Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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– Yo trataba de imitarlo en todo lo que hacía, pero él era una persona inalcanzable. Y un loco desenfrenado. Amaba el riesgo, ponerse a prueba, competir todo el tiempo. Ahora que lo pienso, creo que conozco el motivo. Su peor adversario era siempre él mismo.

… ¿Nathan Green? Greta, ¿quieres decir que esta tarde vendrá a buscarte ese Nathan Green? No puedo creerlo, es el chico más…

– Robert era irrefrenable. Siempre parecía estar a la caza de algo. Y lo encontró cuando a partir de cierto momento empezó a dedicarse a la fotografía. Al principio a todos nos pareció que era una más de sus miles de iniciativas, pero poco a poco emergió un verdadero talento. Tenía una capacidad innata: con el objetivo llegaba al alma de las cosas y las personas. Al mirar sus fotos se tenía la impresión de que llevaban la mirada más allá de la apariencia, que conducían los ojos a un lugar donde no podrían llegar solos.

… estás guapísima, Greta. No recuerdo haber visto una novia tan hermosa. En todo el mundo no la hay. Estoy orgullosa de ti, mi pequeña…

– El resto es historia conocida. Su sentido del riesgo lo llevó poco a poco a convertirse en uno de los más famosos reporteros gráficos de guerra. Donde había un conflicto, allí estaba él. Al principio muchos se preguntaban por qué el heredero de una de las familias más ricas de Boston arriesgaba la vida alrededor del mundo con una Nikon en la mano. Los hechos fueron la respuesta: sus fotos fueron publicadas en todos los periódicos de Estados Unidos. Del mundo, quiero decir.

… ¿Academia de policía, dices? ¿Estás segura? Aparte de que es un trabajo peligroso, no creo que…

Vivien hizo un esfuerzo por sacudirse aquellos pensamientos antes de que el bello rostro de Greta llegase desde el pasado para recordar el dolor del presente.

– ¿Y tú? -interrumpió a Russell con esa pregunta simple, sin poder explicarle que la estaba formulando a los dos.

– ¿Yo…? -Russell dijo «yo» como si sólo ahora recordase que en la historia que estaba contando también él tenía un lugar. Un lugar suyo, buscado desde siempre sin resultado. En su cara apareció una sonrisa tímida y Vivien comprendió que la dedicaba a su propia ingenuidad de otra época-. Por pura emulación también yo empecé a hacer fotos. Cuando le dije a mi padre que había comprado una cámara le capté la expresión de quien ve cómo su dinero vuela por la ventana. En cambio, Robert se entusiasmó. Me ayudó y alentó en todo. Él me enseñó todo lo que sé.

Vivien se percató de que, no obstante el hambre que había admitido tener, su invitado no había terminado ni el primer cheeseburguer. Por experiencia personal, sabía que ciertos recuerdos tenían el don de quitar el apetito.

Russell siguió hablando y ella tuvo la impresión de que era la primera vez que confiaba a alguien esas cosas. Se preguntó por qué con ella.

– Quería ser como él. Quería demostrarles a mis padres y a todos sus amigos que también yo valía algo. Así, cuando Robert viajó a Kosovo, le pedí que me llevase con él a Europa.

Después de haber mirado todo el tiempo a otro lado, ahora se volvió hacia Vivien, con una mayor empatía.

– ¿Recuerdas la historia de la guerra de los Balcanes?

Vivien no sabía mucho de eso. Por un instante sintió vergüenza por su ignorancia.

– Más o menos.

– A finales de los años noventa, Kosovo era una provincia confederada de la ex Yugoslavia, con mayoría albanesa de religión musulmana, gobernada con mano de hierro por una minoría serbia que se oponía a las aspiraciones separatistas y de unión con Albania.

Vivien estaba fascinada con la voz de Russell y su capacidad para relatar los hechos, para compartirlos hasta que su interlocutor se involucraba. Pensó que ése era, probablemente, su verdadero talento. Estaba segura de que cuando todo terminara encontraría el modo de contar una gran historia.

Su gran historia.

– Todo comenzó mucho tiempo antes. Siglos antes. Al norte de la capital, Pristina, hay un lugar que se llama Kosovo Polje. El nombre significa «La llanura de los mirlos». A fines del siglo catorce se libró allí una batalla donde un ejército cristiano, compuesto por una coalición serbobosnia conducida por un tal Lazar Hrebeljanovic, fue destruido por el ejército otomano. Los serbios tuvieron unas pérdidas enormes. Después de la derrota erigieron en ese lugar un monumento único en el mundo, creo yo. Es una estela que representa un anatema perpetuo contra los enemigos del pueblo serbio, a quienes pronostica la pérdida violenta y cruel de todos sus bienes, en este y en el otro mundo. He estado allí y ante ese monumento he comprendido algo.

Hizo una breve pausa como para buscar las palabras exactas que le permitieran expresar su pensamiento.

– Las guerras terminan. El odio dura para siempre.

Vivien se preguntó si él también tenía de nuevo en la cabeza las palabras de la carta y la idea que expresaban.

«Durante toda mi vida, antes y después de la guerra, trabajé en la construcción…»

– Robert me explicó que en 1987 Milosevic juró que nadie volvería a alzarle la mano a un serbio. Esa declaración de intenciones de repente lo convirtió en el hombre fuerte de Serbia y fue nombrado presidente. En 1989, exactamente seiscientos años después de la batalla de Kosovo Polje, al pie de ese monumento, dio un discurso belicoso ante quinientas mil personas. Ese día todos los albaneses se quedaron en casa.

Russell hizo un movimiento con las manos, como si quisiera encerrar el tiempo con su gesto.

– Nosotros llegamos a principios de 1999, cuando la represión y los combates contra los rebeldes del UCK, el Ejército de Liberación de Kosovo, estaban convenciendo a la comunidad internacional de que debía intervenir. Vi cosas que nunca olvidaré. Cosas que por costumbre y actitud Robert podía atravesar como si fuera impermeable.

Vivien se preguntó si Russell llegaría alguna vez a liberarse del fantasma de Robert Wade.

– Una noche, poco antes de que comenzaran los bombardeos de la OTAN, fueron expulsados todos los periodistas y fotógrafos. Los motivos no se explicitaron, pero la sospecha general era que los serbios estaban organizando una limpieza étnica a fondo. El gobernador de Pristina dijo, de modo sucinto y claro, que a quien se fuera le deseaba buen viaje, pero al que optara por quedarse no se le garantizaba nada. Algunos no se fueron. Entre ellos nosotros.

Vivien arriesgó una pregunta.

– ¿Estás seguro de que Robert era realmente un hombre valiente?

– En una época lo creía. Ahora no estoy tan seguro.

Con una voz que era al mismo tiempo de alivio y cansancio, Russell siguió con su relato.

– Robert tenía un amigo llamado Tahir Bajraktari, creo, un maestro de escuela que vivía en las afueras de Pristina con su mujer, Lindita. Robert le dio dinero y él, antes de abandonar la ciudad, nos escondió en su casa, en una habitación en el sótano a la que se accedía a través de una trampilla oculta bajo una alfombra, en la parte de atrás del edificio. Desde fuera nos llegaba el eco de los combates. Los del UCK atacaban, daban en el blanco y desaparecían en la nada.

Vivien pensó que si miraba a Russell a los ojos podría ver las imágenes que estaba relatando en ese momento.

– Yo estaba aterrorizado. Robert hacía lo imposible para tranquilizarme. Se quedó un poco conmigo, pero el reclamo de lo que sucedía fuera era más fuerte que él. Después de dos días salió de nuestro escondite con los bolsillos llenos de carretes, mientras en la calle sonaban las ráfagas de ametralladora. No lo volví a ver.

Russell cogió la botella y bebió un gran trago de agua.

– Como no regresaba, salí a buscarlo. Todavía hoy no sé qué tipo de arrojo me alentó. Caminé por las calles desiertas. Pristina era una ciudad fantasma. La gente había escapado, en algún caso dejando abierta la puerta de casa. Bajé en dirección al centro y en un momento lo encontré. Robert estaba en el suelo, en la acera de una plazoleta arbolada donde había más cadáveres. Tenía la cámara en la mano y el pecho devastado por una ráfaga de metralleta. Cogí la máquina y volví corriendo al escondite. Lloré por Robert y por mí, hasta que encontré fuerzas para dejar de hacerlo. Después empezaron los bombardeos de la OTAN. No sé cuánto tiempo estuve escondido allí, oyendo caer las bombas, sin lavarme, administrando la comida de reserva, hasta que oí unas voces que se acercaban y hablaban en inglés. Entonces comprendí que estaba a salvo y salí.

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