THE ONLY FLAG
Estaba escrita con caracteres adecuados a la imagen. Vivien pensó en el significado de esa inscripción y en la ironía de la vida. Ampararse en la que, según ese hombre, era la única bandera posible, no lo había salvado de tener el peor de los finales.
De todos modos, el tatuaje podría ser la única indicación que permitiera identificar el cadáver; quizá perteneciera a un grupo o asociación particular.
Era toda la documentación, a la que se agregarían otros indicios que aparecieran.
El trabajo de investigación sería más bien aburrido. Una búsqueda en el DOB, Department of Buildings, de datos sobre dos edificios demolidos.
Las declaraciones de los propietarios e inquilinos.
Las denuncias sobre personas desaparecidas alrededor de esa fecha.
Cerró el dossier y cogió las dos fotos. Durante largo rato se quedó mirando a aquel muchacho de uniforme, de pie delante de un vehículo blindado, participante en una guerra que había traído más vergüenza que gloria. Después pasó a la imagen en que el chico mostraba al objetivo aquel extraño gato de tres patas. Se preguntó el porqué de la anomalía o mutilación y se dijo que, con toda probabilidad, no lo sabría nunca. Volvió a colocarlo todo dentro de una carpeta demasiado delgada como para ser considerada un verdadero dossier, y se apoyó en el respaldo de la silla. Debería haber escrito un informe, pero ahora no tenía ganas.
Se incorporó, atravesó la sala y salió al rellano, donde estaba la máquina de café. Apretó los botones y ordenó a su camarero mecánico un café con leche sin azúcar. Cuando el líquido estaba por llenar el vaso de plástico, Russell Wade apareció a su lado. No tenía la pinta de un tipo que quiere un café.
Vivien cogió su vaso y se volvió hacia él.
– ¿Ha terminado con su torturador?
– Con él sí. Ahora necesito hablar con usted.
– ¿Conmigo? ¿Y por qué?
– La foto de ese hombre… la que tiene en el escritorio.
– ¿Y bien?
– Lo conocía.
A Vivien no se le escapó la conjugación del verbo.
– ¿Sabe que lo mataron?
– Sí. Me he enterado.
– Si tiene informaciones sobre ese hombre, puedo ponerlo en contacto con los que se encargan de la investigación.
Wade mostró desconcierto.
– He visto la foto en su mesa. Creía que se encargaba usted.
– No. Son mis compañeros de Brooklyn. Que esa foto estuviera en mi mesa es una casualidad.
El hombre consideró necesario precisar algo:
– En todo caso, la muerte de Ziggy no es el centro de la cuestión. Por lo menos no del todo. Hay otro motivo mucho más importante. Pero de esto querría hablar en privado con usted y con el responsable del Distrito.
– En este momento el capitán Bellew está muy ocupado. Y no se lo digo como mera fórmula.
Él se quedó en silencio y la miró a los ojos. Vivien recordó el momento en que se había cruzado con él, el día en que lo excarcelaron. Recordó el sentimiento de tristeza y soledad que le había transmitido. No tenía ningún motivo para apreciar a ese hombre, pero ahora tampoco fue insensible ante la profundidad de su mirada.
La voz de Russell Wade sonó tranquila después de la pausa.
– Si le dijese que tengo indicios importantes como para llegar a quien ha hecho explotar el edificio del Lower East Side, ¿cree que el capitán me concedería un minuto?
Estaba sentado en una silla de plástico en una sala de espera en la segunda planta de la comisaría del Distrito 13. Un lugar anónimo, con paredes desteñidas, testigo de historias que con el tiempo también se habían desteñido. Pero su tiempo era el de hoy, su historia pertenecía al presente, que a menudo le era un momento difícil de vivir.
Se levantó y fue hacia la ventana que daba a la calle.
Hombres, mujeres y automóviles habitaban esa primavera caliente de viento y hojas nuevas. Como siempre, cuando el invierno moría, el frío no tenía más oportunidades y desaparecía el gris como único color posible, ese renacimiento llegaba como una sorpresa para impedir que la fe se transformase en mera ilusión.
Metió las manos en los bolsillos y, de algún modo, se sintió parte del mundo.
Después del descubrimiento en casa de Ziggy, después de haber leído la hoja que le pasara antes de morir y de haber comprendido, con desconcierto, de qué se trataba, el sábado y el domingo habían transcurrido en medio de una honda y atormentada reflexión. Interrumpida por noticiarios de televisión, por lectura de diarios y por el recuerdo del hombre ensangrentado que había muerto entre sus brazos.
Por fin, había tomado una decisión.
No sabía si era la justa, pero era una decisión suya, propia.
Ahora, en esa situación difícil e incierta, tenía clara una sola cosa. Que en ese momento de su vida había concluido algo y algo nuevo estaba por comenzar. Y él haría todos los esfuerzos, todo lo que estuviera en su mano, para que fuese algo importante y justo. Por una extraña broma del destino, en el momento en que se había encontrado frente a una enorme responsabilidad, el nudo que lo maniataba desde hacía años se había aflojado. Como en una nave que tuviese necesidad de una violenta borrasca para demostrar que era capaz de navegar.
Al principio, prisionero de la duda y el desaliento, se había preguntado qué habría hecho Robert Wade de estar en su lugar. Después entendió que era una pregunta equivocada. Lo importante era entender y decidir qué haría él, él mismo. Por fin, le había dado la espalda a un espejo en el cual durante años, por más que buscase la propia imagen, vio reflejada la de su hermano.
Toda la noche del domingo se había quedado en la cama mirando el techo, un espacio claro en la penumbra, con las luces y los sonidos de la ciudad que, del otro lado del ventanal, le recordaban que todos estamos solos pero que en realidad nadie lo está del todo.
Buscar era suficiente. Lo más difícil no era entender con quién, no cómo. Era saber cuál era el lugar. Y casi siempre estaba más cerca de cuanto se podía imaginar. Se levantó cuando a la mañana apagaron los anuncios luminosos y las farolas dando lugar al sol. La ducha terminó por borrar cualquier rastro de cansancio de la noche en vela.
Se había encontrado en el cuarto de baño, desnudo frente al espejo. La brillante superficie reflejaba ahora su cuerpo y su cara. Al fin sabía quién era y debía demostrárselo a sí mismo, no a otros.
Pero, sobre todo, ya no tenía miedo.
La puerta se abrió tras él y apareció la muchacha que se había presentado como detective Vivien Light.
Cuando hacía poco
¿poco?
Fue puesto en libertad y salió a la calle con el abogado Thornton, mientras subía al coche, la había visto a la altura de la puerta acristalada, inmóvil, como indecisa sobre si bajar los escalones o no hacerlo. El coche pasó delante de la joven y sus miradas se cruzaron. Un momento, un leve atisbo en el que no había juicio ni condena. Sólo una ráfaga de extraña comprensión que Russell no había olvidado. Al principio no había sabido que era policía, pero cuando volvió a verla, sentada con la foto de Ziggy en la mesa de la comisaría, entendió que quizás era la persona con quien podría hablar.
Que el «quizá» se volviera una certeza lo descubriría pronto.
La mujer se apartó y le indicó el pasillo.
– Vamos.
Russell la siguió hasta una puerta con vidrio esmerilado; tenía la leyenda «Capitán Alan Bellew» trazada en letra cursiva por una mano firme. A Russell le recordó imágenes de películas policíacas en blanco y negro de los años cuarenta. La detective empujó la puerta sin llamar y entraron en un despacho con muebles nada austeros.
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