El dueño del Sailmaker era un tal Jimmy Jewel, aunque en su presencia yo siempre lo había oído llamar «señor Jewel». Jimmy Jewel tenía en propiedad muchos lugares como el Sailmaker y el muelle en el que éste se hallaba: bloques de apartamentos que apenas cumplían la normativa; edificios ruinosos en zonas portuarias y calles pequeñas de poblaciones desde Kittery hasta Calais; y solares que no se empleaban más que para almacenar charcos inmundos de agua de lluvia estancada, solares que no estaban a la venta ni parecían propiedad de nadie salvo por los carteles de PROHIBIDO EL PASO, algunos de aspecto razonablemente legítimo, otros simples tablones escritos de cualquier manera con versiones cada vez más alejadas y creativas de la palabra «Prohibido».
Lo que tenían en común esos edificios y solares era la posibilidad de alcanzar, en un futuro, un gran valor para un promotor inmobiliario. El muelle en el que se asentaba el Sailmaker era uno de tantos que, según todos los pronósticos, pasaría a formar parte del proyecto de reconversión urbanística del Nuevo Puerto de Maine, un esfuerzo con un coste de ciento sesenta millones de dólares para revitalizar el frente marítimo comercial que incluía un nuevo hotel, altos bloques de oficinas y una terminal para cruceros, proyecto ahora aparcado y considerado cada vez más remoto. El puerto sobrevivía a duras penas. La Estación Marítima Internacional, en otro tiempo llena de contenedores en espera de ser cargados en buques y gabarras o transportados tierra adentro en camión o tren, estaba más silenciosa que nunca. El número de pesqueros que llevaban sus capturas a la lonja del Muelle de Pesca de Portland había disminuido de trescientos cincuenta a setenta en el transcurso de quince años, y el medio de vida de los pescadores se veía ahora aún más amenazado por la reducción de los días de pesca autorizados. Pronto se suspendería el servicio de transbordadores de alta velocidad entre Portland y Nueva Escocia, llevándose consigo puestos de trabajo e ingresos muy necesarios para el puerto. Según algunos, la supervivencia de la zona portuaria dependía del mayor número de bares y restaurantes permitidos en los muelles, pero el peligro residía en que el puerto se convirtiera entonces en poco más que un parque temático, con sólo un puñado de langosteros para ir ganándose la vida mal que bien y dar cierto color local de cara a los turistas, y la ciudad de Portland quedara reducida así a una sombra del gran puerto de aguas profundas en que se había basado su identidad durante tres siglos.
Y en medio de toda esta incertidumbre se hallaba Jimmy Jewel, valorando las distintas posibilidades, con el dedo húmedo y en alto para ver en qué dirección soplaba el viento. No sería exacto decir que a Jimmy no le importaba Portland, o sus muelles, o su historia. Era sólo que el dinero le importaba más.
Pero si bien los edificios ruinosos constituían una porción considerable de su cartera de inversiones, no representaban el total de sus intereses comerciales. Jimmy controlaba una buena parte del transporte por carretera interestatal y fronterizo y era de quienes más sabían acerca del contrabando de estupefacientes en el litoral nordeste. El principal interés de Jimmy era la hierba, pero había sufrido varios golpes serios en los últimos años, y ahora, según los rumores, estaba retirándose del negocio de la droga en favor de empresas más legítimas, o empresas que conferían apariencia de legitimidad, que no era lo mismo. No es fácil erradicar las viejas costumbres, y por lo que se refería a la vida delictiva, Jimmy seguía metido en ella tanto por el dinero como por el placer de transgredir la ley.
No tuve que telefonear con antelación para concertar una cita con él. El núcleo del imperio de Jimmy era el Sailmaker. Tenía un pequeño despacho en la parte de atrás, pero se usaba básicamente como almacén. De hecho, Jimmy siempre rondaba por el bar, leyendo el periódico, atendiendo alguna que otra llamada en un teléfono antiguo y bebiendo una taza de café tras otra. Allí estaba cuando entré aquella mañana. No había nadie más, aparte de un camarero con una camiseta blanca llena de manchas que entraba cajas de cerveza desde el almacén. El camarero se llamaba Earle Hanley, el mismo Earle Hanley que atendía la barra del Blue Moon la noche que Sally Cleaver murió a causa de la paliza propinada por su novio, ya que el dueño del Sailmaker y el Blue Moon eran la misma persona: Jimmy Jewel.
Earle alzó la vista cuando entré. Si le gustó lo que vio, hizo un decidido esfuerzo para disimularlo. Contrajo el rostro, arrugándolo como una bola de papel recién apretujada; de hecho su cara, incluso en estado de reposo, parecía la última nuez en el cuenco una semana después de Acción de Gracias. Su otra función consistía en repartir leña entre los recalcitrantes que contrariaban a Jimmy y se granjeaban su antipatía. Daba la impresión de haber sido construido a base de bolas de lípidos incrustadas, con la bola superior orlada de pelo negro grasiento. Incluso sus muslos eran circulares. Casi me parecía oír el chapoteo de la grasa en torno a su cuerpo mientras se movía.
Jimmy, por su parte, vestía un traje negro de enterrador y, debajo, una camisa azul con el cuello desabrochado. Era delgado y tenía el pelo de distintos tonos grisáceos, mantenido en su sitio por una gomina que despedía un ligero olor a clavo. Medía un metro ochenta, pero estaba un poco encorvado, como si se hallase bajo una carga invisible para todos pero en extremo opresiva para él. El lado derecho de su boca apuntaba permanentemente hacia arriba, como si la vida fuese una graciosa comedia y él un simple espectador. Para lo que corría entre contrabandistas y narcotraficantes, Jimmy no era mal tipo. Había tenido algún encontronazo con mi abuelo, que era policía estatal y conocía a Jimmy desde hacía años, pero se respetaban mutuamente. Jimmy asistió al funeral de mi abuelo, y el pésame que me dio fue sincero. Desde entonces apenas trataba con él, pero nuestros caminos se habían cruzado en alguna que otra ocasión, y un par de veces me había indicado amablemente la dirección correcta al acudir a él con una pregunta que requería respuesta, siempre y cuando nadie saliera mal parado por su culpa y no interviniese la policía.
Apartó la vista del periódico, y su media sonrisa vaciló, como una bombilla por efecto de una interrupción momentánea en el suministro eléctrico.
– ¿No deberías llevar antifaz? -preguntó.
– ¿Por qué? ¿Tienes algo que merezca la pena robar?
– No, pero pensaba que todos los vengadores llevabais antifaz. Así, cuando desaparecéis en la noche, la gente puede decir: «¿Quién era ese vengador enmascarado?». Aparte de eso, no eres más que un hombre vestido de manera demasiado juvenil para su edad, que mete la nariz donde no le llaman y pone cara de sorpresa cuando le sangra.
Ocupé un taburete frente a él. Dejó escapar un suspiro y plegó el periódico.
– ¿Crees que llevo ropa demasiado juvenil para mi edad? -pregunté.
– Si quieres saber mi opinión, hoy día todo el mundo lleva ropa demasiado juvenil, y eso si lleva ropa. Todavía recuerdo los tiempos en que venían busconas a estos bares, y ni siquiera ellas se habrían puesto lo que se ponen algunas chicas que veo desfilar por delante, en verano y en invierno. Me entran ganas de comprarles abrigos a todas, para asegurarme de que no pasan frío. Pero ¿qué sé yo de modas? Para mí, cualquier traje que no sea negro parece una indumentaria propia del mismísimo Liberace. -Me tendió la mano y se la estreché-. ¿Cómo te va, muchacho?
– Bien, bastante bien.
– ¿Sigues con aquella mujer? -preguntó.
Se refería a Rachel, la madre de mi hija Sam. No sentí el menor impulso de expresar sorpresa. Nadie sobrevivía tanto tiempo como Jimmy Jewel si no se enteraba de los derroteros que tomaban las vidas de sus conocidos.
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