Sin apartar los ojos de su amigo, Pierrot se desplazó en silencio, tratando de imitar los movimientos de Jean-Loup, que entraba y salía de las matas sin mover ni una hoja del follaje.
Cuando llegó al punto más elevado vio que era una posición perfecta para llamar la atención de Jean-Loup sin que le vieran desde la casa. Más abajo había un saliente rocoso, no muy grande, pero sí lo suficiente para sostenerle de pie. Desde allí podría hacer señas a su amigo, o hasta llamarle en voz baja, sin que ningún policía se diera cuenta.
Bajó con cuidado por la pendiente hasta llegar lo más cerca posible del saliente, y se preparó flexionando las rodillas. Alzó los brazos al cielo y saltó. Apenas sus pies se apoyaron en el suelo, la piedra porosa cedió bajo su peso y el pobre Pierrot comenzó a rodar por la cuesta, gritando en el vacío.
Frank avanzaba con lentitud en la oscuridad más absoluta.
Tras un atento examen del túnel, había visto que tenía altura suficiente para permitirle avanzar agachado sin demasiado esfuerzo. No era la posición más cómoda, pero sí la menos peligrosa, dada la situación. Con una sonrisa amarga pensó que ninguna situación podía definirse mejor que esa como «un salto en la oscuridad».
Al cabo de unos pasos, con la impresión de caminar como un perro amaestrado, ya no contó con la ayuda de la leve claridad que provenía del refugio y penetró en la negrura absoluta. Aunque sus ojos habían tenido tiempo de adaptarse a la oscuridad, no veía absolutamente nada.
Con la pistola en la mano derecha, iba con el cuerpo apoyado en la pared de la izquierda, algo inclinado hacia atrás, para poder ir tanteando con la mano libre y controlar que no hubiera obstáculos o, peor aún, agujeros en los que pudiera caer. Si le sucediera algo allí abajo, en ese tubo cuya existencia ignoraban todos, no saldría hasta el día de la resurrección.
Se desplazaba con cautela, metro a metro. Las piernas comenzaban a dolerle, sobre todo la rodilla derecha, la que se había lesionado en un partido de fútbol americano y había necesitado una operación de menisco y ligamentos cruzados; la misma que le había impedido seguir jugando en el equipo del college y en competiciones profesionales, de haber aspirado a ello. Para no sobrecargar la articulación se empeñaba en ejercitar con regularidad los músculos de las piernas, pero de un tiempo a esta parte, desgraciadamente su entrenamiento dejaba bastante que desear. Por otra parte, la posición a la que se veía obligado a mantener para avanzar por el túnel habría puesto a prueba hasta las rodillas de un levantador de pesas.
Se estremeció. En aquel agujero hacía frío. Sin embargo, debido a la tensión nerviosa, notaba el sudor en las axilas y en la tela liviana de la camisa. En el aire escaso flotaba un olor a hojas podridas y humedad, sumado al del cemento que revestía el camino subterráneo. De vez en cuando tocaba con las manos alguna raíz que había logrado introducirse en una fisura. La primera vez se había sobresaltado y había retirado la mano como si se hubiera quemado. Enseguida pensó que, dado que el conducto llevaba al exterior, no era improbable que algún animal pudiera entrar en él y elegirlo para hacer una cómoda madriguera. Frank no era un hombre impresionable, pero la idea de tener un contacto físico con una culebra o una rata no le tentaba en absoluto, ni en ese momento ni nunca.
Pensó que esa larga cacería del asesino contribuía a dar cuerpo a todas sus fantasías. La situación en que se hallaba ahora era la misma que había imaginado cada vez que pensaba en Ninguno. Avanzar a paso lento, rastrero, furtivo, en medio del frío y la humedad que son desde siempre el reino de las ratas. Y también, al mismo tiempo, el cuadro exacto de lo sufrido durante la investigación: una marcha lenta, a pequeños pasos, fatigosa, en la oscuridad total, esperando un delgado rayo de sol que los sacara de las tinieblas.
«Destrúyenos, pero en la luz…»
En aquella ceguera total, acudió a su mente un famoso pasaje de la Ilíada, la oración de Ayax. La había estudiado en el colegio, hacía un millón de años. Los troyanos y los aqueos combatían cerca de las naves y Zeus envió niebla para ofuscar la vista de los griegos, que estaban sucumbiendo. Entonces Ayax elevó una oración al padre de todos los dioses, una oración afligida, no para conseguir la salvación sino para poder ir hacia la oscuridad de la muerte en la luz del sol. Frank recordaba aún las palabras con que su héroe preferido concluía su plegaria.
Una brusca inclinación del túnel lo ayudó a volver a concentrarse. Notó que ahora el suelo, o la parte que tenía bajo los pies, se inclinaban sensiblemente hacia delante. No había muchas probabilidades de que el conducto se volviera intransitable. A fin de cuentas, se había construido para que lo recorrieran seres humanos, y la pendiente debía de ser un accidente. Tal vez durante la construcción habían encontrado una veta de roca y se habían visto obligados a desviarse un poco hacia abajo para poder proseguir.
Decidió sentarse en el suelo y a partir de aquel punto avanzar de ese modo. Redobló su cautela. No le inquietaba que el túnel bajara en una pendiente cada vez más pronunciada. Seguía siendo válido todo el razonamiento que había hecho poco antes; además, estaba seguro de que Ninguno lo había recorrido más de una vez, de ida y de vuelta, si bien en condiciones mucho más fáciles, pues el asesino lo conocía al dedillo y contaría con la ayuda de una linterna.
Él, en cambio, estaba rodeado por una completa y absoluta oscuridad e ignoraba qué podía encontrarse a cada paso. O alrededor, para definirlo con más exactitud. Pero era justamente la naturaleza de Jean-Loup lo que le llevaba a poner la máxima atención. Conociendo la pérfida astucia de ese hombre, era de esperar que hubiera puesto alguna trampa para un posible intruso.
Una vez más se preguntó quién era Jean-Loup y, sobre todo, quién lo había creado. A esas alturas ya estaba demostrado que no era solo un psicópata, sino un demente frustrado que cometía sus crímenes para atraer la atención de la prensa y de la televisión. Este rápido análisis resumía la mayoría de los casos de asesinos en serie que Frank conocía, pero estaba tan alejado de la tipología de Ninguno como lo está la Tierra del Sol.
Los otros eran criminales comunes, de una inteligencia inferior a la normal, que mataban impulsados por una fuerza más poderosa que ellos, y que al final aceptaban las esposas en las muñecas casi con alivio.
Jean-Loup era muy distinto. El cadáver en el ataúd transparente demostraba su locura, desde luego. Y en su mente debían de agitarse pensamientos que estremecerían al más experto de los terapeutas.
Pero había mucho más.
Jean-Loup era fuerte, astuto, preparado, un hombre adiestrado para la lucha. Un verdadero combatiente. Había matado con una facilidad pasmosa a Jochen Welder y a Roby Stricker, dos personas de físico atlético y muy entrenados. La manera expeditiva con que se había desembarazado de los tres agentes en su casa había despejado definitivamente cualquier duda en ese sentido, en el caso de que todavía fuera necesario. Daba la impresión de que en Jean-Loup estuviera compartiendo en el mismo cuerpo dos personas distintas, dos naturalezas opuestas que se perseguían buscando alcanzarse y anularse. Quizá la definición más justa la había dado él mismo, cuando hablaba con la voz artificial: «Yo soy uno y ninguno…».
Era un hombre, muy, muy, muy peligroso, y como tal se le trataba.
Frank no consideraba paranoico su exceso de prudencia. A veces ciertos excesos hacen la diferencia entre un hombre vivo y un hombre muerto.
El lo sabía bien, porque la única vez que había sido impulsivo y había entrado en un lugar por instinto, casi sin reflexionar, se había despertado en un hospital tras una explosión y quince días en coma. Y si lo olvidaba, tenía las suficientes cicatrices en todo su cuerpo para recordárselo.
Читать дальше