Herodes volvió a sonreír, esta vez con pesar: un maestro defraudado ante un alumno incapaz de asimilar un concepto sencillo. El ambiente en la cocina había cambiado desde la llegada de Herodes, y de manera muy palpable. No era sólo la escalofriante desazón que invadía a Webber por el rumbo que tomaba la conversación. No, era como si la fuerza de la gravedad aumentara lentamente, como si el aire se viciara. Cuando Webber intentó acercarse la copa a los labios, le sorprendió su peso. Pensó que si se ponía en pie e intentaba caminar, sería como vadear el lecho embarrado o cenagoso de un río. Era Herodes quien alteraba la esencia misma del ambiente, emanando elementos de su propio interior que modificaban la composición de cada átomo. Aquel moribundo, pues con toda certeza estaba muriéndose, transmitía una sensación de densidad, como si no fuese de carne y hueso, sino de un material desconocido, algo constituido por compuestos contaminados, una masa extraña.
Webber consiguió acercarse la copa a los labios. El vino le goteó barbilla abajo en una desagradable imitación de la indignidad previa del propio Herodes. Se lo enjugó con la palma de la mano.
– No pude hacer nada -adujo Webber-. Siempre habrá competencia para los hallazgos esotéricos o poco comunes. Resulta difícil mantener en secreto su existencia.
– En el caso del grimorio de La Rochelle, su existencia sí era un secreto -afirmó Herodes-. La fundación dedica mucho tiempo y esfuerzo a seguir el rastro a piezas de interés que pueden haber caído en el olvido, o haberse extraviado, y es muy cauta en sus indagaciones. El grimorio se localizó después de años de investigación. Fue catalogado de manera incorrecta en el siglo XVIII, error que se constató mediante un arduo cotejo por nuestra parte. Sólo la fundación conocía la trascendencia del objeto. Incluso su propietario lo consideraba una simple curiosidad, y aunque le atribuía cierto valor, ignoraba la importancia que podía llegar a tener para determinados coleccionistas. La fundación, por su parte, le designó a usted para actuar en su representación. Su única responsabilidad era cerciorarse de que el pago se hacía efectivo y organizar luego el transporte del objeto en condiciones seguras. La parte difícil del trabajo ya estaba hecha.
– No acabo de entender qué insinúa -dijo Webber.
– No insinúo nada. Estoy describiendo lo ocurrido. Usted se dejó llevar por la avaricia. Ya había tratado antes con el coleccionista Graydon Thule, y sabía que Thule sentía especial pasión por los grimorios. Le dio a conocer la existencia del grimorio de La Rochelle. A cambio, él accedió a pagarle honorarios de descubridor y, a fin de asegurarse de que el grimorio acabara en sus manos, ofreció cien mil dólares más de lo que la fundación tenía presupuestado. Usted no entregó toda esa cantidad al vendedor, sino que se quedó con la mitad, más los honorarios como descubridor. Después pagó a un subagente de Bruselas para que actuase en representación suya, y Thule se hizo con el grimorio. No me dejo ningún detalle, ¿verdad?
Webber se sintió tentado de rebatirlo, de desmentir las acusaciones de Herodes, pero fue incapaz. Sólo en retrospectiva se le ocurrió que había sido una estupidez pensar que saldría airoso del engaño. Pero en su momento se le antojó del todo factible, incluso razonable. Necesitaba el dinero: en los últimos meses había perdido liquidez, ya que su negocio no era inmune al declive económico. Por otra parte, su hija estudiaba segundo de medicina, y el coste de su educación era una sangría. Si bien la Fundación Gutelieb, como la mayoría de sus clientes, pagaba bien, no pagaba bien con la debida frecuencia, y Webber pasaba estrecheces desde hacía un tiempo. Con la adquisición del grimorio para Thule había ingresado en total ciento veinte mil dólares, descontado ya el pago al subagente de Bruselas. En sus circunstancias, eso era mucho dinero: le permitía aligerar sus deudas, cubrir su parte de la matrícula de Suzanne para el curso siguiente y guardarse un pequeño colchón en el banco. Empezó a sentir cierta indignación ante Herodes y su actitud. Webber no trabajaba para la Fundación Gutelieb. Sus obligaciones para con ellos eran mínimas. Cierto que, en rigor, su actuación en la venta del grimorio no había sido honrada, pero acuerdos como ése se producían continuamente. Al carajo Herodes. Ahora Webber tenía dinero suficiente para ir tirando, y contaba con el favor de Thule. Si la Fundación Gutelieb ponía fin a su relación comercial con él, que así fuese. Herodes no podía demostrar nada de lo que acababa de decir. Si se llevaba a cabo una investigación en torno a la procedencia del dinero, Webber disponía de facturas de venta falsas más que suficientes para justificar una pequeña fortuna.
– Me parece que debería irse ya -dijo Webber-. Me gustaría seguir preparando la cena.
– No dudo que le gustaría. Pero mucho me temo que, por desgracia, no puedo dejar correr el asunto. Se requiere algún tipo de compensación.
– Yo no lo creo. No sé de qué me habla. Sí, he trabajado alguna vez para Graydon Thule, pero él tiene sus propios proveedores. No se me puede responsabilizar de todas las ventas fallidas.
– No se le responsabiliza de todas las ventas fallidas, sino sólo de una. A la Fundación Gutelieb le preocupa mucho la cuestión de la responsabilidad. Nadie lo obligó a actuar como lo hizo. Ésa es la gran virtud del libre albedrío, pero también su maldición. Debe usted asumir la culpabilidad de sus actos. Se tiene que reparar el daño ocasionado.
Webber empezó a hablar, pero Herodes levantó una mano para obligarlo a callar.
– No me mienta, señor Webber. Me ofende, y usted mismo se pone en ridículo. Compórtese como un hombre. Primero reconozca su culpa, y ya veremos después cuál puede ser la indemnización. La confesión es buena para el alma.
Alargó el brazo y apoyó la mano derecha en la de Webber. Herodes tenía la piel húmeda y fría, hasta el punto de resultar desagradable, pero Webber fue incapaz de moverse. Herodes parecía lastrarlo.
– Vamos, lo único que le pido es franqueza -instó Herodes-. Sabemos la verdad, y ahora sólo se trata de encontrar una manera para que tanto usted como nosotros podamos dejar esto atrás.
Sus ojos oscuros destellaban como espinelas negras en la nieve. Webber quedó paralizado. Asintió una vez, y Herodes respondió con un gesto similar.
– Últimamente las cosas se me han complicado mucho -explicó Webber. Le ardían los ojos y no le salían las palabras, como si estuviera al borde del llanto.
– Lo sé. Corren tiempos difíciles para mucha gente.
– Yo nunca había actuado así. Thule se puso en contacto conmigo por otro asunto, y yo lo dejé caer. Estaba desesperado. Obré mal. Presento mis disculpas: a usted, y a la fundación.
– Sus disculpas son aceptadas. Ahora, por desgracia, debemos hablar del asunto de la indemnización.
– He gastado ya la mitad del dinero. No sé en qué cantidad han pensado, pero…
Herodes pareció sorprenderse.
– Ah, no, no es cuestión de dinero -dijo-. No exigimos dinero.
Webber dejó escapar un suspiro de alivio.
– ¿Qué quieren, pues? -preguntó-. Si necesitan información sobre objetos de su interés, quizá me sea posible proporcionársela a un precio módico. Puedo hacer indagaciones, consultar a mis contactos. Seguro que encuentro algo para compensar la pérdida del grimorio y…
Dejó de hablar. De pronto había aparecido un sobre marrón en la mesa, de esos con el dorso de cartón que se usan para proteger fotografías.
– ¿Qué es? -preguntó Webber.
– Ábralo y lo verá.
Webber cogió el sobre. No llevaba el nombre ni las señas del destinatario; tampoco sello. Introdujo los dedos en él y extrajo una única fotografía en color. Reconoció a la mujer de la instantánea, capturada sin que ella advirtiera la presencia de la cámara, con la cabeza vuelta un poco a la derecha mientras miraba por encima del hombro, sonriendo a alguien o algo situado fuera de la imagen.
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