Giorgio Faletti - Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato»
Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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Frank notó que el cuerpo de Morelli se relajaba cuando vio que sobrevivirían. Recorrieron un breve trecho en línea recta y Xavier comenzó a desacelerar. Apagó la sirena al entrar en el carril de acceso a la Terminal 2, donde un cartel indicaba la zona de descarga de equipaje y desembarque de pasajeros, llamada «Kiss and Fly», donde solo se permitía un breve alto.

Frank sonrió para sí.

«Kiss and Fly»: un beso, y a volar.

No creía que Parker lo besara antes de partir.

En lugar de seguir el recorrido normal, se detuvieron ante un acceso reservado, protegido por una barrera y por dos vigilantes del aeropuerto de la Costa Azul. Al ver las insignias de la policía, los agentes levantaron la barrera y les permitieron pasar. Poco después el coche se detuvo con suavidad en la terminal de salidas internacionales.

Morelli se volvió de repente hacia el conductor.

– Si a la vuelta conduces así, te garantizo que el próximo volante que tendrás en las manos será el de un tractor para cortar hierba. Las empresas de jardinería contratan de buena gana a los ex policías…

Frank sonrió; se asomó desde el asiento posterior y, solidariamente, apoyó una mano en el hombro del agente.

– No te preocupes, campeón. Morelli ladra pero no muerde.

Su móvil comenzó a sonar. Imaginaba quién podía ser. Metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el aparato. El sonido era tan imperioso que le sorprendió que el aparato no estuviera caliente, como si la campanilla tuviera un efecto térmico más que sonoro.

– ¿Diga?

– Hola, Frank. Soy Froben. ¿Dónde estás?

– Acabo de llegar al aeropuerto. Estoy bajando del coche.

La voz del comisario no reflejaba solo simple alivio, sino auténtico consuelo.

– ¡Menos mal! Nuestro amigo está que arde. Dentro de poco declarará él solo la guerra a Francia. Ni te cuento lo que he tenido que inventar para mantenerle aquí…

– Te creo. Pero te aseguro que no era un capricho. Me has hecho uno de los mayores favores de toda mi vida.

– Vale, vale. Basta ya, o me echaré a llorar y se me estropeará el móvil. Acaba con los agradecimientos y corre a quitarme de las manos esta patata caliente. Voy a tu encuentro.

Frank abrió la puerta del coche. La voz de Morelli lo detuvo un instante cuando ya tenía un pie en el asfalto.

– ¿Te esperamos?

– No. Ve. Para volver ya me las apañaré solo.

Iba ya a marcharse, pero se detuvo un momento. La prisa no quita la gratitud.

– Ah, Claude…

– ¿Sí?

– Mil gracias. A los dos.

Morelli lo miró por encima del asiento delantero.

– ¿Gracias por qué?… Ve, ve, que te esperan…

Antes de bajar, Frank dirigió una mirada cómplice a Xavier.

– Apuesto mil euros contra una tarjeta de visita de Roncaille a que no consigues regresar a Montecarlo tan deprisa como hemos llegado hasta aquí…

Cerró la puerta sonriendo por las protestas de Morelli. Pero cuando oyó a su espalda el motor del coche que arrancaba, su sonrisa ya había desaparecido.

La captura de Jean-Loup y el fin de la pesadilla habían sumido a los hombres de la Süreté Publique de Montecarlo en una especie de anticipada celebración navideña. Aunque no había guirnaldas ni adornos ni brindis, porque todos los muertos que ese hombre había dejado en el camino prohibían todo tipo de festejo. Aun así, verlo llegar esposado a la central había sido para todos, en pleno verano, como un hermoso regalo encontrado bajo el árbol. Si alguien pensó que Nicolás Hulot no se encontraba allí para compartir aquel momento, se lo guardó para sí. El hecho de haberlo detenido gracias a una genial intuición de Frank, sumado a que lo hubiera capturado él solo, sin ayuda de nadie, había aumentado en grado sumo la estima general en que le tenía la policía monegasca, o bien la había despertado entre aquellos que hasta entonces no habían creído en él. Frank sonrió cuando había que sonreír, estrechó las manos que le tendían, recibió las felicitaciones y formó parte de una alegría que solo compartía en parte. Se sumó a la atmósfera general de triunfo, ya que no deseaba ser un aguafiestas, el único hombre que no sonríe en la foto.

No obstante, no tardó en hacer algo que durante aquel día se había convertido en un ritual. Miró su reloj. Y pidió un coche para llegar lo más deprisa posible al aeropuerto de Niza.

Atravesó la acera en dos zancadas. La puerta de cristal de la terminal reconoció su prisa y se abrió dócilmente a su paso. Apenas la cruzó se encontró ante la figura familiar del comisario Froben, que al verlo soltó un fuerte resoplido e hizo como que se enjugaba el sudor de la frente.

– Jamás sabrás cuánto placer me causa verte.

– Jamás sabrás cuánto me lo imagino.

Frank respondió con el mismo tono jovial, pero ambos habían dicho la verdad.

– No sabes las cosas que he tenido que hacer para convencer a nuestro hombre de que no hacía falta ninguna intervención oficial. Casi he tenido que ponerle las manos encima, ¡porque ya tenía un dedo en el teléfono para llamar al presidente de Estados Unidos! Bien, ya sabes… Se ha resignado a perder un avión, pero el próximo vuelo a su país sale dentro de poco más de una hora. Si pretendes seguir reteniéndole, te aviso que el general Parker es sumamente difícil de manejar.

– Nada que puedas decirme de Parker me asombrará. Podría contarte algunas cosas que te dejarían con la boca abierta.

Mientras hablaban, iban andando a toda prisa hacia el sector del aeropuerto donde Froben había confinado a la familia Parker. Cuando llegaron a las barreras de control, el comisario mostró su placa a los agentes del detector de metales. Un policía de uniforme les indicó un paso lateral, con lo que pudieron evitar la cola de pasajeros que esperaban a que les revisaran el equipaje de mano. Doblaron a la izquierda, en dirección a las puertas de embarque.

– Hablando de cosas asombrosas, ¿cómo marcha el otro asunto? ¿Me equivoco, o hay novedades?

– ¿Te refieres a Ninguno?

– Exacto.

– Lo hemos atrapado -dijo Frank con voz neutra.

El comisario lo miró estupefacto.

– ¿Cuándo?

– Hace más o menos una hora. En estos momentos ya está en prisión.

– ¿Y me lo dices así?

Frank lo miró e hizo un gesto vago con la mano.

– Eso ya terminó, Claude. Capítulo cerrado.

No tuvo tiempo de añadir más, porque habían llegado a la puerta de una salita reservada, vigilada por un agente.

Frank se detuvo delante de la puerta, detrás de la cual se hallaban Nathan Parker, Helena y Stuart. Uno de ellos obstaculizaba el presente; los otros dos formaban parte de su futuro. Se quedó mirando la hoja de madera como si fuera transparente y pudiera ver a través de ella lo que estaban haciendo las personas que esperaban dentro.

Froben se le acercó y le puso una mano en el hombro.

– ¿Necesitas ayuda, Frank?

En su voz se percibía un sutil tono protector. Ese hombre poseía una sensibilidad que contrastaba con su apariencia de leñador.

– No, gracias. Ya me has dado toda la ayuda que necesitaba. Ahora debo arreglármelas solo.

Frank lanzó un profundo suspiro y abrió la puerta.

Entró en una de las tantas anónimas y confortables salas VIP que se encuentran en los aeropuertos a disposición de los pasajeros que vuelan en un billete de primera clase. Butacas y sofás de piel, pintura color pastel en las paredes, tapetes en el suelo, un espartano self service a un lado, reproducciones de Van Gogh y de Matisse junto a algunos carteles de compañías aéreas en marcos de acero satinado. Reinaba la habitual sensación de precariedad que suele percibirse en esa clase de lugares, como si tantas llegadas y salidas dejaran en el aire, a pesar del confort, una sensación de desolación.

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