Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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Russell mintió sin pudor, tratando que no se notara:

– Unas fuentes fiables me han dicho que ese muchacho protagonizó un acto heroico nunca reconocido. Estoy haciendo un reportaje sobre su sacrificio y el de otros soldados ignorados como él.

No se preguntó si su tono patriótico había calado en aquel maduro representante de la ley. En su pensamiento ya estaba sentado frente a un viejo constructor de nombre Ben Shepard. Siempre que aquel viejo zorro, como lo había definido el sheriff Blein, aceptase hablar con él. Russell no olvidaba las dificultades que hubo de sortear para que lo recibiera ese otro viejo zorro que era su padre.

Siguió al abogado Woodstone al exterior, atravesando la oficina. Una muchacha de uniforme estaba detrás del mostrador y otro agente rellenaba documentos en un escritorio. Apenas salió, se reencontró con Estados Unidos. Chillicothe era la esencia del país, con todos sus defectos y virtudes. Coches y personas se movían entre las casas, anuncios, señalizaciones de tráfico, prohibiciones, semáforos. Todo lo que una nación había construido, ganando y perdiendo guerras, a la luz de la gloria y en las penumbras de la vergüenza. En cualquier caso, pagando el precio en carne propia.

Russell vio que el Mercedes estaba aparcado en la acera de enfrente. El abogado captó su mirada y señaló el vehículo con un gesto.

– El señor Balling ha mandado a una persona a que recogiera el coche con otro juego de llaves. He dado instrucciones para que se lo trajeran aquí.

– Buen trabajo. Se lo agradezco, señor Woodstone. Informaré a la persona que lo ha contratado.

– Ha sido su padre en persona.

Russell no pudo evitar sorprenderse.

– ¿Mi padre?

– Sí. Al principio creí que era una broma. Pero cuando me dijo que usted había sido arrestado…

El abogado se contuvo de decir que consideraba más verosímil que Russell Wade estuviera preso por ebriedad y exceso de velocidad que la voz de su padre al teléfono.

Bajo una circunspecta rascada de nariz, Russell disimuló una sonrisa.

– ¿Le pareció que mi padre estaba alterado?

El abogado encogió los hombros.

– Fue eso lo que me hizo dudar: cuando oí su voz tuve la impresión de que le costaba contener la risa.

Russell sonrió.

Después de tanto tiempo, descubrir que Jenson Wade tenía sentido del humor, era como mínimo algo extraño. Se preguntó cuántas cosas no sabía de su padre. Con un deje de amargura se respondió que muchas, tantas como las que su padre no sabía de él.

33

Russell detuvo el coche frente a la casa y apagó el motor.

Se quedó sentado un momento, en medio de un paisaje campestre, bajo un cielo que no tenía ganas de sonreír. Con gentileza, pero con firmeza, había rechazado el ofrecimiento del abogado Woodstone, que le había propuesto acompañarlo, ya que conocía a Ben Shepard de toda la vida. Fuera o no verdad, cuando lo propuso sus ojos brillaban de curiosidad. Russell había entendido el motivo. Ésa era una pequeña localidad y estar en posesión de las novedades hacía que cualquiera se convirtiese en el centro de atención y comentarios en las barbacoas del domingo. Ya el hecho de haber defendido al hijo del presidente de la Wade Enterprise era motivo suficiente para llenar una hora de conversación. No quería ahorrarle a sus amistades al menos otras dos horas.

La casa era de piedra y madera, tenía amplios ventanales y transmitía sensación de solidez. Seguramente, su propietario la había construido según sus necesidades y criterios estéticos, por cierto admirables. Tenía dos plantas y se erguía sobre una pequeña elevación del terreno. En el frente tenía un soportal al que se accedía subiendo unos escalones. Delante había un pequeño prado y un jardín bien cuidado y, desde donde Russell estaba, en la parte posterior se entreveía un huerto. A la derecha había una calzada asfaltada por donde se llegaba a la parte trasera de la casa, donde quizás estuviera el garaje.

Bajó del coche y se aproximó al cercado que rodeaba la propiedad. Junto a la entrada había un buzón verde con el nombre de Shepard pintado en letras blancas. La verja no estaba cerrada con llave y no había carteles que advirtieran de la presencia de perros en el interior. Russell la abrió y enfiló un sendero de losas de piedra encastradas en la hierba. Había llegado a pocos pasos de la casa cuando una persona apareció por la esquina de la izquierda. Era un hombre más alto que la media, con un cuerpo todavía vigoroso, la cara arrugada y bronceada y unos ojos azules sorprendentemente jóvenes. El mono de trabajo y el cesto con verduras que traía en una mano indicaban que venía del huerto detrás de la casa.

Cuando el hombre lo vio, se detuvo. Su voz sonó firme y tranquila.

– ¿Qué desea?

Busco al señor Ben Shepard.

– Pues bien, lo ha encontrado.

A Russell le impresionó la personalidad del anciano. Intuyó que el mejor modo de relacionarse con él era decirle la verdad.

– Me llamo Russell Wade y soy un periodista de Nueva York.

– Muy bien. Ahora que ya me lo ha dicho, puede coger el coche y volver por donde ha venido.

Ben Shepard pasó por delante con tranquilidad y subió los escalones hacia la galería.

– Es muy importante, señor Shepard.

El hombre respondió sin volverse.

– Tengo casi ochenta y cinco años, jovencito. A mi edad lo único importante es abrir los ojos por la mañana.

Russell supo que si no decía algo más, el encuentro terminaría antes de comenzar.

– He venido a hablar de Little Boss.

Al oír ese nombre, que quizá durante años había pronunciado sólo en la memoria, el viejo se paró en medio de la escalera.

Se volvió.

– ¿Y usted qué sabe de Little Boss?

– Sé que era un chico que se llamaba Matt Corey.

La respuesta fue brusca y cortante:

– Matt Corey murió en Vietnam hace muchos años.

– No, señor. Matt Corey murió en Nueva York hace poco más de seis meses.

Los hombros de Ben Shepard parecieron ceder. Se lo veía afectado pero no sorprendido. Durante un momento se quedó cabizbajo. Cuando levantó la mirada, Russell vio que tenía los ojos acuosos. A su mente acudieron las lágrimas contenidas de Lester, el hermano de Wendell Johnson. Se dio cuenta de cómo la guerra, cualquier guerra, da motivos para llorar aún años después de haber terminado.

El viejo le indicó la casa con un gesto.

– Venga, entre.

Russell lo siguió y se encontró en un amplio salón que ocupaba toda la fachada del edificio. A la derecha, cerca de la chimenea, había una mesa de billar y un soporte para los tacos. La parte izquierda era la zona de la televisión, con sillones y sofás. Una gran estancia amueblada con sobriedad y de una sorprendente modernidad. De todos modos, los muebles no tenían aspecto de nuevos. Russell pensó que en el pasado debió de ser un salón moderno, en su estilo. Aquí y allá, como elementos aglutinantes, había cuadros y objetos que encarnaban los recuerdos de toda una vida.

Shepard se dirigió a la parte de los sillones y los indicó con un gesto.

– Siéntese. ¿Quiere un café?

Russell se hundió en un cómodo sillón.

– Gracias. He pasado la noche en una celda. Un café me vendría muy bien.

El viejo pareció apreciar la sinceridad de Russell. Se volvió hacia una puerta en la otra parte del salón, donde se vislumbraba la cocina.

– María.

Una muchacha morena y de piel olivácea se asomó a la puerta. Era joven y más bien bonita, y Russell comprendió de dónde venía el comentario malicioso del sheriff sobre su anfitrión.

– ¿Nos preparas un café?

La muchacha volvió a la cocina sin decir nada. El viejo se sentó en otro sillón frente a Russell. Cruzó las piernas y lo miró con curiosidad.

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