Al fin abrió el maletín.
Aparecieron ante sus ojos unos panes de plástico envueltos en papel de plata. Gachot abrió uno y cortó con un cutter un pedazo de explosivo, que tenía la apariencia de una plastilina grisácea. El artificiero lo manipulaba con extrema desenvoltura, pero, a juzgar por las caras de todos los presentes, Frank sospechó que el pensamiento general no era muy distinto de sus reflexiones de unos momentos atrás, durante el transporte de las maletas.
Ayudándose con una baqueta de madera, Gachot introdujo una pequeña cantidad de C4 en el agujero perforado en la puerta, y a continuación conectó los cables del detonador colgado al lado de la manija de rueda.
Ahora estaban listos. Pero todavía Frank no lograba decidirse a dar la orden.
Temía que algo saliera mal y que del otro lado, por algún motivo que no sabía explicarse, encontraran solo el cadáver del asesino. También sería una solución, pero Frank deseaba atrapar vivo a Ninguno, aunque solo fuera para guardar en la retina, para el resto de su vida, la imagen de ese loco psicópata esposado y arrastrado tras las rejas. No era eso lo que habría deseado hacer, sino lo que debía hacerse.
– Un instante -dijo.
Se acercó a la puerta, casi hasta apoyar una mejilla en la superficie de plomo. Se proponía volver a hablar con el hombre que estaba dentro -si podía oírle- y renovar la invitación a salir desarmado y con las manos en alto, para no obligarlos a usar el explosivo. Ya lo había hecho antes de la llegada del equipo del artificiero, sin obtener resultado alguno.
Golpeó con fuerza sobre el metal, esperando que el oscuro retumbo que había provocado se oyera también en el interior.
– Jean-Loup, ¿me oyes? Haremos saltar la puerta. No nos obligues a hacerlo. Podría ser peligroso para ti. Te conviene salir. Te prometo que no se te hará ningún daño. Tienes un minuto para decidir; después volaremos la puerta con el explosivo.
Frank se alejó, flexionó el brazo derecho y puso el cronómetro de su reloj a cero.
La aguja comenzó a girar, señalando los segundos uno después del otro, como amargos recuerdos.
…8, 9, 10
Arijane Parker y Jochen Welder, sus cuerpos desfigurados en la embarcación encajada entre las otras, en el puerto……
20 Alien Yoshida, su rostro sangrante con su sonrisa de calavera, los ojos desmesuradamente abiertos contra la ventanilla del Bentfey, en su último viaje…
…30
Gregor Yatzimin, su donaire recompuesto en el lecho, la flor roja en su camisa blanca, en contraste con la horrorosa mutilación del rostro…
…40
Roby Stricker, tendido en el suelo, el dedo contraído en el desesperado intento de dejar un mensaje antes de morir, con la angustia del que lo sabe todo y comprende que nunca más podrá decir nada…
…50
Nicolás Hulot, boca arriba en su coche, con el rostro ensangrentado y aplastado contra el volante, muerto por haber sido el primero en conocer un nombre…
…60
Los cuerpos de los tres agentes asesinados en la casa…
– ¡Basta!
Frank detuvo las manecillas. Esos sesenta segundos bloqueados en su reloj, la última oportunidad que había dado a un asesino, le parecieron el minuto de silencio que la misericordia debía a sus víctimas. Su voz fue tan cortante como la mecha del taladro con que habían agujereado el metal.
– Abramos esta maldita puerta.
Los tres hombres atravesaron el lavadero, llegaron al pasillo y enseguida doblaron a la izquierda para reunirse con los demás, que esperaban en el garaje. Los hombres estaban arrodillados en el suelo, pegados a la pared de la derecha, la más alejada del punto en que tendría lugar la explosión. Morelli y Roberts aguardaban en el patio. Frank les hizo un gesto y los dos se apartaron de la puerta del garaje para ir a ponerse a cubierto.
Gavin se colocó delante de la boca el brazo del micrófono con auricular que lo conectaba por radio con sus hombres.
– Muchachos, preparaos.
Llegaron junto a los otros contra la pared, que se apretaron para hacerles lugar. Luego Gavin hizo un gesto con la cabeza a Gachot, que, sin demostrar emoción alguna, levantó un poco la mano en que sostenía el mando a distancia y pulsó el botón.
La explosión, perfectamente calculada, fue muy contenida. En realidad, fue más una vibración que un estallido. El desplazamiento de aire quedó circunscrito al lavadero. Cuando aún no se había apagado el eco, los soldados ya habían saltado hacia la puerta, seguidos por Frank y Gavin.
Cuando llegaron al lavadero encontraron a los hombres, los que estaban en el garaje y los que habían bajado a la carrera desde la planta superior, en formación delante de la pared de metal, con los fusiles apuntando hacia ella.
En el lugar no había daños evidentes. Solo el mueble de madera que disimulaba el acceso al refugio se había salido de uno de los quicios superiores y ahora colgaba de lado. El poco humo producido por la explosión salía por los tragaluces abiertos de par en par debido a la onda expansiva.
La puerta del bunker estaba entornada. La explosión había abierto la hoja apenas unos centímetros, como si alguien, al salir, no la hubiera cerrado por completo. Por la abertura llegaba una música furiosa a un volumen infernal.
Esperaron unos segundos, pero no ocurrió nada. En el aire pendía el olor acre del explosivo. Gavin dio una orden a sus hombres:
– ¡Lacrimógenos!
Casi al mismo tiempo, de las pequeñas mochilas que cargaban a los hombros extrajeron unas máscaras antigás. Se quitaron los cascos de Kevlar, se las pusieron y volvieron a colocarse los cascos sobre las máscaras. Frank notó que le tocaban un hombro y vio a su lado a Gavin, que le ofrecía una.
– Es mejor que se la ponga, si quiere permanecer aquí. ¿Sabe cómo se usa? -le preguntó con una pizca de ironía.
Por toda respuesta Frank, en un instante, se puso la máscara correctamente.
– Muy bien -dijo, complacido, Gavin-. Veo que en el FBI al menos les enseñan algo…
Después de haberse colocado la suya, hizo un gesto a uno de los hombres. El soldado apoyó el fusil contra la pared y se arrastró contra la puerta hasta encontrarse al lado de la rueda, que todavía estaba adherida a la hoja a pesar del impacto de la explosión.
Cuando agarró la manija y tiró, la puerta se abrió con suavidad, sin el menor chirrido, como habían esperado instintivamente. Por la facilidad con que lo hizo, resultaba evidente que el mecanismo era fácil de accionar y se movía sobre quicios que estaban en perfectas condiciones. Abrieron la puerta solo lo necesario para permitir que otro soldado arrojara por la rendija una granada de gas lacrimógeno.
Al cabo de unos segundos salió una espiral de humo amarillento. Frank conocía ese gas. Afectaba los ojos y la garganta de manera insoportable. Si había alguien dentro del refugio, le sería imposible resistir.
Transcurrieron unos instantes eternos, pero de la puerta no salió nadie. Solo aquella música obsesiva a un volumen altísimo, y esas espirales de humo que ya adquirían un significado sarcástico.
A Frank aquello no le gustaba nada. No, pensó, no le gustaba en absoluto. Se volvió hacia Gavin y sus miradas se cruzaron a través de las gafas de la máscara. Por la expresión de sus ojos supo que pensaba igual que él. Los dos se daban cuenta de qué significaba.
Primero: en el refugio no había nadie.
Segundo: el asesino, al verse perdido, antes que caer vivo en sus manos se había quitado la vida.
Tercero: ese hijo puta también tenía una máscara antigás. La última hipótesis no era tan descabellada como parecía; aquel hombre los había acostumbrado a esperar cualquier cosa. Pero si en efecto contaba con esa protección y ellos intentaban entrar -teniendo en cuenta que por la puerta no podía pasar más de un hombre a la vez-, le bastaría esconderse para hacer nuevas víctimas antes de que ellos consiguieran abatirlo. Estaba armado y todos sabían de qué era capaz.
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