Me recliné en la silla y contemplé por la ventana las marismas y las aves que sobrevolaban sus aguas a baja altura. Al sur una fina columna de humo oscuro se elevaba hacia el cielo hasta disiparse lentamente en el aire quieto, dejando una tenue estela de contaminación que empañaba el azul, por lo demás impoluto, del plácido ocaso. Telefoneé a Bennett Patchett, y me confirmó que Karen Emory estaba en el trabajo. Su turno terminaba a las siete de la tarde y, según había averiguado Bennett, Joel Tobias pasaría por allí a recogerla. Era lo que acostumbraba hacer cuando no salía a la carretera. Karen, al preguntarle Bennett si podía quedarse un rato más esa tarde, le había contestado que no, porque Joel y ella habían quedado para cenar. Explicó que las semanas siguientes Joel tenía programados varios viajes a Canadá y seguramente no dispondrían de mucho tiempo para estar juntos. Por tanto, a falta de algo mejor que hacer, decidí ir a echar un vistazo a Joel Tobias y su novia.
***
La cafetería Downs era un establecimiento bastante amplio, con capacidad para cien cubiertos o más, en el supuesto de que la cocina contara con todo el personal necesario y las camareras estuvieran dispuestas a ganarse las propinas con el sudor de su frente. Unos ventanales de gran tamaño daban a la Federal 1 y al aparcamiento de la bolera Big 20, al otro lado de la calzada. Una única barra atravesaba el comedor de punta a punta, con ángulos en los extremos formando una especie de U achatada. En las paredes se alineaban los reservados de cuatro plazas, y otra hilera de reservados creaba una isla de vinilo y formica en el centro del restaurante. Las camareras vestían camisetas azules con el nombre del establecimiento en la espalda, encima de una imagen de tres caballos en el esfuerzo final para alcanzar la línea de meta. Cada camarera llevaba su propio nombre bordado sobre el pecho izquierdo.
En lugar de entrar, esperé en el aparcamiento. Veía a Karen Emory dejar las cuentas en sus mesas, preparándose ya para el final del turno. Bennett me la había descrito, y era la única rubia que trabajaba esa tarde. Era bonita y menuda, de poco más de un metro cincuenta, en conjunto delgada, aunque incluso de lejos daba la impresión de que la camiseta le quedaba pequeña en torno al busto. Probablemente más de uno frecuentaba el Downs sólo para contemplar esa tela tensada mientras el huevo le resbalaba por la barbilla.
A las 18:55, una pickup Silverado negra con las lunas ahumadas entró en el aparcamiento. Al cabo de veinte minutos, Karen Emory salió con un vestido negro corto y zapatos de tacón, el pelo suelto sobre los hombros y el rostro recién maquillado. Se metió en la Silverado, y ésta giró a la izquierda en la Federal 1, rumbo al norte. Permanecí detrás de ella hasta South Portland, donde dobló en el aparcamiento de Beale Street Barbecue, en Broadway. Karen se apeó primero, seguida de Joel Tobias. El medía al menos un palmo más, tenía el pelo oscuro, un poco largo y ya canoso, peinado hacia atrás por encima de las orejas, dejándole la frente despejada. Vestía camisa y pantalón vaquero. Si tenía algo de grasa, estaba bien escondida. Cojeaba un poco, arrastrando el pie derecho, y llevaba la mano izquierda hundida en el bolsillo delantero del pantalón.
Dejé pasar un par de minutos y entré también. Habían ocupado una de las mesas próximas a la puerta, así que me senté a la barra y, tras pedir una cerveza sin alcohol y patatas fritas, me coloqué de modo que me permitiese ver la televisión y la mesa de Tobias y Karen. Parecían pasarlo bien. Les sirvieron unos margaritas acompañados de cerveza, y compartieron un plato de degustación. Todo eran sonrisas y carcajadas, en especial por parte de Karen Emory, pero su actitud parecía un tanto forzada, o acaso a mí, influido por Bennett Patchett, me dio esa impresión. Intenté apartar de mi cabeza todo lo que él me había dicho y observarlos como a una pareja de desconocidos dignos de atención en un restaurante. Ni así: Karen se esforzaba más de la cuenta, sensación que vi confirmada cuando Tobias fue al lavabo y la sonrisa de ella se desvaneció poco a poco mientras lo veía alejarse, dando paso a una expresión pensativa y atribulada a partes iguales.
Yo acababa de pedir otra cerveza, que no tenía previsto tomar, cuando Joel Tobias apareció junto a mi codo. No reaccioné cuando se hizo un hueco ante la barra a mi lado y pidió la cuenta tras explicar que la camarera parecía ocupada con otras mesas. Se volvió hacia mí.
– Disculpe -dijo sonriendo, y volvió junto a su novia.
Alcancé a verle la mano izquierda antes de marcharse: le faltaban dos dedos y tenía cicatrices. Al cabo de un momento se acercó la camarera, cogió la cuenta de la barra por indicación del camarero y la llevó a la mesa. Un par de minutos después habían pagado y se habían ido.
No los seguí. Me bastó con verlos juntos, y la aparición de Tobias a mi lado me había inquietado. No lo había visto volver del lavabo, lo que significaba que debía de haber salido por la puerta lateral y entrado de nuevo por la principal. Tal vez hubiera fumado un cigarrillo fuera, pero, en tal caso, era fumador de un par de caladas sólo. Acaso fuese una simple coincidencia, pero yo no tenía la menor intención de confirmar las sospechas que él pudiera albergar sobre mi presencia allí saliendo a toda prisa al aparcamiento y arrancando detrás de él con un chirrido de neumáticos. Apuré casi toda la cerveza que no quería y vi un rato más el partido por la televisión antes de pagar la cuenta y marcharme del bar. El aparcamiento estaba prácticamente vacío, y la Silverado negra había desaparecido hacía tiempo. No eran aún las diez de la noche y en el cielo se percibía un resto de claridad. Fui hasta Portland para pasar por delante de la casa de Joel Tobias. Era una vivienda pequeña de dos plantas, bien conservada. La Silverado estaba en el camino de acceso, pero no se veía ni rastro del enorme camión de Tobias. Había una luz encendida en una habitación del piso de arriba, visible a través de las cortinas medio cerradas, pero se apagó mientras yo miraba, y la casa quedó totalmente a oscuras.
Esperé allí un poco más, observando la casa y pensando en la expresión de Karen Emory un rato antes, y en cómo había aparecido Tobias junto a mi codo. Después volví a Scarborough, a mi silencioso hogar. En otro tiempo vivían conmigo una mujer y una niña, y un perro, pero ahora estaban en Vermont. Yo visitaba a mi hija, Sam, una o dos veces al mes, y en ocasiones ella se quedaba a pasar una noche conmigo si algún asunto llevaba a su madre, Rachel, a Boston. Rachel salía con otro hombre, motivo por el que me resultaba incómodo irrumpir en su vida y, a veces, me invadía cierto resentimiento. Pero también mantenía las distancias porque no quería ocasionarles ningún daño, y el daño me seguía a todas partes.
El lugar de ellas lo ocupaban ahora las sombras de otra mujer y otra niña, ya no vistas, pero sí percibidas, como el aroma que queda de las flores desechadas al empezar a caerse los pétalos. Esa mujer y esa hija fallecidas habían dejado de ser una fuente de desasosiego. Me las había arrebatado un asesino, un hombre a quien yo a mi vez había quitado la vida, y en mi culpabilidad y rabia había permitido durante un tiempo que se transformasen en presencias vengativas y hostiles. Pero eso era antes: ahora, sentirlas allí me proporcionaba consuelo, porque sabía que tenían un papel que desempeñar en lo que deparase el futuro.
Cuando abrí la puerta, noté la casa caliente, llena del olor a salitre de las marismas. Sentí el vacío de las sombras, el desinterés del silencio, y dormí plácidamente, y solo.
Cuando sonó el timbre, Jeremiah Webber acababa de servirse una copa de vino para relajarse antes de preparar la cena. A Webber le importunaba que interrumpieran sus rutinas, y la noche del jueves era sagrada en su casa relativamente modesta, o modesta al menos conforme al opulento rasero de New Canaan, Connecticut. La noche del jueves apagaba el móvil, no atendía ninguna llamada al fijo (de hecho sus pocos amigos, conocedores de sus rarezas, sabían que no debían molestarlo, y la única excusa permisible era la mortalidad, inminente o consumada), y por supuesto no abría la puerta si sonaba el timbre. La cocina estaba en la parte trasera de la casa, y mantenía la puerta cerrada mientras cocinaba, con lo que a través del cristal de la puerta de entrada sólo se veía un fino haz de luz horizontal. Había una lámpara encendida en el salón y otra en su dormitorio, en la planta de arriba, ésa era toda la iluminación de la casa. En el aparato de música de la cocina sonaba Bill Evans a muy bajo volumen. A veces Webber se pasaba los días previos planeando con toda precisión qué música pondría mientras cocinaba y comía, con qué vino acompañaría la cena, qué platos prepararía. Concederse estos pequeños caprichos lo ayudaba a conservar la cordura.
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