Gavin tomó una decisión.
– Arrojad una granada ofensiva. Después tendremos que correr el riesgo de entrar.
Frank entendía muy bien el punto de vista del teniente. Por una parte se sentía casi ridículo en una situación semejante, al mando de un grupo de hombres vestidos con equipo de asalto frente a una puerta que podía llevar a una habitación vacía. Por otro lado, no quería en absoluto que, en caso de que hubiera alguien, alguno de los suyos corriera un riesgo que podía provocar una situación peligrosa. Eran hombres a los que conocía, y no quería poner en peligro sus vidas.
Frank decidió resolverle cualquier duda. Apoyó su máscara en la del teniente para que pudiera oír mejor su voz.
– Después de la granada entraré yo.
– Negativo -respondió secamente Gavin.
– No hay motivo para hacer correr riesgos inútiles a sus hombres.
El silencio y la mirada de Gavin reflejaban a las claras lo que pensaba al respecto.
– Es una propuesta que no puedo aceptar.
El tono de Frank no admitía réplica.
– No pretendo hacerme el héroe, teniente. Pero esta historia se ha convertido en una cuestión personal entre ese hombre y yo. Le recuerdo que soy yo quien dirige las operaciones, y que usted está aquí solo como apoyo. No es una propuesta; es una orden precisa.
Después cambió el tono de voz, esperando que el otro entendiera su intención a pesar del precario modo en que podían comunicarse.
– Si este hombre hubiera matado, además de a todos los demás, también a uno de sus mejores amigos, se comportaría usted exactamente como yo.
Gavin inclinó la cabeza en señal de aceptación. Frank se acercó a la pared y sacó la Glock. Se detuvo al lado de la puerta. Hizo una señal con la mano para indicar que estaba listo.
– ¡Granada! -ordenó el teniente.
El mismo hombre que había arrojado el gas lacrimógeno arrancó la lengüeta de una bomba de mano y la lanzó por la puerta entornada. La granada ofensiva era un arma ideal para ese tipo de intervención, ya que carecía de efecto destructivo pero aturdía por un momento a los ocupantes de una habitación, sin resultar letal.
Hubo un relámpago de luz fulgurante y una explosión, mucho más fuerte que la que había producido el plástico. La música ensordecedora que salía del refugio pareció encontrarse de golpe en su ambiente natural, al fragor de un concierto, entre humos de colores y resplandores deslumbrantes. Unos segundos después, el hombre situado a la derecha de Frank avanzó y empujó la puerta lo suficiente para permitirle entrar, aunque no tanto como para ver qué ocurría en el interior. Salió una nube de gas lacrimógeno mezclado con el humo de la segunda granada. Frank, pistola en mano, se precipitó al interior a la velocidad del rayo.
Los otros permanecieron fuera, a la espera.
Pasaron un par de minutos, que parecieron una eternidad. Después la música cesó de golpe y el silencio que le siguió fue aún más ensordecedor. Al fin vieron que la puerta se abría por completo y aparecía la figura de Frank en el umbral, envuelta en una última espiral de humo que aleteó alrededor de sus hombros, inquietante como un fantasma que le hubiera acompañado desde las profundidades de la ultratumba. Llevaba todavía la máscara antigás, por lo que no se le veía la cara. Los brazos le colgaban a los costados del cuerpo, sin energía. Aún empuñaba la pistola. Sin hablar, atravesó el lavadero con el paso de quien ha librado y perdido todas las batallas del mundo. Los hombres se hicieron a un lado para dejarlo pasar.
Frank se dirigió a la puerta y avanzó por el pasillo. Gavin le siguió y juntos alcanzaron el garaje, donde habían esperado la detonación del plástico. Allí estaban Morelli y Roberts; sus rostros estaban coloreados con el mismo tono de adrenalina que mostraban todos bajo las máscaras antigás.
Se encontraron a la luz del sol que entraba por la persiana metálica levantada y dibujaba un cuadrado luminoso en el suelo.
Gavin fue el primero en quitarse el casco y la máscara. Tenía el pelo empapado y la cara cubierta de sudor. Se limpió la frente con la manga del uniforme azul.
Frank permaneció de pie todavía un instante en el centro de la estancia, inmóvil entre la luz y la sombra, y luego también él se quitó la máscara; su semblante parecía mortalmente cansado.
Morelli se le acercó.
– Frank, ¿qué te ha sucedido allí dentro? Parece que hayas visto a todos los demonios del infierno.
Frank se volvió para mirarlo y le respondió con voz de viejo y ojos de quien no quiere ver nada más en la vida.
– Algo mucho peor, Claude, mucho peor. Todos los demonios del infierno, antes de entrar en ese lugar, se harían la señal de la cruz.
Frank y Morelli vieron salir la camilla por la puerta del garaje y siguieron con la mirada a los hombres que la introducían en la ambulancia. Sobre ella, cubierto por un paño oscuro, iba el cuerpo que habían encontrado en el refugio, el cadáver apergaminado de un hombre sin rostro que llevaba como una máscara el rostro de otro hombre, asesinado para darle un semblante.
Después de que Frank hubo salido, mudo y trastornado, todos los hombres, uno a uno, habían entrado en el bunker y habían regresado con la misma expresión de horror estampada en la cara. El cuerpo momificado, tendido en su ataúd de cristal, con la máscara encogida de la última víctima de Ninguno, era una visión capaz de desestabilizar incluso a la mente más firme. Una imagen que todos llevarían impresa en los ojos, de día y de noche, durante quién sabía cuánto tiempo.
A Frank todavía le costaba creer lo que había visto. No lograba quitarse de encima una sensación malsana, la necesidad de lavarse, de desinfectarse el cuerpo y la mente del mal en estado puro que flotaba en aquel lugar. Experimentaba una especie de malestar interior por el solo hecho de haber respirado aquel aire, como si estuviera impregnado de una locura virulenta y contagiosa, que tuviera el poder de infectar a cualquiera y volverle capaz de cometer las mismas atrocidades, con la misma morbosidad.
Había algo que no dejaba de preguntarse.
«¿Por qué?»
Esas palabras continuaban rebotando en su cabeza como si contuvieran el secreto del movimiento perpetuo, aunque se daba cuenta de que la respuesta no tenía importancia. Al menos todavía.
Cuando entró en el refugio, lo revisó de arriba abajo, avanzó en medio del humo, empuñando la pistola y con el corazón tan acelerado que casi le impedía oír la música fortísima. La apagó y quedó solo el soplo jadeante de su respiración que retumbaba dentro de la máscara antigás. Salvo la presencia inmóvil de aquel cuerpo dispuesto, en su monstruosa vanidad, en un ataúd transparente, solo encontró estancias vacías.
Se quedó contemplando el cadáver, hipnotizado, durante un largo minuto, recorriendo su penosa desnudez con la mirada, sin lograr apartar los ojos de semejante espectáculo de muerte sublimada por una horrible, genial y enferma fantasía. Miró largamente el rostro cubierto por esa especie de máscara mortuoria, que el tiempo y la naturaleza ya iban asemejando al resto del cuerpo. En el cuello del cadáver unas gotas de sangre coagulada sobresalían de los bordes irregulares, testimonio de la precariedad del antinatural intento de trasplante.
¿De modo que era ese el motivo de aquellos asesinatos? ¿Tanta gente asesinada, solo para dar a otro muerto una ilusión de vida? ¿Qué idolatría pagana y sanguinaria podía haber inspirado tamaña monstruosidad? ¿Cuál podía ser la explicación, suponiendo que existiera alguna, de ese rito fúnebre que había exigido el sacrificio de tantas personas inocentes?
Aquello era la verdadera locura -había pensado Frank-: la capacidad de nutrirse de sí misma para generar solo y siempre más locura.
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