era una ambigüedad poco feliz, reiterada, y se daba cuenta de que eso era lo que pensaban los hombres. Se levantó y se quedó de pie detrás de la mesa—. Lo que quiero decir es que no os lo diré. Si el Archimago desea venir, vendrá. Si no desea que lo encuentren, no lo encontraréis. Indudablemente, no lo buscaréis contra su voluntad.

El hombre de más edad, y el más alto, dijo: —Los deseos del rey son nuestros deseos.

El que había hablado primero dijo en tono más conciliatorio: —Sólo somos mensajeros. Lo que pasa entre el rey y el Archimago de las Islas es asunto de ellos. Lo único que pretendemos es transmitir el mensaje, y la respuesta.

—Si puedo, trataré de que reciba vuestro mensaje.

—¿Y la respuesta? —preguntó el hombre de más edad.

Ella no dijo nada y el que había hablado primero dijo: —Nos quedaremos aquí por unos días en la casa del Señor de Re Albi, quien, al enterarse de la llegada de nuestro navio, nos brindó su hospitalidad.

Sintió que le tendían una trampa o que un lazo se cerraba, aunque no sabía por qué. La vulnerabilidad de Gavilán, su conciencia de su debilidad, se habían apoderado de ella. Turbada, se protegió tras su apariencia, su imagen de simple ama de casa, de madura ama de casa…, ¿pero era una apariencia? También era verdad, y ese tipo de cosas eran aun más sutiles que los disfraces y las transformaciones de los hechiceros. Agachó la cabeza y dijo: —Los señores encontrarán allí comodidades más dignas de ellos. Como veis, aquí vivimos muy sencillamente, como vivía el viejo mago.

—Y bebéis vino de las Andrades —dijo el que había reconocido la cosecha, un hombre apuesto, de ojos vivaces, con una sonrisa triunfante. Desempeñando su papel, ella siguió con la cabeza gacha. Pero mientras se despedían e iban saliendo uno por uno, comprendió que, pareciera lo que pareciese y fuera lo que fuese, si aún no sabían que era Tenar la del Anillo, lo sabrían muy pronto; y así descubrirían que conocía al Archimago y que podría conducirlos a él, si estaban decididos a seguir buscándolo.

Cuando se hubieron marchado, lanzó un profundo suspiro. Brezo hizo otro tanto y por fin cerró la boca que había tenido abierta todo el tiempo que ellos habían estado allí.

—Yo nunca —dijo, con un tono de profunda, plena satisfacción, y salió a ver dónde se habían metido las cabras.

Therru salió del lugar oscuro detrás de la puerta, donde se había parapetado para ocultarse de los desconocidos con la vara de Ogion y la rama de aliso de Tenar y su varilla de avellano. Se movía con esos gestos tensos y furtivos que casi había abandonado desde que estaban allí, sin alzar los ojos, con la mitad desfigurada de la cara inclinada hacia el hombro.

Tenar se le acercó y se arrodilló para abrazarla. —Therru —dijo—, no te harán daño. No pretenden hacer daño.

La niña se negaba a mirarla. Dejó que Tenar la abrazara como a un trozo de madera.

—Si quieres, no permitiré que vuelvan a entrar en la casa.

Después de un rato, la niña se movió un poco y le preguntó con su voz áspera, gruesa: —¿Qué le van a hacer a Gavilán?

—Nada —dijo Tenar—. ¡No le harán daño! Han venido… Lo que quieren es rendirle honores.

Pero ya comenzaba a vislumbrar lo que lograrían con su intento de rendirle honores: negar su pérdida, impedirle sufrir por lo que había perdido, obligarlo a actuar como aquel que había dejado de ser.

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