John Connolly - Voces que susurran

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En mayo de 2009, pocos meses después de su regreso de Iraq, el joven soldado Damien Patchett se suicida disparándose con un revólver durante un paseo. Su padre, Bennett Patchett, que sospecha que algo turbio se esconde tras su muerte, acude a ver al detective privado Charlie Parker para pedirle que lo investigue. Extrañamente, ese mismo día, un agente de policía ha aparecido muerto junto a las ruinas calcinadas del siniestro bar Blue Moon. En sus pesquisas, Parker pronto descubrirá que Patchett formaba parte de un grupo de ex combatientes desencantados que cruzan a menudo la frontera entre Maine y Canadá, un lugar propicio para el tráfico no sólo de drogas, sino también de alcohol, personas y dinero. Entretanto, un misterioso anciano, enfermo pero capaz de una violencia despiadada, se acerca a Maine en busca de venganza. Charlie Parker necesitará la ayuda de sus amigos Louis y Ángel. Aun así, tendrá que vérselas con un ser al que teme más que a ningún otro.

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El teléfono sonó cuando me hallaba a medio camino de casa. El identificador de llamada mostró el número de Bennett Patchett, así que me detuve en un Dunkin' Donuts y contesté.

– Llamas un poco tarde, Bennett -dije.

– He supuesto que eras ave nocturna, como yo -respondió-. Perdona que haya tardado tanto en devolverte la llamada. He estado todo el día liado con asuntos jurídicos, y al acabar, si quieres que te diga la verdad, no me apetecía comprobar mis mensajes. Pero he tomado una copa y ya me he relajado un poco. ¿Has averiguado algo digno de mención?

Le contesté que no, aparte de constatar que muy probablemente las cuentas de Joel Tobias no cuadraban, como Bennett ya sospechaba. Le planteé después mis propias dudas: que sería difícil seguir a Tobias sin más efectivos y que quizás existieran formas mejores de abordar la posibilidad de que Karen Emory fuera víctima de violencia doméstica.

– ¿Y mi hijo? -preguntó Bennett. Se le quebró la voz al decirlo, y me pregunté si de verdad había tomado sólo una copa-. ¿Qué pasa con mi hijo?

No supe qué decir. «Tu hijo se ha ido, y esto no te lo devolverá», pensé. «Se lo llevó el estrés postraumático, no su participación en lo que tal vez esté haciendo Joel Tobias tras la fachada de un negocio de transporte legítimo.»

– Oye -dijo Bennett-. A lo mejor piensas que soy un viejo chocho, incapaz de aceptar las circunstancias de la muerte de su hijo, y probablemente sea verdad, ¿sabes? Pero tengo intuición con las personas, y Joel Tobias no es trigo limpio. Ya no me gustó cuando lo conocí, ni me hizo ninguna gracia que Damien se metiera en sus asuntos. Te pido que sigas con este asunto. Da igual lo que cueste. Tengo dinero. Si necesitas contratar un poco de ayuda, hazlo, y lo pagaré también. ¿Qué dices?

¿Qué podía decir? Contesté que le dedicaría unos días más, pese a creer que no serviría de nada. Me dio las gracias y colgó. Me quedé un rato mirando el teléfono antes de lanzarlo al asiento contiguo.

Esa noche soñé con el camión de Joel Tobias. Estaba en un aparcamiento vacío, con el remolque desenganchado, y cuando lo abrí, dentro sólo vi negrura, una negrura que se extendía más allá del fondo del remolque, como si tuviese la vista fija en el vacío. Sentí acercarse una presencia surgida de la oscuridad, una presencia que se precipitaba hacia mí desde el abismo, y me desperté con la primera luz del alba y la sensación de que ya no estaba solo del todo.

En la habitación se percibía el perfume de mi mujer muerta, y supe que era una advertencia.

6

Cuando aparqué en la estación marítima de Casco Bay, el barco correo zarpaba para el reparto matutino con un puñado de pasajeros a bordo, la mayoría de ellos turistas, que contemplaban cómo se alejaban del muelle en medio del ajetreo de pesqueros y transbordadores. El barco correo era un elemento esencial en la vida de la bahía, enlace dos veces al día entre tierra firme y los habitantes de Little Diamond, Great Diamond y Diamond Cove; los de Long Island, Cliff Island y Peaks Island; y los de Great Chebeague, la isla más extensa de Casco Bay, y Dutch Island, o «Refugio», como a veces se la llamaba, la isla más remota del archipiélago, conocido como «islas del Calendario». El barco era un punto de conexión no sólo entre quienes vivían junto al mar y quienes vivían en el mar, sino también entre los residentes de las localidades más inaccesibles de Casco Bay.

Al ver el barco correo, siempre sentía una punzada de nostalgia. Parecía pertenecer a otra época, y era imposible mirarlo sin imaginar cómo había sido antes, la importancia de ese enlace cuando viajar entre las islas y tierra firme no era tan fácil. El barco correo repartía cartas, paquetes y carga, pero también portaba y difundía noticias. Mi abuelo, el padre de mi madre, me llevó una vez en el barco correo mientras éste hacía el reparto; fue poco después de regresar mi madre y yo a Maine tras la muerte de mi padre, cuando huimos al norte para escapar de la creciente mancha generada por ese suceso. Por aquel entonces me pregunté si sería posible vivir en una de esas islas, abandonar tierra firme para siempre, pensando que así cuando la sangre llegara a la costa gotearía lentamente en el mar y se diluiría entre las olas. Volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que yo siempre huía: del legado de mi padre; de las muertes de Susan y Jennifer -mi mujer y mi hija-, y en último extremo de mi propia naturaleza.

Pero ahora había dejado de huir.

El Sailmaker era, hablando en plata, un tugurio de mala muerte. Situado en los muelles de Portland, era uno de los últimos bares nacidos en su día para satisfacer las necesidades de los langosteros, los estibadores y todos aquellos cuya forma de vida dependía de los aspectos más ásperos de la actividad portuaria de la ciudad. Ya existía mucho antes de que a alguien se le pasara por la cabeza la idea de que un turista pudiera desear estar un rato frente al mar, y cuando, en efecto, al final llegaron los turistas, éstos rehuyeron el Sailmaker. Era como el perro callejero que dormita en un jardín: la piel salpicada de cicatrices de antiguas peleas, los dientes amarillentos siempre a la vista, incluso en estado de reposo, los ojos legañosos tras los párpados entornados, emanando todo él una amenaza contenida y augurando la pérdida de un dedo, o algo peor, si un desconocido, al pasar, cometía la insensatez de darle una palmada en la cabeza. En el letrero que pendía fuera del bar, descuidado desde hacía años, casi no podía leerse el nombre. Quienes lo necesitaban sabían dónde encontrarlo, y ésos eran los vecinos de la zona y cierta clase de recién llegados, aquellos a quienes no les interesaban las buenas cenas ni los faros marinos ni los pensamientos nostálgicos sobre barcos correo e isleños. Esa clase de gente localizaba por el olfato el Sailmaker y encontraba en él su lugar, después de hacer amago de morder a los demás perros y haber recibido a su vez alguna que otra dentellada.

El Sailmaker era el único establecimiento todavía abierto en su muelle. Alrededor, ventanas atrancadas y puertas con candados protegían locales donde no quedaba nada que robar. El mero hecho de entrar en ellos entrañaba el riesgo de hundirse en el suelo y precipitarse a las frías aguas de la bahía, ya que esos edificios, al igual que el propio muelle, se sumergían lentamente en el mar a causa de la podredumbre. Parecía un milagro que la estructura entera no se hubiese desplomado hacía ya muchos años, y si bien daba la impresión de que el Sailmaker era más estable que sus vecinos, se asentaba sobre los mismos pilotes precarios que todo los demás.

Tomar una copa en el Sailmaker conllevaba, pues, una sensación de peligro a muchos niveles, siendo la posibilidad de ahogarse en la bahía por pisar una tabla en mal estado una inquietud relativamente menor en comparación con la amenaza más inmediata de violencia física, grave o menos grave, por parte de uno de sus clientes o más de uno. En general, ni siquiera los langosteros frecuentaban ya el Sailmaker, y los que sí lo hacían estaban menos interesados en la pesca que en beber sin parar hasta que el líquido les salía por las orejas, Eran langosteros sólo de nombre, porque quienes acababan en el Sailmaker se habían resignado al hecho de que sus días como miembros útiles de la sociedad, personas que trabajaban afanosamente por un sueldo honrado, habían quedado atrás hacía mucho. El Sailmaker era el sitio en el que terminabas cuando no había ninguna otra parte adonde ir, cuando el único final a la vista era un funeral al que asistiría la gente que te conocía sólo por el asiento que ocupabas ante la barra y tu bebida favorita, y que lloraría por su propia vida tanto como por la tuya mientras tu ataúd descendía bajo tierra. Toda población costera tenía un bar como el Sailmaker; en cierto modo, en tales establecimientos había más posibilidades de que recordaran a los descarriados que entre los restos de su propia familia. Desde ese punto de vista, el Sailmaker era, tanto por su nombre -ya que en un barco el sailmaker era el «velero», el que confeccionaba las velas- como en sentido figurado, un lugar idóneo en el que acabar uno sus días, porque a bordo era el velero quien cosía el coy del marino muerto en torno a su cuerpo a modo de mortaja, y le daba al difunto una última puntada en la nariz para asegurarse de que había fallecido. En el Sailmaker, tales precauciones eran innecesarias: sus clientes se mataban a fuerza de beber, así que cuando dejaban de pedir copas, era señal casi inequívoca de que habían logrado su objetivo.

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