Ursula Le Guin - Tehanu

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Tehanu: краткое содержание, описание и аннотация

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El mal medra, y la magia se ha pervertido. En todas partes hay miedo e incertidumbre, y magos y reyes quieren que una mujer de Gont les muestre el camino. Tenar, sacerdotisa de Atuan, cuida de Therru, una muchacha que ha conocido el horror, y dedica toda su fuerza y sabiduría a proteger a la niña de sus perseguidores y llegar a entender un mundo que está cambiando de una manera misteriosa. A Tenar se le une Ged, en otro tiempo archimago de Terramar, y el hombre, la mujer y la niña descubren que se enfrentan a un enemigo que sólo podrá ser dominado con una nueva especie de poder…
Ganó el Premio Nébula como mejor novela en 1990, Premio Locus como mejor novela de fantasía en 1991.

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La casa estaba a oscuras y parecía estar mal ventilada. Se sentía abrumada. Había deseado que él se quedara a hablar con ella, pero ahora que estaba sentado allí no tenía nada que decirle, ni él a ella.

—He estado pensando —dijo ella finalmente, ordenando los cuatro platos en el aparador de roble—, que ya es hora de que regrese a mi granja.

Él no dijo nada. Posiblemente asintió, pero ella estaba vuelta de espaldas.

De pronto se sintió agotada, con deseos de acostarse; pero él estaba sentado cerca de la entrada de la casa y todavía no había oscurecido del todo; no podía quitarse la ropa delante de él. Le molestó sentir vergüenza. Estaba a punto de pedirle que saliera por un rato cuando él comenzó a hablar, carraspeando, vacilante.

—Los libros. Los libros de Ogion. Las Runas y los dos libros del Saber. ¿Te los llevarás contigo?

—¿Conmigo?

—Tú fuiste su última alumna.

Ella se acercó al hogar y se sentó frente a él en la silla de tres patas de Ogion.

—Aprendí a escribir las Runas Hárdicas, pero he olvidado casi todo, sin duda. Me enseñó algo de la lengua de los dragones. Recuerdo algo de eso. Pero nada más. No llegué a ser su discípula, una hechicera. Como sabes, me casé. ¿Ogion le habría dejado sus libros sabios a la esposa de un granjero?

Después de una pausa, él dijo en tono impasible: —¿No se los dejó a alguien, entonces?

—A ti, sin duda. Gavilán no dijo nada.

—Tú fuiste su último pupilo, y su orgullo, y su amigo. Nunca lo dijo, pero ciertamente te pertenecen.

—¿Qué debo hacer con ellos?

Ella lo miró fijamente en la oscuridad. En el otro extremo de la habitación, la ventana del oeste despedía una luz tenue. La cólera obstinada, implacable y misteriosa que había en la voz de Ged la enfureció.

—¿Tú, el Archimago, me preguntas a mí? ¿Por qué me haces parecer más tonta de lo que soy, Ged?

Él se puso de pie. Le temblaba la voz. —¿Pero no ves…, no puedes ver…, que todo se ha acabado…, ha desaparecido?

Ella se quedó sentada con la mirada fija, tratando de verle la cara.

—No tengo poder, no tengo nada. Lo entregué, lo consumí…, todo lo que tenía. Para cerrar…, de modo que… ya está, se ha acabado.

Ella trató de negar lo que él decía, pero no pudo.

—Como echar un poco de agua —dijo él—, un vaso de agua en la arena. En la tierra yerma. Tenía que hacerlo. Pero ahora no me queda nada para beber. ¿Y de qué sirve, de qué sirvió un vaso de agua en todo el desierto? ¿Ha desaparecido el desierto acaso?… ¡Ah! ¡Escucha!… Solía susurrarme eso del otro lado de esa puerta: ¡Escucha, escucha! Y me marché a la tierra yerma cuando era joven. Y la encontré allí, me convertí en ella, desposé a mi muerte. Me dio vida. Agua, el agua de la vida. Yo era una fuente, un manantial vivo, generoso. Pero las fuentes están secas allí. Al final todo lo que me quedaba era un vaso de agua y tuve que vaciarlo en la arena, en el lecho del río seco, sobre las rocas en la oscuridad. De modo que ha desaparecido. Se ha acabado. Ya está hecho.

Había aprendido bastante, de Ogion y del mismo Ged, como para saber a qué tierra se refería y aunque hablaba en imágenes esas imágenes no eran máscaras que ocultaran la verdad sino la verdad misma como él la había visto. Sabía también que debía negar lo que él le decía, aunque fuese cierto. —No te das tiempo, Ged —le dijo—. Se ha de tardar mucho en regresar de la muerte… aunque sea volando en un dragón. Te llevará mucho tiempo. Tiempo y calma, silencio, quietud. Te han herido. Sanarás.

Él se quedó en silencio por largo rato, de pie. Ella sentía que había dicho lo que debía decir y que le había dado cierto consuelo. El habló al cabo.

—¿Como la niña?

Fue como un cuchillo tan afilado que no sintió cuando se le clavaba en el cuerpo.

—No sé —dijo él en el mismo tono suave y seco— por qué te hiciste cargo de ella, sabiendo que no podía curarse. Sabiendo lo que ha de ser su vida. Supongo que es parte de la época en que hemos vivido…, una época sombría, de destrucción, una época en que algo se acaba. Supongo que te hiciste cargo de ella así como yo salí al encuentro de mi enemigo, porque era lo único que podías hacer. Y tenemos que seguir viviendo con el botín de nuestra victoria sobre el mal hasta que llegue la nueva era. Tú con tu niña quemada, yo sin nada en absoluto.

La desesperación se expresa con una voz tranquila, serena. Tenar se dio vuelta a mirar la vara del mago en el espacio oscuro a la derecha de la puerta, pero no había luz allí. Todo estaba a oscuras, dentro y fuera. A través de la puerta abierta se divisaban un par de estrellas, lejanas y difusas. Las miró. Quería saber qué estrellas eran. Se levantó y se dirigió a tientas a la puerta, pasando delante de la mesa. La bruma se había elevado y no se veían muchas estrellas. Una de las que había visto desde el interior era la estrella blanca del verano que en Atuan, en su propia lengua, llamaban Tehanu. No conocía la otra estrella. No sabía qué nombre le daban a Tehanu allí, en la lengua hárdica, o cuál era su nombre verdadero, cómo la llamaban los dragones. Sólo sabía cómo la habría llamado su madre, Tehanu, Tehanu. Tenar, Tenar…

—Ged —dijo desde la puerta, sin darse vuelta—, ¿quién te trajo aquí, cuando eras niño?

Él se le acercó y se quedó de pie, contemplando también el brumoso horizonte del mar, las estrellas, la oscura mole de la montaña por encima de ellos.

—Nadie en realidad —dijo él—. Mi madre murió poco después de que nací. Tenía hermanos mayores. No los recuerdo. Estaba mi padre, que era herrero. Y la hermana de mi madre. Era la bruja de Diez Alisos.

—¿Tía Musgo? —dijo Tenar.

—Más joven. Tenía cierto poder.

—¿Cómo se llamaba? Él se quedó en silencio.

—No recuerdo —dijo lentamente.

Al cabo de un rato, dijo: —Ella me enseñó los nombres. Halcón, halcón peregrino, águila, halieto, milano, gavilán…

—¿Qué nombre le das a esa estrella? La estrella blanca, allá en lo alto.

—El Corazón del Cisne —dijo él, alzando los ojos—. En Diez Alisos la llamaban Flecha.

Pero no dijo su nombre en la Lengua de la Creación ni los nombres verdaderos que la bruja le daba al halcón, al gavilán.

—Lo que dije… allí… estuvo mal —dijo suavemente—. No debería hablar. Perdóname.

—Si no hablas, ¿qué puedo hacer sino dejarte solo? —Se volvió hacia él.— ¿Por qué piensas sólo en ti, siempre en ti? Sal por un rato —le dijo furiosa—. Quiero acostarme.

Él salió de la casa, perplejo, musitando una disculpa; y ella fue hasta el rincón, se quitó la ropa y se acostó, y ocultó la cara en la dulce tibieza de la nuca sedosa de Therru.

«Sabiendo lo que ha de ser su vida…»

Su cólera contra Ged, su estúpido rechazo de la verdad que encerraba lo que le había contado, surgían de una decepción. Aunque Alondra había dicho muchas veces que no había nada que hacer, había tenido la esperanza de que Tenar pudiese curar las heridas; y aunque insistía en que ni siquiera Ogion podría haberlo hecho, Tenar había tenido la esperanza de que Ged curase a Therru…, pudiese apoyar la mano en la cicatriz y que la cicatriz desapareciese y sanara, que el ojo ciego brillara, que la mano contraída se aflojara, que la vida quedara intacta.

«Sabiendo lo que ha de ser su vida…»

Los rostros que se apartaban, los gestos para conjurar el mal, el horror y la curiosidad, la malsana piedad y la amenaza punzante, porque las heridas atraen nuevas heridas… Y jamás los brazos de un hombre. Nunca nadie que la abrazara. ¡Sí!, él tenía razón, la niña debería haber muerto, debería estar muerta. Deberían haberla dejado marcharse a esa tierra yerma, ella y Alondra y Hiedra, viejas entrometidas, compasivas y crueles. Él tenía razón, siempre tenía razón. Pero, entonces, los hombres que se habían aprovechado de ella para satisfacer sus apetitos y para jugar con ella, la mujer que había permitido que lo hicieran…, habían tenido razón al golpearla hasta dejarla inconsciente y al arrojarla al fuego para que muriera quemada. Sólo que no habían consumado lo que se proponían. Habían perdido la calma, le habían dejado algo de vida. Habían hecho mal. Y todo lo que ella, Tenar, había hecho estaba mal. La habían entregado a los poderes sombríos cuando era niña: había sido devorada por ellos, habían permitido que la devoraran. ¿Creía acaso que por cruzar el mar, por aprender otras lenguas, por ser la esposa de un hombre, una madre, simplemente por vivir su vida podría ser alguna vez algo distinto de lo que era: su sierva, su alimento, alguien a quien podían utilizar para satisfacer sus apetitos y para jugar con ella? Por estar destruida, había atraído lo que estaba destruido, parte de su propia ruina, el cuerpo de su propio mal.

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