– Y bien, muchacho, ¿ qu é puedo hacer por ti?
Sin siquiera esperar la respuesta, a ñ adi ó :
– No, primero te dir é yo qu é es lo que puedo hacer por ti. Tengo una peque ñ a sorpresa…
Con aire en apariencia distra í do, se levant ó y fue hasta la ventana. Apart ó las tablillas de la veneciana para mirar fuera.
– Ahora que has terminado la universidad, creo que querr á s descansar y sobre todo divertirte un poco.
Se volvi ó y lo mir ó con complicidad.
– He pensado en un viaje a Europa. Puedes visitar Espa ñ a, Francia, Italia, Grecia o cualquier otro sitio que te apetezca, para mostrar a esos europeos de qu é fibra est á hecho un joven de Arizona. Y despu é s, cuando regreses, tengo otra sorpresa, un poco mayor…
Volvi ó a sentarse y lo mir ó con aire solemne.
– He enviado tu curr í culo a un amigo m í o de la Universidad de Berkeley. Te han aceptado para el Economy Master del a ñ o que viene. Despu é s, cuando vuelvas aqu í , podr í as iniciar…
– No.
Cohen Wells lo mir ó como si una voluntad ajena se hubiera apoderado del cuerpo de su hijo.
– ¿ C ó mo has dicho?
– Has o í do bien, pap á . He dicho que no.
– Si no te complace puedes elegir otro lugar donde…
– No es a Europa a lo que digo que no. Digo que no a todo.
Cohen Wells se recost ó contra el respaldo del sill ó n y cerr ó los ojos.
– Es por esa muchacha, ¿ verdad? Esa Swan.
– Swan no tiene nada que ver. De no ser ella, ser í a otra.
– No es la mujer adecuada para ti.
Alan sonri ó . Al principio, la relaci ó n entre su hijo y Swan fue para Cohen Wells un motivo de orgullo. En su ambici ó n, le pareci ó natural que la muchacha m á s guapa de la regi ó n fuera, a trav é s de Alan, propiedad de la familia. Todas las cosas ten í an un precio, de un modo o de otro. Pero ahora su hijo estaba alterando sus planes personales, y Swan Gillespie, en lugar de un objeto que mostrar, se hab í a convertido en motivo de preocupaci ó n.
– No s é si es la mujer adecuada para m í . S ó lo s é que debo decidirlo yo mismo.
Mir ó al padre a la cara, con expresi ó n de desafío.
– Tengo intenci ó n de casarme con ella.
El padre hizo un gesto de suficiencia, pero sus palabras salieron sibilantes de su boca.
– Esa no quiere casarse contigo, sino con tu dinero.
Le hizo la mueca del que ve cumplirse un augurio evidente.
– Sab í a que lo dir í as. Y sab í a que en el fondo es eso lo que piensas de m í . No crees, a pesar de todo, que pueda so ñ ar con algo. Debo tener lo mejor no porque me lo merezca yo, sino porque crees merecerlo t ú .
Se puso de pie y, por una vez, domin ó a su padre desde lo alto.
– Res í gnate, pap á . No ir é a Europa. No har é tu est ú pido Master. Y me casar é con Swan Gillespie.
– Estas son las ideas que te ha metido en la cabeza esa furcia. Ha logrado separar a un padre de su hijo. Ella y ese otro amigo tuyo, Jim Mackenzie, ese bastardo mestizo ind í gena.
Indiferente a los reproches, se dirigi ó a la puerta.
La furiosa maldici ó n del padre lo alcanz ó de espaldas.
– Alan, jam á s lograr á s nada solo.
Se volvi ó con una sonrisa.
– Tal vez. Pero siento curiosidad por descubrirlo.
– Alan, si sales de este despacho te arrepentir á s. Nunca volver á s a ver un c é ntimo m í o.
Se puso las manos en los bolsillos y sac ó las llaves del coche. Las arroj ó a ese hombre que ahora estaba de p í e detr á s de su escritorio de hombre poderoso y de padre ya sin poder.
– Toma. Ah í tienes el coche. Esta es la primera oportunidad que tengo de dec í rtelo, pero no me ha gustado nunca. Me har á bien caminar un poco.
Sali ó del edificio con una sensaci ó n de bienestar. Recorri ó toda Humphrey Street hasta el centro silbando y caminando deprisa con aquellas piernas que ahora ya no ten í a.
Abrió los ojos y volvió al momento actual. Recordar aquel día le hacía daño, aunque no se había arrepentido de su elección. Después ocurrió lo que ocurrió y él se marchó. Ingresó en la Academia Militar y desde entonces no había visto a nadie. Jim, Swan, April Thompson, Alan Wells. Aquellas eran las cartas que la vida había mezclado y repartido al azar y con las que se habían visto obligados a jugar. Durante mucho tiempo se había preguntado quién había ganado y quién había perdido. Ahora esa curiosidad había muerto. Lo único seguro era que, durante todo el tiempo transcurrido desde la última conversación con Swan, había vivido como si ella siguiera allí, compartiendo cada cosa que decía, cada cosa que hacía, cada cosa que veía.
Cogió el periódico y le dio vuelta. No quería que la foto de Swan Gillespie lo viera llorar.
– Si me disculpáis la expresión, no me importa un carajo.
Cohen Wells se levantó de golpe del sillón.
Las personas presentes en su despacho se sobresaltaron. Estaban acostumbrados a sus accesos de ira, pero que hubiera empleado una palabrota denotaba que Cohen Wells se hallaba de veras fuera de quicio.
– No se puede parar un proyecto como este por las estupideces de cuatro mojigatos.
Volvió a sentarse. Se calmó de golpe. Por un instante los presentes tuvieron la impresión de estar soportando el berrinche de un niño demasiado crecido. Pero en el caso de Cohen Wells era una impresión por completo fuera de lugar, y era imposible aplacarlo con amabilidad. Aquello no era un capricho, y todos sabían de qué era capaz ese hombre cuando algo o alguien interfería en sus proyectos.
Rosalynd Stream, acreditada integrante del Bureau for Indian Affairs, se quitó, incómoda, una inexistente mota de polvo de la solapa de la chaqueta. Estaba sentada en un sillón de brazos situado en el lado izquierdo de la estancia, cerca de la puerta que daba acceso a la sala de reuniones.
Читать дальше