Ursula Le Guin - Tehanu

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El mal medra, y la magia se ha pervertido. En todas partes hay miedo e incertidumbre, y magos y reyes quieren que una mujer de Gont les muestre el camino. Tenar, sacerdotisa de Atuan, cuida de Therru, una muchacha que ha conocido el horror, y dedica toda su fuerza y sabiduría a proteger a la niña de sus perseguidores y llegar a entender un mundo que está cambiando de una manera misteriosa. A Tenar se le une Ged, en otro tiempo archimago de Terramar, y el hombre, la mujer y la niña descubren que se enfrentan a un enemigo que sólo podrá ser dominado con una nueva especie de poder…
Ganó el Premio Nébula como mejor novela en 1990, Premio Locus como mejor novela de fantasía en 1991.

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—Un vaso de agua —dijo él, inclinando un poco su copa como si fuera a vaciarla. Y, al cabo de un rato—: Lo que no comprendo es por qué me llevó de regreso. La bondad de los jóvenes es cruel… Así que aquí estoy, tengo que seguir viviendo, hasta que pueda regresar.

Ella no comprendía claramente qué quería decir, pero percibió un dejo de condena o de queja que, por venir de él, la sobresaltó y la hizo enfurecerse. Dijo con dureza: —Fue Kalessin el que te trajo aquí.

La casa estaba a oscuras, así, con la puerta cerrada y la luz del crepúsculo que sólo entraba por la ventana del oeste. No conseguía descifrar su expresión; pero al cabo de un rato él alzó la copa hacia ella con una sombría sonrisa, y bebió.

—Este vino —dijo—. Seguramente se lo dio a Ogion un gran mercader o un gran pirata. Nunca bebí nada parecido. Ni siquiera en Havnor. —Hizo girar en las manos la copa redondeada, bajando los ojos para contemplarla.— Me daré algún nombre —dijo— y atravesaré las montañas hasta llegar a Armouth y a las tierras del Bosque Oriental de donde vengo. Estarán segando. Siempre se necesita gente para segar y para cosechar.

Ella no sabía qué responder. Frágil y enfermizo como estaba, sólo le darían ese tipo de trabajo por caridad o brutalidad; y si lo conseguía, no sería capaz de hacerlo.

—Los caminos no son como antes —le dijo—. Desde hace algunos años, hay ladrones y pandillas por todas partes. Forasteros, gentuza, como dice mi amigo Townsend. Pero ya no es prudente andar solo.

Observándolo en la penumbra para ver cómo reaccionaba, se preguntó con vehemencia por un instante cómo podría ser el no haber temido jamás a un ser humano; cómo sería el tener que aprender a temer.

—Ogion seguía yendo… —empezó a decir él y luego se calló; había recordado que Ogion era un mago.

— Allá, en el sur de la isla — dijo Tenar —, hay muchos rebaños. Ovejas, cabras, vacunos. Los llevan a las colinas antes de la Larga Danza y los dejan pastar allí hasta el comienzo de las lluvias. Siempre necesitan pastores. — Bebió un trago de vino. Lo sintió como el nombre del dragón en la boca. — ¿Pero por qué no te puedes quedar aquí?

— No en la casa de Ogion. Es el primer lugar al que vendrían.

— ¿Y qué si vienen? ¿Qué te van a pedir?

— Que sea el que era.

El desconsuelo de su voz la estremeció.

Se quedó en silencio, tratando de recordar qué había sentido cuando era poderosa, la Devorada, la única Sacerdotisa de las Tumbas de Atuan, y luego al perder eso, al arrojarlo lejos, convirtiéndose sólo en Tenar, sólo en ella. Pensó qué había sentido cuando era una mujer en la flor de la vida, con hijos y un hombre, y luego al perder todo eso, al envejecer y convertirse en una viuda, sin poder. Pero seguía sin comprender su vergüenza, su dolorosa humillación. Tal vez sólo un hombre pudiese sentir eso. Una mujer se acostumbraba a sentirse humillada.

O quizá Tía Musgo tuviese razón y cuando se sacaba la nuez la cascara quedaba vacía.

Ideas de brujas, pensó. Y para distraerlo y distraerse, y porque el suave vino le soltaba las ideas y la lengua, dijo: — ¿Sabes? He pensado… en que Ogion me enseñaba y que yo no quise seguir aprendiendo, sino que me marché y encontré a mi granjero y me casé con él… Yo pensaba, el día de mi boda yo pensaba: «¡Ged se va a enfadar si se entera!». Se reía sin dejar de hablar.

— Así fue — dijo él.

Ella esperó.

Él dijo: — Me sentía decepcionado.

— Enfadado — dijo ella.

— Enfadado — dijo él.

Él le llenó la copa.

—En ese entonces tenía el poder de reconocer el poder —dijo él—. Y tú…, tú irradiabas luz, en ese lugar terrible, el Laberinto, en esa oscuridad…

—Y bien, entonces, dime: ¿qué debería haber hecho con mi poder y con lo que Ogion trató de enseñarme?

—Usarlo.

—¿Cómo?

—Como se usa el Arte de la Magia.

—¿Quién lo usa?

—Los hechiceros —respondió él, con un dejo de dolor.

—¿La magia son las maestrías, las artes de los hechiceros, de los magos?

—¿Qué otra cosa podría ser?

—¿Es todo lo que puede llegar a ser? El se quedó pensativo, alzando los ojos un par de veces para mirarla.

—Cuando Ogion me enseñaba —dijo ella—, allí… ante el hogar, las Palabras del Habla Arcana, me era tan fácil y tan difícil pronunciarlas como a él. Era como aprender la lengua que hablaba antes de nacer. Pero lo demás… el saber, las runas del poder, los sortilegios, las reglas, la invocación de las fuerzas… todo eso era algo sin vida para mí. Una lengua ajena. Pensaba entonces que podría vestirme como un guerrero, con una lanza y una espada y un penacho y todo, pero que nada me quedaría bien, ¿o no? ¿Qué haría con la espada? ¿Me convertiría en un héroe? Llevaría ropas que no me quedarían bien, eso es todo, y apenas podría caminar.

Bebió un poco de vino.

—Así que me lo quité todo —dijo— y me vestí con mi propia ropa.

—¿Qué dijo Ogion cuando lo abandonaste?

—¿Qué solía decir Ogion?

Eso hizo aparecer nuevamente la sombría sonrisa. Ged no dijo nada.

Ella asintió.

Al cabo de un rato, siguió hablando más suavemente. —Él me acogió porque tú me habías traído. Después de ti, no quería tener pupilos y nunca habría aceptado a una muchacha a menos que tú la trajeras, que tú se lo pidieras. Pero me quería. Me estimaba. Y yo lo quería y lo estimaba. Pero no podía darme lo que yo quería y no pude aceptar lo que tenía para darme. Él lo sabía. Pero, Ged, fue distinto cuando vio a Therru. El día antes de morir. Tú dices y Musgo dice que el poder reconoce el poder. No sé qué vio en ella, pero me dijo: «¡Enséñale!» Y dijo…

Ged esperó.

—Dijo: «Le temerán». Y dijo: «¡Enséñale todo ! No lo de Roke». No sé qué quería decir. ¿Cómo puedo saber? Si me hubiese quedado aquí tal vez sabría, tal vez podría enseñarle. Pero yo pensé: «Ged vendrá, él sabrá. Él sabrá qué enseñarle, qué necesita saber mi pequeña tan maltratada».

—No sé —dijo él, en voz muy baja—. Lo que vi… En la niña sólo vi… el daño que le habían hecho. El mal.

Se bebió el vino de un trago.

—No tengo nada que darle —dijo.

Se escuchó un tenue rasguño en la puerta. Él se puso de pie instantáneamente, dándose vuelta con el mismo gesto desvalido, buscando un lugar donde ocultarse.

Tenar se acercó a la puerta, la entreabrió y olió a Musgo aun antes de verla.

—Hay hombres en la aldea —susurró dramáticamente la vieja—. Gentes muy finas de todo tipo que vienen del puerto, del gran barco que llegó de la Ciudad de Havnor, eso dicen. Vienen a buscar al Archimago, dicen.

—Él no quiere verlos —dijo Tenar débilmente. No se le ocurría qué hacer.

—Yo me atrevo a decir que no —dijo la bruja.

Y después de una pausa expectante—: ¿Dónde está, entonces?

—Aquí —dijo Gavilán, acercándose a la puerta y abriéndola más. Musgo lo miró y no dijo nada.

—¿Saben que estoy aquí?

—Si lo saben no es porque yo se lo haya dicho —dijo Musgo.

—Si vienen aquí —dijo Tenar—, lo único que tienes que hacer es decirles que se marchen… Después de todo, tú eres el Archimago…

Ni él ni Musgo le prestaban atención.

—A mi casa no van a venir —dijo Musgo—. Ven, si lo deseas.

El la siguió, mirando fijamente a Tenar pero sin decirle nada.

—¿Pero qué debo decirles? —preguntó.

—Nada, queridita —dijo la bruja.

Brezo y Therru regresaron de los pantanos con siete ranas muertas en una bolsa de malla, y Tenar se puso a cortarles las patas y a despellejarlas para preparar la cena de las cazadoras. Estaba a punto de terminar cuando escuchó voces fuera y, cuando alzó los ojos para mirar por la puerta abierta, vio a varías personas de pie ante la puerta, hombres con sombreros, un destello de oro, un brillo. —¿La señora Goha? —preguntó una voz cortésmente.

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