En realidad el mueble ocultaba la segunda salida.
Frank manipuló la cerradura de rueda en el sentido contrario a las agujas del reloj, hasta que oyó que la cerradura se desbloqueaba. Empujó y la puerta se abrió sin dificultad, girando silenciosamente sobre los goznes. Pensó que Jean-Loup Verdier debía de haber dedicado mucho tiempo y muchos conocimientos técnicos al mantenimiento de ese lugar.
Detrás encontró la boca de una suerte de camino subterráneo, de alrededor de un metro y medio de diámetro, un agujero negro que partía del refugio para terminar quién sabía dónde.
Frank guardó el móvil en el bolsillo de la camisa, se quitó la chaqueta y extrajo la Glock de la funda sujeta a la cintura del pantalón. Se echó al suelo y se vio obligado a hacer unos movimientos de contorsionista para pasar entre los soportes del anaquel. Franqueó la puerta de cierre hermético. Permaneció un instante mirando el acceso al túnel y la oscuridad que reinaba en él. La ligera claridad que llegaba del refugio, obstruida en parte por el anaquel y su propio cuerpo, no permitía ver más allá de un metro. Podía ser peligroso, muy peligroso, adentrarse a ciegas en aquel camino subterráneo.
Sin embargo, cuando pensó quién había huido por allí y todos los crímenes que había cometido, penetró con decisión en el túnel. A esas alturas, no habría renunciado a hacerlo ni aunque corriera el riesgo de encontrarse, del otro lado, frente a un pelotón de ejecución.
Pierrot asomó a la cabeza por encima del matorral donde se había escondido y miró hacia la calle. Vio con alivio que todos los coches y las personas que esperaban se habían ido, al igual que los policías.
Bien. Ahora todo marcharía bien. Pero antes se había asustado mucho…
Tras salir de la radio, había subido a pie hasta la casa de Jean-Loup con su mochila a la espalda. Estaba un poco nervioso porque no estaba seguro de recordar bien el camino. Había ido varias veces a Beausoleil, pero siempre en el coche de Jean-Loup, que se llamaba «un Mercedes», y él no prestaba mucha atención al recorrido, ya que estaba muy ocupado riendo y mirando a su amigo. Cuando estaba con Jean-Loup, siempre se reía. Bueno, siempre no, porque había gente que decía que solo los tontos se ríen siempre, y él no quería que le consideraran tonto…
Además, no estaba acostumbrado a pasear solo, porque su madre temía que le pasara algo malo o que los otros chavales le tomaran el pelo, como la hija de la señora Narbonne, esa bruja de dientes torcidos que le llamaba «retrasado».
El no sabía muy bien qué era un retrasado, así que se lo había preguntado a su madre. Ella había vuelto la cabeza, pero no lo bastante deprisa como para impedirle ver que tenía los ojos llorosos. Pierrot no se preocupó mucho; los ojos de su madre también se ponían llorosos cuando miraba por televisión esas películas donde al final había dos personas que se besaban, con fondo de música de violines, y después se casaban.
Solo rogó que los ojos húmedos de su madre no significaran que en algún momento él debiera casarse con la hija de la señora Narbonne.
A mitad de camino le entró sed y bebió, sin dejar de andar, la lata de Coca-Cola que había cogido de casa. Lo hizo un poco a pesar suyo, porque su intención era compartirla con Jean-Loup, pero hacía calor y tenía la boca seca; además, seguro que su amigo no se enojaría por tan poco.
En todo caso, todavía le quedaba la lata de Schweppes.
Cuando llegó a casa de Jean-Loup estaba bastante sudado y pensó que quizá debería haber llevado una camiseta para cambiarse. Pero eso no era ningún problema. Sabía que Jean-Loup tenía en el lavadero un armario donde guardaba las camisetas que usaba solo para trabajar en casa. Si la suya estaba muy sudada, Jean-Loup le prestaría una, y luego él se la devolvería lavada y planchada por su madre. Ya había sucedido en una ocasión, cuando estaban en la piscina y su camiseta había caído al agua y Jean-Loup le había dado una azul que tenía escrito «Martini-Racing» en letras blancas, solo que esa vez no había sido un préstamo, sino un regalo.
Antes que nada tenía que encontrar la llave. Enseguida vio el buzón de aluminio del lado interior de la verja, con el nombre de Jean-Loup Verdier escrito en verde oscuro, el mismo color de los barrotes. Metió la mano entre las rejas y palpó el fondo de la caja de metal. Notó bajo los dedos la forma de una llave, adherida con una ligera capa de un material que parecía goma de mascar seca.
Justo cuando estaba a punto de tirar de la llave y despegarla, en la explanada cercana a la verja se detuvo un coche. Por suerte Pierrot estaba oculto por un matorral y por el tronco de uno de los cipreses, así que el hombre que iba en el coche no pudo verle. Se asomó y vio que el ocupante del vehículo era ese policía extranjero que andaba siempre con el comisario, aunque ahora el comisario ya no estaba; alguien le había dicho que había muerto. Pierrot avanzó corriendo sin dejarse ver, porque si el hombre descubría que él estaba allí seguro que le preguntaría qué hacía en aquel lugar y después querría llevarle a su casa.
Subió por el sendero, siguiendo el asfalto y manteniéndose siempre a cubierto. Después de haber superado el tramo que bajaba tan rápido que solo mirar hacia abajo le daba vueltas la cabeza, saltó la valla de seguridad y encontró una mata donde esconderse.
Desde su nuevo y más elevado punto de observación se veía el patio de la casa de Jean-Loup; miró con curiosidad un montón de gente que iba y venía, sobre todo policías vestidos de azul y policías vestidos de policías, y alguno que vestía normal. Estaba también el que iba a la radio y que cuando hablaba con alguien no sonreía nunca y cuando hablaba con Barbara sonreía siempre.
Pierrot no se movió de su escondite durante un rato larguísimo, hasta que se fueron todos y el patio quedó vacío. El último en marcharse, el estadounidense, había dejado abierta la persiana metálica del garaje.
Pierrot pensó que por suerte él estaba allí para cuidar de la casa de su amigo. Bajaría a ver si los discos de Jean-Loup estaban en su lugar y antes de irse cerraría la persiana; si no, cualquiera podía entrar y robar lo que quisiera.
Se irguió con cautela y salió de detrás del arbusto, mirando alrededor. De tanto estar en cuclillas, le dolían las rodillas y sentía hormigas en los pies. Se puso a pisotearlas para que se fueran, como le había enseñado su madre.
Pierrot elaboró un plan de acción.
Desde donde se hallaba no podía llegar al patio de la casa, porque en medio de la bajada hacia el mar estaba la cuesta empinada. Debía subir hasta la calle de asfalto y desde allí bajar de nuevo y ver si podía saltar la verja.
Se acomodó la mochila en los hombros y se preparó para enfrentar la subida.
Por el rabillo del ojo vio un movimiento entre los arbustos, un poco más abajo. Primero creyó que se había equivocado. No era posible que hubiera alguien allá abajo. Si alguien hubiera pasado por el mismo camino, él le habría visto desde su escondite. Y nadie podía subir por esa cuesta, porque era demasiado empinada. De cualquier modo, por prudencia, volvió a agazaparse tras el matorral. Apartó las ramas con las manos, para ver mejor. Durante un rato no sucedió nada, y casi se convenció de que se había equivocado. Luego sus ojos captaron de nuevo movimiento entre las matas. Se llevó una mano a la frente para resguardar los ojos del reflejo del sol.
Lo que vio le dejó boquiabierto.
Por debajo de él, vestido de verde y marrón como si formara parte del suelo y los arbustos, con una bolsa de tela en bandolera, estaba su amigo Jean-Loup, que salía de entre unos matorrales.
Pierrot se quedó sin aliento. Tenía ganas de incorporarse y gritarle que estaba allí, pero quizá no fuera buena idea, porque, si todavía no se habían ido todos los policías, alguno de ellos podía descubrirlos. Decidió subir un poco más y alertar a Jean-Loup de su presencia desde un lugar protegido por el terraplén.
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