Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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Cada uno tenía sus secretos de confesión. Y cada uno debía soportar el peso, por la responsabilidad asumida en el momento de pronunciar los votos. Fuesen laicos o religiosos.

Ego sum Alpha et Omega…

El padre McKean miró por la ventana un paisaje verde y azul de primavera que normalmente le daba paz. Pero lo encontró hostil, como si el invierno hubiera regresado, no por lo que había fuera sino por los ojos con que ahora lo miraba. Después se levantó de la cama como un sonámbulo, se dio una ducha, se vistió y rezó sus oraciones con fervor renovado. A continuación dio vueltas por la habitación, tratando de reconocer las cosas que lo rodeaban. Cosas pobres, familiares, objetos de cada día que, aunque eran símbolos de las dificultades cotidianas de su vida, de golpe parecían pertenecer a un tiempo feliz, perdido para siempre.

Llamaron a la puerta.

– ¿Si?

– Michael, soy John.

– Pasa.

El padre McKean se lo esperaba. Era normal que los lunes por la mañana tuvieran una reunión para tratar sobre las actividades y objetivos de la semana. Eran momentos difíciles, pero también de gratificante energía y de lucha contra las adversidades, a la luz del objetivo común que la pequeña comunidad Joy se había propuesto. Pero ese día su ayudante entró con expresión de querer estar en otro lugar y otro tiempo.

– Perdona que te moleste, pero hay algo de lo que quiero hablar contigo ya mismo.

– No me molestas. ¿Qué pasa?

Dada la confianza y el afecto que compartían, el hombre consideró pertinente un breve preámbulo.

– Mike, no sé qué te ha sucedido, pero estoy seguro de que me pondrás al corriente a su debido tiempo. Y me disgusta venir a molestarte con esto.

Una vez más el padre McKean se dio cuenta del tacto de John Kortighan y de lo afortunado que era de contar con alguien así en el personal de Joy.

– No es nada, John, nada importante. Pasará pronto, créeme. Te escucho…

– Tenemos problemas…

En Joy siempre tenían problemas de varios tipos. Con los chicos, con el dinero, con algunos colaboradores, con las tentaciones del mundo exterior. Pero los que esta vez traía John debían de ser nuevos e importantes.

– Esta mañana he hablado con Rosaria.

Rosaria Carnevale era una feligresa de Saint Benedict de visible origen italiano. Vivía en Country Club pero dirigía una sucursal del M &T Bank en Manhattan, donde se ocupaban de los intereses económicos de la comunidad y de la gestión del patrimonio legado por el abogado Barry Lovito.

– ¿Qué ha dicho?

John informó de aquello que no hubiera querido.

– Dice que ha estado haciendo malabarismos para que los ingresos mensuales que prevé el estatuto siguieran haciéndose. Pero ahora, a instancias de los presuntos herederos del abogado, ha recibido un nuevo emplazamiento del tribunal. Se suspenden los pagos hasta que haya sentencia firme de la causa.

Esto significaba que hasta que el juez no se pronunciara, aparte de la contribución del estado de Nueva York, faltaría el principal soporte económico de la comunidad. Con el peso de sus grandes necesidades, de ahora en adelante Joy tendría que confiar en sus propias fuerzas y en las donaciones espontáneas de gente de buen corazón.

El padre McKean volvió a mirar por la ventana, pensativo. Y luego habló. Fue la primera vez que John Kortighan percibió desaliento en su voz.

– ¿De cuánto disponemos en caja?

– Poco o nada. Si fuésemos una sociedad comercial yo diría que estamos en quiebra.

El sacerdote se volvió y una pequeña sonrisa forzada se dibujó en sus labios.

– Tranquilo, John. Saldremos de ésta. Ya lo hemos hecho otras veces y lo volveremos a hacer.

Pero en su tono no había rastros de la seguridad y la confianza que quería transmitir, como si hubiese dicho esas palabras más para ilusionarse que para convencer a su interlocutor.

John sintió que el frío de la realidad poco a poco se adueñaba de la habitación.

– Bien, entonces, te dejo. De los otros asuntos hablaremos más tarde. En comparación con lo que te he contado son minucias, Michael.

– Sí, John. Gracias. Te veré en un rato.

– Bien, te espero abajo.

El padre McKean vio cómo su hombre de confianza salía y cerraba la puerta con delicadeza. Le dolía verlo decaído por la situación financiera de Joy, pero más le dolía la sospecha de haberlo desilusionado.

«Soy Dios…»

Él no lo era. Ni quería serlo. Sólo era un hombre consciente de sus limitaciones terrenales. Hasta ese momento le había bastado servir a Dios de la mejor manera posible, aceptando todo lo que se le ofrecía y todo lo que se le pedía.

Pero ahora…

Cogió el teléfono móvil del escritorio y tras una breve búsqueda encontró el número de la archidiócesis de Nueva York. Después de unos tonos interminables, juzgados desde su impaciencia, una voz le respondió y él se identificó.

– Soy el reverendo Michael McKean de la parroquia de Saint Benedict, en el Bronx. También soy el responsable de Joy, una comunidad de acogida de chicos que han tenido problemas con las drogas. Quisiera hablar con la oficina del cardenal arzobispo.

Era habitual que sus presentaciones fueran más escuetas, pero había decidido poner en la balanza el cargo importante para que le pasaran la llamada sin dilación.

– Un momento, padre McKean.

El operador lo puso en espera. Pocos segundos después oyó una voz joven y educada.

– Buenos días, reverendo. Soy Samuel Bellamy, uno de los colaboradores del cardenal Logan. ¿En qué puedo serle útil?

– Necesito hablar con su eminencia lo antes posible. Personalmente. Créame, se trata de un asunto de vida o muerte.

Debía de haber transmitido la propia angustia de modo muy eficaz, porque en la respuesta de su interlocutor hubo auténtico pesar, además de preocupación.

– Lamentablemente el cardenal ha partido esta mañana para una breve estadía en Roma. Estará en la Santa Sede en entrevista con el Santo Padre. No regresará hasta el domingo.

De repente, Michael McKean se sintió perdido. Una semana. Había esperado poder compartir el peso de su preocupación con el arzobispo, recibir consejo, alguna indicación. El milagro de una dispensa no era siquiera una hipótesis lejana, pero el consuelo de la opinión de un superior en aquel momento le era indispensable.

– ¿Puedo hacer algo, reverendo?

– Lo lamento, pero no. Lo único que le pido es que me gestione una cita con su eminencia con la mayor urgencia.

– Le aseguro que lo haré. Y me ocuparé de avisarle personalmente, padre McKean, o dejaré un mensaje en su parroquia.

– Se lo agradezco.

McKean colgó, se sentó en el borde de la cama y sintió cómo el colchón cedía bajo su peso. Por primera vez, desde el momento en que había decidido ser cura, se sintió solo de verdad. Y, como aquel que al mundo le había enseñado el amor y el perdón, por primera vez le surgió preguntarle a Dios, el único y verdadero, por qué lo había abandonado.

20

Vivien salió de la comisaría y se dirigió a su coche. Había refrescado. El sol, que durante la mañana parecía intocable, ahora combatía con un viento del oeste llegado sin preaviso. Nubes y sombras se disputaban el cielo y la tierra. Parecía el destino anunciado de aquella ciudad: correr y correr sin lograr nunca atrapar nada.

Se encontró con Russell Wade en el exacto lugar donde lo había citado.

Todavía Vivien no había logrado formarse una idea sobre ese hombre. Cada vez que lo intentaba llegaba a un desvío impreciso, algo inesperado e improbable que terminaba desacreditando el dictamen que construía su pensamiento.

Y eso hacía que se sintiera mal.

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