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Giorgio Faletti: Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato» Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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Frank se levantó y estrechó la mano que Durand le ofrecía. De momento, y quizá por siempre, era lo máximo que los dos podían hacer.

Después Durand volvió a ser lo que era, un procurador general frío, elegante y con una ligera pretensión de eficiencia.

– Ahora, si me permiten, los dejo. Ya nos veremos, director. Felicitaciones también a usted.

Roncaille esperó oír el ruido de la puerta que se cerraba. Su expresión se alivió notablemente. Más que nada, se volvió menos formal.

– ¿Qué hará ahora, Frank? ¿Volverá a Estados Unidos?

Frank hizo un gesto indefinido, que podía indicar tanto la nada absoluta como cualquier lugar del mundo.

– No lo sé. Por el momento echaré un vistazo por allí. Ya veremos. Tengo tiempo para decidir…

Se saludaron y al fin Frank consideró que ya podía marcharse. Cuando ya tenía la mano en el picaporte, la voz de Roncaille lo detuvo.

– Una última cosa, Frank…

Frank se quedó inmóvil.

– ¿Sí?

– Quería confirmarle que ya he dispuesto lo que me pidió, a propósito de Nicolás Hulot.

Frank se giró e inclinó apenas la cabeza, como corresponde ante el comportamiento de un adversario caballeresco que ha demostrado ser un hombre de honor.

– No lo he dudado ni siquiera por un instante.

Salió del despacho y cerró la puerta detrás de sí. Mientras avanzaba por el pasillo se preguntó si Roncaille sospecharía alguna vez que sus últimas palabras habían sido una gran mentira.

64

Frank salió por la entrada principal de la Süreté Publique del principado de Monaco y se encontró con el sol. Entrecerró los ojos para protegerse del súbito fulgor después de la escasa luz de los pasillos de la central. El Frank Ottobre de poco tiempo atrás habría sentido fastidio por esa luminosidad plena, por esa demostración inconfundible de vida.

Ya no.

Ahora bastaba un simple par de gafas oscuras. Extrajo las Ray-Ban del bolsillo de la chaqueta y se las puso. Habían sucedido muchas cosas, casi todas feas, algunas horribles. Habían muerto tantas personas… Ahora y en el pasado. Una de ellas era su amigo Nicolás Hulot, uno de los pocos hombres, entre los muchos a los que había conocido, a los que esa definición no quedaba grande.

De pie en medio de la calle Notari se hallaba el inspector Morelli, que lo esperaba, con las manos en los bolsillos. Frank bajó la corta escalera y lo alcanzó con calma. Mientras se acercaba, se sacó las gafas que acababa de ponerse; Claude se merecía que lo mirara a los ojos, sin pantallas ni barreras. Le sonrió y consiguió hablar con tono ligero, quizá un poco cansado, pero verdadero.

– Hola, Claude, ¿qué haces aquí? ¿Esperas a alguien que no llega?

– No, mí estimado colega. Yo solo espero a personas que sé que van a llegar. En este caso específico, te esperaba a ti. Supongo que no pensabas irte sin más, ¿verdad? Me debes algo. Te considero responsable de un regreso de Niza en un coche conducido por un loco de atar.

– Xavier, ¿eh?

– El ex agente Xavier, querrás decir, que ahora está consultando desesperadamente las páginas de ofertas de trabajo, poniendo particular atención a las empresas de jardinería. Esas que piden personal para conducir tractores desmalezadores…

Justo en aquel momento el agente Xavier Lacroix llegó por la calle Suffren Raymond al volante de un coche patrulla. Mientras pasaba ante ellos, sonrió y saludó con la mano por la ventanilla. Se detuvo un poco más adelante, apenas el tiempo necesario para que subiera otro agente que lo esperaba en la calle y volvió a partir enseguida.

En el rostro de Morelli apareció de golpe la expresión de quien ha sido sorprendido en falta. Frank rió. Le alegraba que entre ellos hubiera un trato natural, un clima tan distinto del que acababa de dejar arriba, en el despacho de Roncaille.

– Si no lo has hecho antes, esta me parece una buena razón para cazar al agente Lacroix. Tengo la sospecha de que, por su culpa, acabas de hacer el ridículo.

– ¿Quién, yo? ¿Y qué? No era más que un poco de sano humor… Y bien, ¿qué piensas hacer en el futuro inmediato?

Frank hizo un gesto vago.

– Quizá me dedique a andar un poco sin rumbo…

– ¿Solo?

– ¡Pues claro! ¿Quién querría estar con un ex agente del FBI agujereado como un colador?

Morelli tuvo su revancha. Justo en ese momento, una camioneta Laguna metalizada apareció del mismo lugar de donde había llegado el coche de Xavier y se detuvo junto a ellos. Al volante iba Helena Parker, el rostro sonriente y una mirada que parecía no pertenecerle. Si alguien, apenas una semana atrás, hubiera fotografiado sus ojos y los hubiera comparado con los ojos que mostraba ahora, le habría costado creer que se trataba de la misma mujer. Stuart, sentado en el asiento de atrás, observaba con curiosidad la entrada de la central de la Süreté Publique.

Morelli miró a Frank con ironía.

– Conque solo, ¿eh? Pues parece que algo de justicia existe en este mundo… Ahora tú subirás a este coche, y Lacroix mantendrá su puesto…

Le tendió la mano, que Frank estrechó con placer. Ahora el tono era distinto. Era el tono del que ha visto muchas cosas y habla con un amigo que también las ha visto.

– Anda, antes de que esta mujer se dé cuenta de que eres un hombre más agujereado que un colador y decida marcharse sola. Aquí, la historia ya ha terminado.

– Ya. Esta ha terminado, sí. Pero mañana, en alguna parte, comenzará otra.

– Así son las cosas, Frank, en Montecarlo o en cualquier otro lugar… Aquí solo es un poco más brillante.

Morelli dudó si preguntarle algo más. No por inseguridad, sino por un sentido de la discreción que Frank le agradecía.

– ¿Ya has decidido qué harás después?

– ¿Te refieres al trabajo?

– Sí.

Frank se encogió de hombros, indiferente. Morelli sabía muy bien que no era así, pero por el momento no se podía pretender mucho más.

– En estos momentos el FBI es como el paraíso: puede esperar. Ahora lo único que necesito son unas buenas vacaciones, unas vacaciones de verdad, esas en las que uno ríe y se divierte con personas queridas.

Hizo un gesto significativo en dirección al coche.

De pronto Morelli agrandó los ojos y se llevó una mano al bolsillo de la chaqueta.

– ¡Caramba! Casi me olvidaba. Menos mal que me he acordado, pues de lo contrario tendría que haberte hecho perseguir por la policía de media Francia para dártela.

Le tendió un sobre liviano de papel celeste.

– Sin contar que la persona que me ha dado esta carta para ti no me habría perdonado.

Frank lo observó un instante, sin abrirlo. Vio el nombre escrito con letra femenina, delicada pero no afectada. Imaginaba de quién podía ser. Por el momento se la guardó en el bolsillo. Hizo ademán de abrir la puerta del coche.

– Adiós, Claude. En Estados Unidos decimos take it easy, tómatelo con calma.

– Tú te lo tomarás con calma, paseando por el mundo, de vacaciones.

Como si quisiera confirmar aquel augurio, del interior del coche llegó la voz aguda de Stuart.

– Vamos a Eurodisney -dijo en inglés.

Morelli dio un paso atrás y alzó los ojos al cielo. Fingió una expresión desolada, para divertir al niño, que se asomaba por el espacio entre los dos asientos delanteros. Respondió en buen inglés, apenas matizado por su erre francesa.

– Mira qué bonito. Vosotros en Eurodisney y yo aquí, tirando del carro.

Hizo una leve concesión al mundo y a los presentes.

– En Montecarlo, de acuerdo, pero siempre trabajando sin cesar y solo como un perro.

Frank subió al coche, cerró la puerta y abrió la ventanilla. Se dirigió a Helena, pero de modo que el inspector le oyera.

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