Giorgio Faletti - Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato»
Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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Jean-Loup se agachó y desapareció en el matorral donde había caído el cuerpo de Mosse.

Cuando se incorporó, el animal feroz que llevaba dentro había desaparecido, y la hoja del cuchillo estaba cubierta de sangre.

Frank no pudo ver el resultado final de la lucha, porque mientras tanto, había llegado cerca del lugar donde se hallaba Pierrot colgado del árbol. Vio en el rostro del muchacho los signos del miedo, pero sobre todo la marca inquietante del agotamiento. Las manos que se aferraban a su providencial soporte estaban congestionadas por el esfuerzo. Se dio cuenta de que no lograría resistir mucho más. Frank le avisó de su presencia e intentó tranquilizarle hablándole con calma para infundirle una seguridad que él mismo no tenía.

– Estoy aquí, Pierrot. Ahora bajo a cogerte.

El muchacho estaba tan extenuado que no encontró fuerzas para responder. Frank miró alrededor. Se hallaba en el punto exacto donde se encontraba Jean-Loup cuando Mosse le había disparado la primera vez, después de quitarse el cinturón.

¿Por qué?

Por segunda vez se preguntó cuál sería la razón de aquel gesto, de qué manera se proponía usar el cinturón para socorrer a Pierrot. Levantó la cabeza y vio que a un par de metros por encima de la acacia a la que se aferraba Pierrot, había un tronco reseco, más o menos de las mismas dimensiones. Las hojas habían caído hacía tiempo y las ramas se tendían hacia el cielo como si por un capricho de la naturaleza las raíces hubieran crecido al revés. De pronto comprendió cuál era la intención de Jean-Loup. Actuó deprisa. Se quitó el móvil del bolsillo de la camisa y desenganchó del cinturón el sujetador de la funda de cuero. Los apoyó sobre la cornisa, cerca de la bolsa de tela abandonada por Jean-Loup.

Puso la pistola en la cintura del pantalón y se estremeció ligeramente al contacto del metal frío del arma contra la piel. Cogió el cinturón y probó el grosor de la correa y la robustez de la hebilla. Ambas parecían bastante resistentes para lo que se proponía hacer. Introdujo de nuevo el cinturón en la hebilla y lo ajustó en el último agujero, de modo que formara una especie de lazo flexible de piel, lo más largo posible.

Miró la pendiente, por debajo de él. Alcanzar el árbol muerto no resultaría fácil, pero sí posible. Se movió con cautela. Con los pies firmemente apoyados en el suelo y agarrándose de las matas -que rogó tuvieran raíces profundas en la tierra- llegó al tronco reseco. El contacto con la corteza rugosa de algún modo le recordó la imagen del cadáver que habían encontrado en el refugio. Un crujido amenazador proveniente del árbol sustituyó de golpe esa imagen por la visión de su cuerpo que caía rodando por el declive. Lo que valía para Pierrot se aplicaba también a él: si el tronco cedía o él perdía pie, no sobreviviría a la caída. Procuró no pensar en nada; solo esperaba que el árbol fuera lo bastante robusto para soportar el peso de los dos. Se estiró sobre el tronco y tendió un brazo hacia abajo, cogiendo el cinturón con la mano derecha y tratando de bajarlo lo más posible hacia el muchacho.

– ¡Agárralo, Pierrot!

Vacilante, el muchacho alargó una mano hacia lo alto, pero volvió a bajarla precipitadamente para volver a crisparla alrededor del tronco de la acacia.

– No llego…

Frank se había dado cuenta de ello aun antes de que Pierrot se lo dijera; el largo de sus brazos sumado al del lazo de piel no bastaba para alcanzarlo. Había una sola cosa que podía hacer. Se sujetó al tronco con las piernas y quedó colgando en el vacío, como un trapecista; se dobló para poder apoyar los hombros contra la tierra y tener una mejor vista para dirigir desde lo alto los movimientos de Pierrot. Sosteniendo con las dos manos el lazo formado por el cinturón, esta vez logró hacerlo descender lo suficiente para que llegara a la altura del muchacho.

– A ver, inténtalo ahora. Suelta el árbol y agárrate al cinturón, primero una mano y después la otra.

Siguió con la mirada la maniobra titubeante, casi en cámara lenta, con que Pierrot llevó a cabo la operación. A pesar de la distancia oía el ruido de su respiración, llena de angustia y fatiga. El tronco del que colgaba Frank, sobrecargado con el nuevo peso, lanzó un crujido siniestro, mucho más inquietante que el primero. Frank sabía que Pierrot se sostenía solo gracias a sus brazos y sus piernas sujetas al tronco. Estaba seguro de que, en su lugar, Jean-Loup le habría subido sin gran esfuerzo, al menos hasta que hiciera pie o encontrara un asidero menos precario, como el árbol del que él pendía como un murciélago. Frank rogó con todas sus fuerzas poder hacer lo mismo.

Comenzó a tirar hacia arriba, mientras sentía que la violencia del esfuerzo se sumaba a la sensación casi dolorosa de la afluencia de sangre a la cabeza, provocada por su posición.

Vio que Pierrot subía centímetro a centímetro, tratando de ayudarse con la punta de los pies. Debido al cansancio, Frank notaba un terrible escozor en los músculos de los brazos, como si en el ligero tejido de la camisa se hubiera prendido fuego.

La pistola que llevaba en la cintura, atraída por la fuerza de gravedad, se salió y cayó. Rozó la cabeza de Pierrot y se perdió rebotando en la hondonada.

En ese momento partió del tronco un ruido que resonó como un disparo, semejante al crepitar de un leño en una chimenea.

Frank continuó tirando con todas sus fuerzas. A cada segundo el dolor en los brazos se hacía más insoportable, como si en sus venas la sangre se hubiera transformado en ácido sulfúrico puro. Tuvo la impresión de que su carne se deshacía y dejaba a la vista su esqueleto, y que luego sus huesos, ya sin la protección de los músculos, se despegaban de los hombros y se precipitaban hacia abajo, junto con el cuerpo de Pierrot.

A pesar de todo, Pierrot continuaba subiendo poco a poco. Frank seguía tirando desesperadamente hacia arriba, haciendo fuerza con las piernas, apretando los dientes, sorprendido por su resistencia. De pronto sentía el deseo de soltar, de abrir las manos para hacer cesar ese suplicio, ese fuego. Y al instante siguiente sentía que de algún lugar de su interior llegaba una fuerza renovada, como si hubiera una reserva de energía almacenada en alguna zona oscura de su cerebro, en un desván secreto que solo la rabia y la obstinación podían abrir.

Ahora Pierrot había llegado lo bastante alto para permitirle ayudarse con el cuerpo. Frank arqueó la parte superior del pecho, que estaba en contacto con la tierra, y logró engancharse el cinturón al cuello, con lo que parte del peso pasaba a los músculos de los hombros y la espalda. El alivio de los brazos fue inmediato. Después, aferrando el cinturón con una mano, tendió la otra hacia Pierrot. Con el poco aliento que todavía le quedaba, le indicó cómo se proponía proceder.

– Ahora haz lo mismo que has hecho antes. Suelta el cinturón, con calma, primero una mano y luego la otra. Agárrate a mis brazos y trepa. Yo te sostengo.

Frank no estaba seguro de que pudiera cumplir aquella promesa. Sin embargo, cuando Pierrot soltó su asidero y le liberó el cuello, experimentó una intensa sensación de alivio, como si alguien le hubiera echado agua fresca en la piel cubierta de sudor.

Notó el apretón frenético de las manos de Pierrot en los brazos. Poco a poco, centímetro a centímetro, aferrándose como podía a su cuerpo y a su ropa, el muchacho continuó su lento ascenso. A Frank le sorprendió que tuviera tanta fuerza. El instinto de conservación era un aliado extraordinario, una especie de doping natural. Rogó que esa fuerza no le fallara cuando se hallaba tan cerca de la salvación.

Apenas lo tuvo al alcance de la mano, Frank agarró a Pierrot por la cintura del pantalón y tiró hacia arriba, para ayudarle a alcanzar el tronco. Los ojos le ardían por el sudor. Los cerró y volvió a abrirlos, mientras notaba cómo se deslizaban lágrimas de esfuerzo en las cejas y en la frente. Ya no podía ver nada. Solamente sentía los frenéticos movimientos del cuerpo de Pierrot deslizándose contra el suyo, que ya era un solo, único, desesperado lamento de dolor.

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