Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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Mientras tomaba nota de la dirección de la sede de los moteros, había llegado por vía telemática, enviado por la comisaría del Distrito 67 de Brooklyn, el dossier de la muerte de Ziggy Stardust. Bellew no había perdido el tiempo. Ahora Vivien tenía todo el material en su ordenador: el parte del sumario del juez de instrucción, el informe del detective encargado del caso y las fotos hechas en el escenario del crimen. En la medida en que le fue posible, amplió una de las fotos, tomada en el ángulo que le interesaba. Se veía claramente una mancha roja sobre una tecla de la impresora apoyada en la mesa, como si alguien la hubiera pulsado con un dedo manchado de sangre. Otro elemento que confirmaba los hechos referidos por Russell Wade.

Las otras fotos mostraban el cadáver de un hombre de com plexión escuálida que yacía ensangrentado en el suelo. Vivien lo observó durante un largo rato sin sentir una pizca de compasión, a la vez que pensaba que aquel bastardo había obtenido lo que se merecía. Por lo que le había hecho a su sobrina y quién sabe a cuántos otros chicos. Después de haber tenido ese pensamiento de justicia sumaria, se vio obligada una vez más a constatar cuánto cambiaba el compromiso personal la perspectiva de las cosas.

Vivien sacó el mando a distancia del bolsillo y abrió las puertas del coche. Russell Wade se acercó y subió al asiento del acompañante. Cuando ella entró, lo encontró sentado a su lado e intentando colocarse el cinturón de seguridad. Mientras lo observaba se sorprendió pensando en que era un hombre guapo. Enseguida se dijo que era una tonta, y a esto añadió contrariedad e irritación.

El hombre la miró en actitud de espera.

– ¿Adónde vamos?

– Coney Island.

– ¿Para qué?

– A ver personas.

– ¿Qué personas?

– Espera y verás.

Cuando el coche se incorporaba al tráfico, Russell se apoyó en el respaldo y clavó la vista en la calle.

– ¿Te encuentras en un estado de gracia especial, o siempre eres tan comunicativa?

– Sólo con los huéspedes importantes.

Russell se volvió hacia ella.

– No te caigo bien, ¿verdad? -Sonó más a enunciación de un hecho probado que a verdadera pregunta.

A Vivien le gustó ese planteamiento directo. Para poner los puntos sobre las íes de sus relaciones presentes y futuras, expuso su parecer sin pelos en la lengua.

– En condiciones normales, me serías indiferente. Cada uno hace con su vida lo que cree mejor. Hasta puede tirarla a la basura, si con eso no le hace daño a nadie. Por ahí hay mucha gente que tiene necesidad de ayuda por líos que les han caído encima sin tener la culpa. El que es adulto y se busca los líos a conciencia, por mí que haga lo que quiera. Y esto no es indiferencia, es sólo sentido común.

Russell hizo un gesto elocuente.

– Bien, por lo menos tengo una toma de posición oficial hacia mí, de tu parte quiero decir.

Vivien hizo una maniobra brusca y se detuvo junto a la acera, provocando la ira de los conductores de atrás. Imbuyó sus palabras de una dureza que no le era propia.

– Las personas no cambian, señor Russell Wade. Cada uno es quien es y pertenece a un preciso lugar. Aunque mire a otro lado, tarde o temprano regresa. Y no creo que tú seas la excepción a esta regla.

– ¿Qué te lo hace creer?

– Llegaste con la fotocopia de una carta que te dio Ziggy. Esto quiere decir que todavía tienes el original manchado de sangre. Y que te habría servido como prueba en el FBI, INSA, o con quien quieras, en caso en que no te hubiéramos creído o nos hubieras contrariado. -Vivien se animó y endureció las palabras-. Si por un motivo u otro te hubiésemos pedido que vaciases los bolsillos sólo hubiéramos encontrado la fotocopia de una hoja que bien podías hacer pasar como una fantasía tuya o el apunte para una historia. Porque en el arte de hacer pasar una cosa por otra creo que tienes alguna experiencia.

Sus palabras no parecieron alterar la actitud imperturbable de su interlocutor, lo cual podía ser un síntoma de autocontrol o de costumbre. La ira no impidió a Vivien inclinarse por la segunda posibilidad.

Cogió el volante, se separó de la acera y prosiguió hacia Coney Island. La siguiente pregunta de Russell la pilló por sorpresa. Tal vez él también estuviera tratando de formarse una opinión de su compañera de viaje.

– Por lo general los detectives tienen un acompañante, ¿por qué tú no?

– Ahora eres tú. Y tu presencia confirma las razones por las que trabajo sola.

Tras esa respuesta seca, en el coche se hizo el silencio. Durante la conversación Vivien había tomado en dirección Downtown y ahora estaban saliendo del puente de Brooklyn. Cuando Manhattan quedó atrás, Vivien encendió la radio y la sintonizó en la emisora Kiss 98,7, que transmitía música negra. Condujo el Volvo por la vía rápida Brooklyn-Queens hasta Gowanus.

Russell miraba por la ventanilla de su lado. Cuando llegó una canción especialmente rítmica empezó, tal vez sin advertirlo, a marcar el compás con el pie. Vivien se dio cuenta de que la responsabilidad en aquel caso le había llegado en un delicado momento personal. Pensar en Sundance y en el extraño comportamiento del padre McKean, habían alterado su equidad. O por lo menos la habían llevado a expresar una opinión no solicitada.

En el momento de aparcar en Surf Avenue, en Coney Island, tuvo un leve sentimiento de culpa.

– Russell, perdóname por lo que te he dicho antes. Sea cual sea tu motivación, nos has proporcionado una gran ayuda y te estamos agradecidos. En cuanto al resto… yo no soy nadie para juzgarlo. No está bien que lo haya hecho, pero en este momento tengo problemas personales que influyen en mi comportamiento.

A él le impresionó esa sinceridad repentina. Sonrió.

– Descuida. Nadie más que yo puede entender cuánto los problemas personales tienen influencia en toda la vida.

Bajaron del coche y llegaron a pie a la dirección de los Skullbusters que Vivien había recabado en el documento informático. El número correspondía a una gran concesionaria de Harley Davidson, con taller para reparaciones y personalización de las motos. El lugar daba sensación de prosperidad, competencia y limpieza. Estaba a años luz de las experiencias que Vivien había tenido con guaridas de moteros como las del Bronx y Queens.

Entraron. A la izquierda, una larga fila de motocicletas de diferentes modelos de Harley Davidson. A la derecha, una exposición de ropa de motorista y accesorios, desde cascos a tubos de escape. Al frente, un mostrador de donde salió un tipo alto y corpulento, con tejanos y una camiseta negra sin mangas. Vino hacia ellos. Tenía una boina negra, patillas y bigotes de manubrio de moto, y a Vivien le recordó al novio de Julia Roberts en Erin Brockovich. Cuando lo tuvo cerca, Vivien se dio cuenta de que los bigotes estaban teñidos, que la boina quizá tuviera la misión de cubrir una calva y que, bajo el bronceado, el tipo había pasado los sesenta hacía tiempo. En el hombro derecho tenía un tatuaje con el Jolly Roger y la misma leyenda que el cuerpo emparedado quince años atrás.

– Buenos días. Me llamo Vivien Light.

El hombre sonrió divertido.

– ¿La de la película?

– No. La de la policía.

Al tiempo que daba esa seca respuesta, le mostró la placa. La semejanza de su nombre con el de Vivien Leigh, la actriz de Lo que el viento se llevó , la había atormentado toda la vida.

El hombre no se apeó de su actitud serena.

«Piel dura, conciencia tranquila», pensó Vivien.

– Yo soy Justin Chowsky, el propietario. ¿Ocurre algo…?

– Por lo que sé, ésta era la sede de un grupo de motoristas llamado Skullbusters.

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