Mientras se acercaba a él, su mente recorrió toda esa historia demencial.
Cuando terminó la entrevista con el capitán todos se dieron cuenta de que no había nada más que decir, sólo quedaba pasar a la acción. Vivien se dirigió a Wade.
– Espéreme un momento fuera, por favor.
El desdichado ganador de un inmerecido Premio Pulitzer se encaminó hacia la puerta.
– No hay problema. Adiós capitán, y gracias.
En la respuesta de Bellew hubo una cortesía formal, no sostenida en el tono:
– No hay de qué. Si este asunto tiene las consecuencias que queremos, habrá mucha gente que deberá darle las gracias a usted.
También el director de algún periódico, pensó Vivien.
El hombre salió cerrando la puerta con delicadeza y ella quedó a solas con su superior. Su primer impulso pudo haber sido preguntarle si se había vuelto loco al prometer lo que había prometido a un sujeto como Russell Wade. Pero su relación con el capitán desde siempre preveía el respeto de cada uno por las razones del otro, y esta vez no podía ser diferente. Además, era su jefe y no quería ponerlo en la situación de tener que recordárselo.
– ¿Qué opinas, Alan? Me refiero a esta historia de las bombas.
– Que me parece una locura. Algo imposible. Pero después del 11 de Septiembre he descubierto que los límites de la locura y lo posible se han flexibilizado.
Vivien estuvo de acuerdo con esa idea y afrontó otro argumento. El que más la preocupaba. El del eslabón débil de la cadena.
– ¿Y qué piensas de Wade?
El capitán hizo un gesto con los hombros, un gesto que lo decía todo o nada.
– Hasta el momento nos ha facilitado la única pista que tenemos. Y es una suerte que la tengamos, aunque nos haya llegado de él. En circunstancias normales habría empujado por las escaleras a patadas en el culo a ese fantoche. Pero éstas no son circunstancias normales, han muerto casi cien personas. En la ciudad hay muchas personas que ignoran que podrían correr la misma suerte. Como dije durante nuestra reunión, tenemos la obligación de no desechar ninguna posibilidad. Además, Vivien, esa historia de las fotos es… curiosa. Hace que un caso de rutina se convierta en una hipótesis de importancia vital. Y me huelo que es auténtica. Sólo la realidad logra ser tan fantasiosa como para crear coincidencias así.
Vivien había pensado muchas veces en ese concepto. Su experiencia parecía avalarlo cada vez más.
– ¿Retendremos la información?
Bellew se rascó una oreja, como solía hacer cuando reflexionaba.
– Por ahora sí. No quiero correr el riesgo de difundir el pánico, ni de que se rían de mí las autoridades del estado y todas las policías del país. Siempre existe la posibilidad de que se desinfle como un globo, aunque no lo creo en este caso.
Te fías de que Wade no vaya a la prensa? Está claro que busca una gran historia.
– Y la tiene. Por ese motivo no hablará, no le conviene. Tampoco lo haremos nosotros, por el mismo motivo.
Vivien quería una confirmación de lo que ya sabía.
– ¿O sea que de ahora en adelante tendré que tenerlo conmigo, pegado como una lapa?
El capitán abrió los brazos como para confirmar lo inevitable.
– Le he dado mi palabra, Vivien. Y yo mantengo mi palabra. -Ahora fue el capitán quien cambió de asunto, sin posibilidad de apelación-: Llamaré inmediatamente al Distrito 67 para que te manden el documento de la investigación sobre ese Ziggy Stardust. Si lo consideras necesario podrás hacer una visita a su apartamento. En cuando al tipo emparedado, ¿tienes alguna idea?
– Sí, tengo una pista. No es gran cosa, pero servirá como punto departida.
– Bien, adelante. Cualquier cosa que necesites no tienes más que decírmelo. Te puedo facilitar lo que pidas sin muchos problemas… al menos por ahora.
Vivien le había creído. Sabía que el capitán Bellew tenía una vieja amistad con el jefe de policía, que al contrario que Elizabeth Brokens, mujer de Charles Brokens, etcétera, etcétera, no era pura jactancia.
– Bueno, me voy.
Vivien se dio la vuelta para abandonar el despacho. Cuando ya estaba en la puerta, Bellew dijo:
– Vivien, algo más. -La miró a los ojos y dijo con ironía-: En cuanto a Russell Wade, y en caso de necesidad, recuerda este detalle: le he dado mi palabra. -Una pausa para subrayar lo dicho-. Pero tú no.
Vivien se fue con una sonrisa en los labios. Después se encontró con Russell Wade en la sala donde había esperado antes, de pie y con las manos en los bolsillos.
– Aquí estoy.
– Dígame, detective.
– Como pasaremos un tiempo en compañía, puedes llamarme Vivien.
– De acuerdo, Vivien, ¿y ahora qué?
– Dame tu móvil.
Russell lo hizo. Vivien se sorprendió de que no fuera un iPhone. En Nueva York todos los VIP tenían uno de esos aparatos. Quizá Wade no se consideraba VIP, o tal vez lo había lanzado como ficha sobre un tapete verde.
La detective marcó el número de su propio móvil. Cuando sonó bajo su escritorio, cortó y se lo devolvió a Wade.
– Bien. Tienes mi número en la memoria. Fuera, a la izquierda del edificio, hay un Volvo metalizado: es mi coche. Ve allí y espérame. -Y añadió con ironía-; Tengo cosas que hacer y no sé cuánto me llevarán. Lo siento, pero has de tener paciencia.
Russell la miró y por sus ojos pasó un velo de esa tristeza que Vivien descubriera con sorpresa unos días antes.
– He esperado más de diez años. Puedo esperar un poco más.
Se dio la vuelta para irse. En pie, al borde de las escaleras, Vivien se quedó un momento mirándolo bajar y desaparecer en la planta baja. Después volvió a su mesa. Junto a la excitación por la importancia del caso que tenía entre manos, le había quedado la angustia transmitida por las palabras de la carta. Palabras delirantes transportadas por el viento como semillas venenosas. Palabras que no se sabía dónde habían encontrado terreno abonado para germinar. Vivien se preguntó qué tipo de sufrimiento habría padecido el hombre que había dejado aquel mensaje, y qué enfermedad padecería su destinatario si había aceptado la herencia de poner en práctica esa demencial venganza póstuma.
«Las fronteras de la locura se han flexibilizado…»
Tal vez cabría decir que, en este caso, las fronteras habían desaparecido del todo.
Sentada a su mesa, se conectó con la base de datos de la policía. En el espacio de búsqueda escribió The only flag y esperó el resultado.
Casi de inmediato apareció en pantalla la foto de un hombre desnudo tatuado con una figura iguala la encontrada en el cadáver. Era el elemento distintivo de un grupo de moteros de Coney Island que se hacían llamar Skullbusters. Con el dossier había algunas fotos de ficha policial de los miembros de la banda que habían tenido desacuerdos con la justicia. Junto a cada nombre había una lista de las pequeñas o grandes fechorías del caballero en cuestión. Las fotos parecían más bien viejas y Vivien se preguntó si uno de ellos no sería el dueño del cuerpo que había descansado tantos años entre dos paredes de la calle Veintitrés. Sería el no va más de la casualidad, pero no le habría sorprendido. Como había subrayado el capitán, todo su trabajo estaba hecho de coincidencias. La foto del mismo muchacho y el mismo gato encontradas en dos lugares distantes en el tiempo y el espacio, eran la prueba tangible de ello.
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