Giorgio Faletti - Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato»
Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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En la realidad todo era distinto. No había ninguna necesidad de observar la cuenta atrás de un detonador conectado a un temporizador, por el simple hecho de que en general nadie se dedicaba a mirarlo cuando había una bomba a punto de explotar. Y si alguien se veía obligado a hacerlo, no le importaba un bledo que el temporizador fuera preciso o no.

Gachot se acercó a Gavin.

– Yo estoy listo. Será mejor evacuar a los hombres.

– ¿Distancia de seguridad?

– No debería haber problemas. He usado solo un poco de C4, que es un explosivo muy manejable. Si no he calculado mal, para el resultado que debemos obtener alcanza y sobra. La explosión será moderada. El único riesgo es la puerta, que está revestida con plomo. Tal vez salten algunas esquirlas, si por casualidad he errado en los cálculos y he usado demasiado. Aconsejo que vayan todos al garaje.

Frank admiró el exceso de prudencia del artificiero -entrenado tanto para desactivar bombas como para construirlas-, así como su modestia natural, propia del que sabe hacer bien su trabajo, teniendo en cuenta además que Gavin había dicho que no sabía gran cosa.

– ¿Y la habitación de la planta superior?

Gachot meneó la cabeza.

– Nada que temer, si los hombres están lejos de la escalera del lavadero. El desplazamiento de aire, repito, será muy contenido, pero se encaminará por allí y a través de los tragaluces.

Gavin se volvió hacia sus hombres.

– Muchachos, ya habéis oído. Están a punto de empezar los fuegos artificiales. Esperaremos fuera, pero inmediatamente después de la explosión entraremos corriendo por el pasillo y la planta baja para tener bajo control la puerta del refugio. No sabemos qué sucederá. Seguramente nuestro hombre estará un poco aturdido por la explosión, pero podrá elegir entre dos opciones.

El inspector expuso todas las posibilidades a las que podían enfrentarse, contándolas con los dedos de una mano:

– Una: va armado y con intención de vender caro su pellejo. No quiero víctimas ni heridos entre nosotros. Por lo tanto, en cuanto le veamos con un arma en la mano, aunque sea un cortaplumas, le disparamos sin piedad…

Miró a los hombres uno por uno, para asegurarse de que habían asimilado sus órdenes.

– Dos: no sale. Entonces le obligamos a hacerlo con gases lacrimógenos. En caso de que decida salir con intenciones belicosas, actuamos como en el primer caso. ¿Está claro?

Los hombres hicieron un gesto afirmativo con la cabeza.

– Bien, entonces nos dividimos en dos grupos. La mitad de vosotros vais con Toureu a la planta de arriba. Los otros venís conmigo al garaje.

Se alejaron con el paso silencioso que ya formaba parte de su modo de vivir. Frank estaba admirado por el grado de eficiencia demostrado por Gavin y sus hombres. Y en particular por el teniente, que, ahora que se hallaba en su elemento, se movía con desenvoltura y decisión. Frank se los imaginó sentados en los bancos del furgón, transportados de un lado para otro, con la culata del M-16 apoyada en el suelo, hablando de esto y aquello, a la espera.

Ahora la espera había terminado, y al entrar en acción cada uno de ellos podría dar sentido a sus largas horas de entrenamiento.

Cuando todos los hombres hubieron salido, Gavin se dirigió al inspector Morelli y al comisario Roberts.

– Es mejor que coloquéis a vuestros hombres fuera, donde no hay peligro. En caso de movimiento, no querría que aquí abajo hubiera mucha gente y termináramos entorpeciéndonos los unos a los otros. Lo único que faltaría es que uno de los vuestros terminara con una bala en la frente disparada por uno de los míos, o viceversa. ¡Después quién los aguanta, a los escritoristas !…

– De acuerdo.

Los dos policías fueron a poner a sus agentes al tanto de la situación y darles instrucciones. Frank sonrió para sí. Dedujo que « escritoristas », un neologismo de su propia cosecha, sería el modo en que Gavin definía a los que trabajaban siempre sentados detrás de un escritorio, sin jamás correr un riesgo.

En el lavadero quedaron solo el teniente Gavin, Gachot y Frank.

El artificiero sostenía un mando a distancia, un aparato un poco más grande que una caja de cerillas, provisto de una antena igual que la del detonador que estaba colgado en la puerta.

– Solo estamos esperándole a usted. Cuando quiera -dijo Gavin.

Frank tardó unos instantes, reflexionando. Miró el pequeño mecanismo en la mano de Gachot, que parecía todavía más minúsculo en su manaza. Frank se preguntó cómo hacía, con esos dedos grandes, para manipular conexiones compuestas por partes minúsculas.

Recordó la llegada del brigadier Gachot, al límite del tiempo establecido por Gavin. Había llegado en un furgón azul del mismo modelo que el otro, con dos hombres además del conductor. En cuanto lo pusieron al corriente de los hechos y oyó las palabras «refugio antiatómico», su mirada se oscureció aún más. Los hombres descargaron el material y bajaron al lavadero. Frank sabía muy bien que en una de las maletas rígidas, negra con bordes de aluminio, llevaba el plástico explosivo. Aunque sabía que sin un fulminante apropiado era un explosivo inocuo, no lograba sentirse del todo tranquilo. Probablemente en esa maleta había cantidad suficiente para reducir la casa y a todos ellos a pedazos no más grandes que un sello de correos.

Cuando llegó al lavadero, el artificiero estudió en silencio el lugar. Pasó las manos por la superficie de la puerta, como si el contacto pudiera comunicarle algo que el metal no quería decirle.

Después sacó de la otra maleta algo que a Frank le resultó más bien ridículo, al tiempo que anacrónico: una especie de estetoscopio, con el que auscultó los engranajes del mecanismo, girando la manija de un lado al otro, para controlar el sentido de rotación.

Frank estaba de pie en medio de los demás, ansioso. Le daba la impresión de que parecían los parientes de un enfermo, a la espera de que el médico les comunicara la gravedad de la dolencia del paciente.

Luego Gachot se volvió y dio una nueva dimensión a las previsiones pesimistas del inspector Gavin:

– Quizá se puede hacer.

Frank pensó que el suspiro de alivio general levantaría al menos cinco centímetros el suelo de la habitación de arriba.

– La puerta está blindada en función de las radiaciones y la seguridad estructural, pero no es una caja fuerte. No se ha construido para custodiar objetos de valor, sino solo para salvaguardar la integridad física de los ocupantes. Por eso el mecanismo de cierre es bastante simple, además de ser un modelo viejo. El único riesgo que corremos es que la cerradura, en vez de abrirse, se bloquee del todo.

– ¿En ese caso? -preguntó Gavin.

– En ese caso estamos jodidos. Habría que abrirla con una bomba atómica, y en este momento no llevo ninguna encima.

Con esa salida, pronunciada como una sentencia, Gachot enfrió el entusiasmo general. Se apartó para controlar las maletas con el equipo que sus hombres habían arrastrado hasta cerca de la puerta. Sacó un taladro que parecía salido de la bolsa de los instrumentos del Enterprise, la astronave de Star Trek . Uno de sus hombres le atornilló una mecha de un metal de nombre impronunciable pero que, según Gachot, podía perforar el blindaje de Fort Knox.

Y, en efecto, la mecha penetró en la puerta con relativa facilidad, al menos hasta cierta profundidad; saltaron virutas de metal que cayeron al suelo delante del hombre que manejaba la herramienta, que por fin se había levantado la máscara de protección para dejar el lugar a Gachot. El brigadier introdujo en el agujero un cable de fibra óptica, conectado en un extremo a una microcámara y en el otro a un visor semejante a una máscara submarina, que se había puesto para controlar desde dentro el mecanismo de la cerradura.

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