Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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Coleman consideró oportuno concluir con una nota positiva.

– Tenemos la suerte de que Richard Tenachee ya no represente el símbolo de esta disputa. Con su desaparición, el frente de los opositores ha perdido mucha fuerza y empieza a mostrar alguna grieta. Verás como poco a poco lograremos disolverlo. De un modo o de otro.

El banquero asintió, no del todo convencido. Por otro lado, a Coleman le habría asombrado lo contrario. Luego alzó hacia los presentes un rostro decidido. Y no solo en cuanto a sus adversarios.

– Muy bien. Ahora que he escuchado todas las teorías derrotistas, espero que en breve me presentéis propuestas constructivas. Digamos que estoy harto de oír motivos por los cuales esto no puede hacerse. Dadme razones que nos permitan actuar en el sentido opuesto. Eso es lo que espero de vosotros: algo a cambio de lo que ya habéis obtenido de mí…

Estas palabras declaraban concluida la reunión. Pero también subrayaban con precisión la posición subordinada de sus interlocutores con respecto a él.

Resignado, Coleman saludó y se dirigió hacia la puerta. Rosalynd Stream se levantó del sillón con evidente alivio, cogió el bolso y lo siguió. El alcalde la imitó, contento de no haberse visto obligado a tomar la palabra.

Ya casi había llegado a la puerta cuando lo detuvo la voz de Wells.

– Tú no, Colbert. Hay algo que quisiera discutir contigo un momento.

Eso era lo que el alcalde temía. Y lo que temía había llegado.

Cerró la puerta tras la salida de sus compañeros, que sin ninguna envidia lo vieron desaparecer. Aguardó con cierta aprensión lo inevitable: tener que decepcionar por enésima vez a Cohen Wells. Este le hizo exactamente la pregunta que esperaba.

– ¿Hay novedades?

Gibson meneó la cabeza.

– Ninguna. He buscado en los archivos de la ciudad, pero sin éxito. Por mi parte trataré de poner todos los obstáculos posibles. Los documentos no están, y además son viejísimos. Tal vez en los archivos estatales de Washington…

Wells lo interrumpió con gesto decidido.

– Por Washington no te molestes. Ya tengo gente que se está ocupando. ¿Y en el otro frente?

– Hemos registrado la casa de arriba abajo y no hemos encontrado nada. El título de propiedad, si en realidad existe, podría estar en cualquier otra parte. En una caja de seguridad, por ejemplo.

– No. Eso puedes excluirlo. Nuestro héroe era más del tipo de los que esconden el dinero bajo el colchón. Por si acaso he hecho investigaciones, pero no ha aparecido ninguna caja de seguridad a ese nombre ni al de ninguna otra persona que pudiera serle cercana.

Tras una pausa de reflexión, Wells se convenció de estar en lo cierto.

– No, ese maldito papel está en alguna parte. Y hay que encontrarlo. Registrad de nuevo la casa, con más calma. Sin duda se os ha pasado algo por alto.

Gibson bajó la voz sin darse cuenta.

– En estos momentos, el tío que en general se encarga de hacernos esos trabajos se encuentra en la cárcel.

– Lo sé. Ese capullo se ha dejado coger durante uno de sus desequilibrios hormonales. Sabía que tarde o temprano ocurriría. Ya me he encargado de buscarle un abogado, pero solo para mantenerlo tranquilo. Creo que no nos causará problemas.

– No querría que ese loco decidiera abrir la boca. Tal vez para obtener clemencia de los jueces.

– No lo hará. Es loco pero no estúpido. Sabe que en un caso así evitaría una pena de muerte solo para garantizarse otra.

El alcalde detestaba el tema de aquella conversación. Habría deseado estar en cualquier otro lugar, incluso en ese tonel en las cataratas del Niágara del que poco antes había hablado Rosalynd.

– Hay otra gente a la que se puede recurrir, de aquí o de fuera. Muchachos discretos, de confianza, que por mil dólares están dispuestos a actuar sin hacer demasiadas preguntas.

– Hummm… Mejor uno de fuera. Tal como están las cosas, ya hemos arriesgado demasiado con ese Jed Cross.

– ¿El nieto de Tenachee sospecha algo?

– ¿Quién? ¿Jim? En absoluto. Él no piensa más que en mujeres, dinero y helicópteros. No existe el menor problema por ese lado, ni por ningún otro. Dave Lombardi ha hecho un buen trabajo. De todos modos, veré a Jim dentro de poco e intentaré sondearlo. Sé cómo manejarlo.

Wells se levantó del sillón. En su cara podía leerse la incredulidad ante la enormidad de los hechos.

– No consigo creer que todo esto haya ocurrido de veras. Me parece una historia de locos.

Repitió por centésima vez cosas que ambos ya sabían. Colbert Gibson trató de no permitir que se notara el tedio en su semblante.

– En su momento, el que se ocupó del asunto logró, accionando los engranajes adecuados, hacer incluir en su título de propiedad también esa parcela. Una jugada perfecta. Y después se presenta ese viejo imbécil con sus absurdas historias. Pero si resultan no ser absurdas y surge un legítimo heredero con un auténtico documento de propiedad, estamos jodidos.

– También podría no suceder. Jamás hemos visto ese documento. Hasta es posible que no sea más que un farol.

– Colbert, a veces me asombras. No estamos en una partida de póquer. Esto es en serio. Si es un farol, no tengo intenciones de comprobarlo invirtiendo millones de dólares. ¿Vivirías con unas tijeras cerca de tus cojones, temiendo que te corten de un momento a otro?

El alcalde intentó quitar hierro al asunto.

– De cualquier modo, en cuanto lo encontremos, si realmente existe, se resolverá todo. Tenemos en nuestras manos la posibilidad de falsificar casi a la perfección cualquier documento, pero a falta del original no es posible hacer nada de nada. Debemos conseguir los datos esenciales. Después bastará una cerilla y todo habrá terminado.

El banquero sonrió complacido, como suele hacerse ante los buenos propósitos de los niños exploradores.

– Cuando llegue ese día, te concederé el honor de encender la cerilla. En el mismo fuego quemaremos ese documento y también las pruebas de que durante años has metido la mano en el dinero de las cajas de mi banco.

Su expresión se volvió de pronto amenazadora, en el instante exacto en el que se ampliaba su sonrisa.

– Mientras espero ese día, nada de jugarretas, Colbert. Es inútil que te recuerde que no tengo en absoluto un espíritu deportivo. Si yo termino en la hoguera, arrastraré a todos para que se quemen conmigo. Y tú serás el que tendrá el culo más cerca de las llamas. ¿He sido claro?

Por la mente de Gibson pasó una imagen tentadora: una escena en la que él propinaba con toda la fuerza de que era capaz un puñetazo dirigido a la odiosa sonrisa de Cohen Wells.

La imagen se desvaneció por razones obvias.

– Perfecto.

Wells lo despachó con voz distraída. Sus pensamientos estaban ya en otra parte.

– Es todo por hoy. Mantenme al corriente, pero no por teléfono. Ven a decírmelo en persona.

Al entrar en aquel despacho, Colbert Gibson, el agradable alcalde de la risueña y pequeña ciudad de Flagstaff, albergaba la sospecha de que Cohen Wells era un delincuente sin escrúpulos y una de las mayores inmundicias que había pisado jamás la corteza terrestre.

Al cabo de poco más de una hora, mientras abría la puerta para marcharse, tuvo la absoluta certeza de que así era.

11

Jim salió por la puerta del Aspen Inn, bajó la breve escalera de madera y se dirigió hacia el garaje construido al lado del edificio principal, donde Silent Joe había pasado la noche. Tal como había previsto, después de haber oído toda la historia sus amigos no pusieron reparos a albergar también al perro. Lo ubicaron en un compartimiento del garaje que en ese momento estaba libre, y Silent Joe se adaptó rápidamente al nuevo alojamiento. Dio algunas vueltas por aquel lugar extraño, caminando con esas patas que semejaban resortes y olfateando por todas partes para establecer sus puntos de referencia. Sobre la base de las investigaciones realizadas, adoptó como suya una vieja colchoneta para animales prestada por un vecino. Luego aceptó el agua y el alimento que le pusieron delante no como un gesto generoso sino como un derecho divino, y se acurrucó a la espera de los acontecimientos.

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