Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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Ya tenía las turbinas encendidas y una asistente de vuelo lo recibió junto a la pequeña escalera. Era una chica rubia con uniforme beige y una camiseta clara que recordaban los tonos del logotipo de la corporación. Russell se acercó sintiendo a sus espaldas el helicóptero que levantaba vuelo y se alejaba.

– Buenas tardes, señor Wade. Me llamo Sheila Lavender. Seré su asistente durante todo el vuelo.

Le señaló el interior del avión.

– Pase, por favor.

Russell lo hizo y se encontró en una elegante cabina con cuatro cómodos asientos para los pasajeros. En la cabina de mando, dos pilotos estaban en sus puestos. Delante de ellos tenían una miríada de instrumentos que, para un profano, hablaban un lenguaje incomprensible.

Sheila le indicó las butacas.

– Póngase cómodo, señor Wade. ¿Puedo servirle alguna bebida?

Russell se sentó en un asiento, percibiendo que lo acogía con suavidad. Había decidido no beber, pero quizá se mereciera una copa. Con una pizca de cinismo pensó que su reglamento de servicio era mucho menos estricto que el de Vivien.

– ¿Tiene whisky de la reserva personal de mi padre?

La azafata sonrió.

– Sí, estamos provistos.

– Bien, entonces beberé un sorbo. Con un poco de hielo, por favor.

La chica se atareó en un mueble bar. Por el interfono llegó la voz del piloto.

– Señor Wade, soy el comandante Marcus Hattie. Buenas tardes y bienvenido a bordo.

Russell hizo un gesto hacia la cabina para devolver el saludo.

– Hemos escogido este avión porque sus dimensiones permiten aterrizar y despegar en la pista del Ross County Airport. Lamentablemente, en este momento tenemos un problema de tráfico aéreo. Estamos en lista de espera y me temo que tengamos que aguardar unos minutos antes de despegar.

Russell mostró contrariedad. Si la prisa hubiese sido velocidad, a pie habría llegado a su destino antes que aquel avión. La llegada de Sheila con un vaso le calmó un poco la ansiedad. Miró por la ventanilla con toda la calma que le proporcionó el whisky. Al cabo de un interminable cuarto de hora, el avión se movió y llegó a la pista. Un potente empuje de las turbinas, una sensación de vacío y ya estaban en el aire, describiendo un giro para poner rumbo a Chillicothe, Ohio.

Russell miró el reloj y después el sol en el horizonte, tratando de hacer una previsión de la duración del viaje. Entonces se oyó la voz del piloto.

– Hemos despegado. Estimamos que la llegada a destino se producirá en poco menos de dos horas.

Durante el viaje, intentó llamar a Vivien un par de veces, pero su móvil estaba siempre ocupado. Russell supuso que, tal como estaban las cosas, estaría recibiendo y haciendo muchas llamadas. Y con lo que había ocurrido, no estaba seguro de que Vivien quisiera hablar con él.

«Tienes la palabra del capitán, no la mía.»

El recuerdo de esas palabras hizo que el whisky se volviera amargo de repente. Para mejorarlo le agregó el sabor de la revancha, cuando le revelara que había encontrado él solo lo que habían estado buscando juntos.

Después de dos siglos y otro par de vasos, el piloto informó que estaban iniciando el descenso. Otra vez, como en el viaje de unos días antes, la oscuridad lo sorprendió en pleno vuelo. Pero esta vez las luces de abajo le parecieron una promesa más fácil de cumplir. Sin olvidar que las promesas también las cumplían los locos asesinos.

El aterrizaje fue perfecto y el aparato llegó sin novedad hasta el edificio de la terminal. Cuando por fin se abrió la portilla y puso los pies en tierra, se encontró con un panorama prácticamente igual que el del pequeño aeropuerto de Hornell.

A un lado del edificio bajo y largo había una persona que lo esperaba junto a un coche. Un Mercedes negro de cuatro puertas, brillante bajo los focos de la terminal. Su padre no había ahorrado costes. Pero recordó que debería pagar esos lujos con el sudor de su frente. Dejó de sentirse culpable.

Se acercó al coche, donde lo recibió un hombre alto y delgado, con pinta de quien está más acostumbrado a alquilar coches fúnebres que automóviles de pasajeros.

– ¿El señor Russell Wade?

– Yo mismo.

– Richard Balling, de la Ross Rental Service.

Ninguno de los dos tendió la mano a modo de saludo afable. Russell tuvo la impresión de que Balling albergaba cierto desprecio hacia los que bajaban de un jet privado y se encontraban con un Mercedes esperándolos. Aun cuando él cobrara por ello.

– Este es el coche reservado para usted. ¿Necesita un chófer?

– ¿El coche tiene GPS?

El hombre lo miró escandalizado.

– Naturalmente, señor.

– Entonces conduciré yo.

– Como prefiera.

Esperó a que el hombre rellenase los formularios con sus datos, los firmó y subió al vehículo.

– Por favor, ¿puede indicarme la dirección del sheriff?

– El veintiocho de North Paint Street. Naturalmente, en Chillicothe. ¿Puede llevarme hasta la ciudad?

Mientras ponía en marcha el motor, Russell le dedicó una sonrisa cómplice.

– Naturalmente que no.

Arrancó haciendo chirriar las ruedas sobre el balasto sin cuidarse de las legítimas preocupaciones de Balling por su criatura. Mientras conducía, programó el navegador. En la pantalla apareció la carretera y un punto de llegada a una distancia de catorce kilómetros y medio, con un tiempo de viaje de veintiún minutos. Dejó que la persuasiva voz de la señorita electrónica lo guiara hasta aconsejarle que tomara a la derecha la carretera 104. Mientras se acercaba a la ciudad pensó en sus próximos movimientos. No había confeccionado un programa preciso. Disponía de un nombre y unas fotos. Lo primero sería pedirle informaciones al sheriff, después actuaría en consecuencia. Había llegado allí dejándose guiar por la improvisación. Y continuaría en esa línea. Sin darse cuenta, la larga recta lo llevó a pisar el acelerador, hasta que una luz giratoria y un sonido agudo a sus espaldas llegaron para pedirle explicaciones.

Aparcó a la derecha y esperó la inevitable aparición del agente. Bajó la ventanilla para ver que un uniformado se tocaba el sombrero a modo de saludo.

– Buenas noches, señor.

– Buenas noches, oficial.

– Por favor, carnet de conducir y papeles del coche.

Russell le dio los documentos del Mercedes, el certificado de alquiler y el carnet. El agente, que llevaba la insignia del Ross County, los examinó. Era un tipo corpulento, de nariz ancha y picado de viruelas.

– ¿De dónde viene, señor Wade?

– De Nueva York. Acabo de aterrizar en el aeropuerto Ross County.

La mueca del policía le hizo comprender su error. Quizás aquel agente perteneciera a la misma escuela de pensamiento que el señor Balling.

– Señor Wade, me temo que hay un problema.

– ¿Qué problema?

Usted circulaba como una bala. Y por su aliento deduzco que la bala estaba un poco colocada.

– Agente, no estoy borracho.

– Eso lo comprobaremos. Bastará con que sople en un globo, como cuando era niño.

Bajó del Mercedes y siguió al agente hasta su coche. Hizo lo que se le pedía pero lamentablemente el resultado no fue el mismo que en su infancia. La reserva personal del whisky de Jenson Wade no permitió que su soplo fuera el de un niño.

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