Miró la caja de herramientas. Pesaba demasiado para acarrearla otra vez hasta la cabaña, ¿y quién sabía?, a lo mejor volvía a necesitarla al cabo de un rato. La número 15 también estaba tapiada, pero sólo con un tablero. Haciendo palanca con el destornillador, extrajo los dos clavos que lo mantenían sujeto. Luego dejó la caja en la habitación a oscuras. Distinguió la silueta del viejo armario a la izquierda, y el somier desnudo de la cama, todo él muelles oxidados y patas rotas, como el esqueleto de una criatura muerta hacía mucho tiempo.
Volvió la cabeza y miró el tabique que separaba esa habitación de la 14. La pintura, descascarillada, se había abombado en algunos puntos. Apoyó la mano en una de las ampollas y notó que cedía bajo su piel. Esperaba sentirla húmeda al tacto, pero no fue así. De hecho, estaba caliente, más caliente de lo que debía, a menos que en la habitación contigua ardiese un fuego. Deslizó la mano hacia un lado, hasta una zona más fría, donde la pintura permanecía intacta.
– Pero ¿qué…?
Pronunció las palabras en voz alta, y el sonido de su propia voz en la penumbra lo sobresaltó, como si no hubiese hablado él sino una versión de sí mismo que en cierto modo estaba separada de él y lo observaba con curiosidad, viendo a un hombre que aparentaba más años de los que tenía, estragado por la guerra y la pérdida, obsesionado con teléfonos que sonaban en plena noche y voces que le hablaban en lenguas desconocidas.
Y es que, mientras la palma de su mano descansaba en la pintura, sintió que esa zona fría de la pared empezaba a calentarse. No, no sólo empezaba a calentarse: abrasaba. Cerró los ojos por un momento y una imagen asaltó su mente: una presencia en la habitación contigua, una figura encorvada y deforme que ardía por dentro y, apoyando una mano en la pintura, seguía los movimientos que él realizaba en el lado opuesto, como un metal atraído por un imán.
Retiró la mano y se la frotó en la pernera del pantalón de chándal. Tenía la boca y la garganta secas. Sintió deseos de toser pero se contuvo. Era absurdo, lo sabía: a fin de cuentas, acababa de usar un taladro y una pistola de clavos para cerrar una puerta a cal y canto, así que no podía decirse que se hubiera andado con mucho sigilo hasta el momento, pero existía una diferencia entre esos ruidos metálicos y la simple intimidad humana -y, aceptémoslo, la fragilidad- de una tos. Así que se tapó la boca con la mano y salió de la habitación, dejando allí su caja de herramientas. Volvió a colocar el tablero, pero no se molestó en fijarlo. Era una noche apacible y no había viento que pudiera derribarlo. No dio la espalda al motel hasta llegar a su cabaña. Una vez dentro, cerró con llave; bebió un poco de agua, seguida de un vaso de vodka y un poco de jarabe Vicks Nyquil para ayudarlo a dormir. Volvió a marcar el número al que había llamado antes y dejó un segundo mensaje.
– Una noche más -repitió-. Quiero mi dinero, y quiero todo eso fuera de aquí. No puedo seguir haciéndolo. Lo siento.
A continuación destrozó el teléfono a pisotones antes de quitarse las zapatillas y el abrigo y quedarse hecho un ovillo en la cama. Escuchó el silencio, y el silencio lo escuchó a él.
Los ninguneaban, así lo veía él; los ninguneaban desde el primer día. Incluso se las habían arreglado para escribir mal su nombre en las placas de identificación nuevas: Bobby Jandrau en lugar de Jandreau». Ni loco pensaba irse a la guerra con el nombre mal escrito, eso traía mal karma de todas todas. ¡Y la que montaron cuando reclamó! Cualquiera habría dicho que quería que lo llevaran a Iraq en palanquín.
Pero los ricos, claro, siempre joden a los pobres, y ésa era una guerra de ricos en la que combatían pobres. No había ningún rico esperando para luchar junto a él, y si lo hubiera habido, le habría preguntado qué hacía allí, porque era absurdo meterse en aquello si uno tenía otra opción mejor. No, sólo había hombres como él, y algunos aún más pobres, y eso que él sabía lo que era pasar estrecheces; así y todo, en comparación con algunos de los tipos que conocía, gente hundida en la pobreza antes de alistarse, él nadaba en la abundancia.
Los mandos les anunciaron que estaban en condiciones de marchar al frente, en condiciones de combatir, pero ni siquiera tenían chalecos antibalas.
– Eso es porque los iraquíes no van a dispararos -dijo Lattner-. Sólo usarán el sarcasmo, y dirán cosas feas sobre vuestras mamis.
Lattner, que era una auténtica torre, quizás el hombre más alto que había conocido, siempre hablaba de sus «mamis» y sus «papis». Cuando agonizaba, preguntó por su mami, pero ella se encontraba a miles de kilómetros de allí, probablemente rezando por él, cosa que quizá le sirviese de algo. Estaba sedado para aliviarle parte del dolor, y no sabía dónde se hallaba. Creía que había vuelto a Laredo. Le dijeron que su mami no tardaría en llegar, y él murió creyendo que así era.
Rescataban de la basura trozos de metal y aplanaban latas para emplearlos a modo de placas de blindaje personal. Después empezaron a quitarles los chalecos antibalas a los iraquíes muertos. Los hombres y mujeres que llegaron más tarde estarían mejor equipados: coderas y rodilleras, protectores oculares, gafas de sol Wiley-X, e incluso tarjetas verdes con respuestas a posibles preguntas de los medios de comunicación, porque para entonces se estaba yendo todo al garete, la habían cagado del derecho y del revés, como decía su viejo, y no querían que nadie, en sus declaraciones, se saliera del guión.
Al principio no había duchas: ponían agua en los cascos para lavarse. Vivían en edificios en ruinas, y más adelante, cinco por habitación, sin aire acondicionado, a temperaturas de más de cincuenta grados. Sin dormir, sin ducharse, semanas sin cambiarse de ropa. Con el tiempo, llegaría el aire acondicionado, y las viviendas prefabricadas, y cagaderos como Dios manda, y un centro recreativo con Playstations y televisores de pantalla panorámica, y una tienda que vendía camisetas cutres con el rótulo ¿QUÉ TE HAN BAG-DADO?, y un Burger King. Habría terminales de ordenador con Internet, y locutorios abiertos las veinticuatro horas, excepto cuando mataban a un soldado: entonces los cerraban hasta comunicárselo oficialmente a la familia. Habría un búnker de hormigón con mortero junto a la puerta del pabellón prefabricado, para no tener que enfrentase a ellos a pecho descubierto.
Pero a él no le importaron las dificultades, no al principio. Uno no se alistaba porque quisiera quedarse en el país y dejar pasar el tiempo hasta el final del servicio. Se alistaba porque quería ir a la guerra… ¿Y qué fue lo que dijo el secretario de Defensa, Rumsfeld? Uno va a la guerra con el ejército que tiene, no con el que le gustaría tener. Pero, claro, el secretario Rumsfeld, la última vez que él lo vio, conservaba aún todas sus extremidades, así que para él era fácil decirlo.
Desde hacía un tiempo ciertos tatuajes estaban prohibidos en el ejército, y él tenía alguno que otro en los brazos: chorradas infantiles, pero nada relacionado con bandas. Ni siquiera sabía si en Maine había alguna banda digna de tatuarse el nombre, y aun cuando la hubiera, los tatuajes no habrían significado gran cosa para auténticos matones como los Bloodsy los Crips. El ejército acabaría añadiendo su propio tatuaje: su información personal la llevaba grabada en el costado, su «placa de carne», de manera que si alguna vez volaba en pedazos y sus placas de metal se perdían o eran destruidas, su identidad aún sería reconocible en su cuerpo. Cuando se alistó, un brigada le prometió una exención por los viejos tatuajes que le permitiría incorporarse a filas pese al reglamento; incluso se ofreció a borrar cualquier delito menor en sus antecedentes penales, pero él ni siquiera tenía una infracción por conducir bajo los efectos del alcohol. Le garantizaron una buena vida: gratificación por alistamiento, licencias retribuidas y educación universitaria, si la quería, una vez cumplido su periodo de servicio. Sacó más del ochenta por ciento en los tests de aptitud vocacional, la prueba de acceso al ejército, con lo que se convertía en candidato al reclutamiento por dos años, pero él se alistó para cuatro. De todos modos no tenía grandes planes a la vista y un alistamiento por cuatro años le aseguraba plaza en una división en concreto, y él deseaba servir, a ser posible, con otros hombres de Maine. Ser soldado le gustó. Se le dio bien. Por eso se reenganchó. De no haberlo hecho, las cosas habrían sido muy distintas. La segunda etapa fue el colmo. La segunda etapa fue el no va más.
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