– Uno que conocí y me daba cosas. Uno que organizaba…
Volvió a rompérsele la voz. Vivien comprendió que para ella todavía era difícil pronunciar ciertas palabras o usar algunas expresiones.
– ¿Recuerdas su nombre?
– El verdadero nombre no lo conozco. Todos lo llamaban Ziggy Stardust. Pienso que era un apodo.
– ¿Sabes dónde está… su número de teléfono?
– No. Sólo lo vi una vez. Después era siempre él quien llamaba.
Vivien tomó aire y trató de amortiguar las palpitaciones. Sabía contra qué tendría que luchar en los próximos días. Contra su rabia y su instinto. Contra el deseo de encontrar a ese bastardo, entrar en su madriguera y vaciarle un cargador en la cabeza.
Miró a su sobrina. Por primera vez la mirada que le devolvía la muchacha no proyectaba sombras. Sabía que a partir de ahora podría hablar con ella de un modo nuevo. Un modo que Sundance entendería.
– Hay algo que está sucediendo en esta ciudad, algo espantoso que podría costar muchas vidas humanas. Por eso toda la policía de Nueva York está en alerta máxima, y por eso esta noche debo ir a comisaría. Para tratar de evitar que vuelva a suceder.
Le dejó un tiempo para que asimilara sus palabras.
– Pero te prometo una cosa: no tendré paz hasta que haya logrado que ese hombre no le haga más daño a nadie. Nunca más.
Sundance sólo respondió con un gesto de asentimiento. En ese momento no se necesitaba nada más entre ellas. Vivien encendió el motor y enfiló el coche hacia Joy, un lugar que seguiría siendo por un tiempo el hogar de su sobrina. Estaba ansiosa por contarle al reverendo McKean los progresos habidos, pero mientras se adentraba en el tráfico no pudo evitar otro pensamiento que la rondaba. Fuera quien fuese ese fantasmal Ziggy Stardust, su vida se transformaría en un infierno.
Vivien traspuso las puertas de vidrio y entró en la comisaría.
Fuera de la entrada había dejado una espléndida y azul mañana de sol que no tenía ganas de acompañarla al interior. Se reencontró en la gran sala incolora con azulejos otrora blancos. Normalmente ése era para ella un lugar familiar, un sitio de frontera en medio de la civilización donde, no obstante, lograba encontrar un sentido de hogar que en otros lugares ya no veía.
Hoy era diferente. Hoy había algo anómalo en el aire y dentro de ella, una sensación de inquietud y eléctrica espera que no lograba definir. Alguna vez había leído que en tiempos de paz el guerrero se combate a sí mismo. Se preguntó qué tipo de guerra tendrían que librar en adelante. Y cuánto espacio le quedaría a cada uno para el propio conflicto interior, fuera grande o pequeño.
En una comisaría la paz no era una expectativa. Era un sueño.
Con la mano saludó a los agentes del mostrador y se dirigió a la puerta que llevaba a la planta superior. Subió las escaleras y dejó atrás la sala de reuniones donde la noche anterior el capitán Bellew había definido la situación ante los inspectores y agentes que en ese momento no estaban de servicio. Apoyado en el escritorio, los había puesto al día de lo que les esperaba.
– Como ya habrán entendido, es un asunto muy feo. Ya está confirmado que la explosión del edificio de la calle Diez ha sido consecuencia de un atentado. Los expertos han encontrado restos de explosivo de la peor clase. Es decir, trotil (o sea, trinitrotolueno) combinado con napalm. Es el único detalle que la prensa todavía no conoce, pero, como siempre sucede, no tardará en saberlo. Quien ha hecho esto quería un grado máximo de destrucción, combinando el efecto incendiario con una potencia demoledora. El edificio fue minado con precisión de relojero. Cómo los culpables lograron distribuir de modo tan preciso las cargas sin ser vistos, es un misterio. Sobra que les diga que están trabajando todos: FBI, NSA y muchos otros. Y, obviamente, nosotros.
Bellew hizo una pausa.
– Esta mañana, durante la reunión en la oficina del jefe, también estaban el alcalde y un par de peces gordos procedentes de Washington en representación del presidente. El nivel de Defcon ha subido a escala nacional, lo que significa que todas las bases y los aeropuertos militares están en alerta máxima. La CIA está trabajando para comprender qué está sucediendo. Les cuento estopara transmitirles cuál es el pulso del país en estos días.
Vincent Narrow, un detective alto y corpulento sentado en la primera fila, levantó la mano. El capitán le concedió la palabra.
– ¿Ha habido alguna reivindicación?
Todos se estaban preguntando lo mismo. No obstante el tiempo transcurrido desde el 11 de Septiembre, sus fantasmas estaban lejos de haberse esfumado.
Bellew sacudió la cabeza.
– Nada en absoluto. Hasta el momento, todo lo que se sabe es lo que ha dicho la televisión. Al Qaeda se ha desvinculado mediante un comunicado en Internet. Dicen que ellos no han sido. Los expertos en informática están verificando la autenticidad del mensaje. Siempre está latente la posibilidad de otros grupos de fanáticos de diferentes tipos. Pero por lo general se apresuran a reclamar los méritos de sus acciones.
Otra pregunta llegó desde el fondo de la sala.
– ¿Alguna pista?
– Ni siquiera una sombra. Aparte del acoplamiento inusual de los dos explosivos.
Por fin, Vivien formuló la pregunta de la que todos temían su respuesta.
– ¿Cuántas víctimas?
Antes de responder, el capitán suspiró.
– Hasta el momento, más de noventa. Por suerte el número de muertos se limita por el hecho de que siendo sábado muchos estaban fuera, o cenando o de fin de semana. Pero me temo que aumentarán. Hay personas horriblemente quemadas. Muchos heridos no sobrevivirán.
El capitán hizo silencio para que los presentes asimilaran las cifras. Y para que en la mente las unieran a las imágenes que se estaban difundiendo en todo el mundo.
– No es como la masacre del 11 de Septiembre, pero es posible que sólo estemos al principio, dada la habilidad y experiencia que han demostrado los culpables. Os exhorto a estar con los ojos y los oídos muy abiertos. Sigan con sus respectivas investigaciones, pero mientras tanto no descuiden nada, ni el más mínimo detalle. Pasen la voz a los informadores. Si fuera necesario, estamos autorizados a prometer recompensas de todo tipo, inclusive el indulto por ciertos delitos a quien esté en condiciones de suministrar informaciones útiles.
Cogió unas fotos del escritorio y se las mostró a los agentes.
– Son fotos hechas en los alrededores del lugar del atentado. Serán expuestas en la vitrina de ahí fuera. A veces a los maníacos les gusta ver las consecuencias de sus canalladas. Tal vez no sirva de nada. En cualquier caso echadles una ojeada. Nunca se sabe de dónde puede llegar una pista. Por el momento es todo.
La reunión se disolvió y los presentes salieron comentando los hechos. Algunos volvieron a casa, otros se esparcieron por la dudad para vivir ese fragmento de domingo. Todos con una nueva arruga en la cara.
Vivien, que había bajado del Bronx directamente a comisaría, estaba otra vez en su coche y se había acoplado al tráfico perezoso rumbo a su casa. Al día siguiente la dudad despertaría e iniciaría su carrera furibunda no se sabía hacia qué, guiada por lo acostumbrado y quizá por algún «porque». Pero por el momento había calma y tiempo para pensar. Y era lo que Vivien necesitaba. Apenas llegada a casa se duchó y se metió en la cama, tratando inútilmente de leer un libro. En lo que quedaba de la noche durmió poco y mal. Las palabras del capitán, unidas a lo que habían visto ella y Sundance, la habían inquietado. Además, la había desorientado el comportamiento del padre McKean cuando se encontraron en Joy. Había hablado con él sobre los progresos en la relación con su sobrina, sobre la apertura hacia ella, sobre el nuevo rumbo de la relación. La respuesta que tuvo no había sido la que esperaba. El sacerdote había recibido la noticia con una sonrisa tibia y con palabras que más parecían de circunstancia que de contento por el resultado que ella y Sundance había obtenido. No parecía la persona que Vivien había aprendido a conocer y admirar desde que la conoció. Varias veces había desviado la conversación hacia el tema del atentado, informándose sobre la modalidad, el número de víctimas, la investigación. Vivien había captado un malestar extraño, ambiguo, algo que sin duda el padre McKean llevaba dentro de sí y no había transmitido.
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