John Connolly - Voces que susurran

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En mayo de 2009, pocos meses después de su regreso de Iraq, el joven soldado Damien Patchett se suicida disparándose con un revólver durante un paseo. Su padre, Bennett Patchett, que sospecha que algo turbio se esconde tras su muerte, acude a ver al detective privado Charlie Parker para pedirle que lo investigue. Extrañamente, ese mismo día, un agente de policía ha aparecido muerto junto a las ruinas calcinadas del siniestro bar Blue Moon. En sus pesquisas, Parker pronto descubrirá que Patchett formaba parte de un grupo de ex combatientes desencantados que cruzan a menudo la frontera entre Maine y Canadá, un lugar propicio para el tráfico no sólo de drogas, sino también de alcohol, personas y dinero. Entretanto, un misterioso anciano, enfermo pero capaz de una violencia despiadada, se acerca a Maine en busca de venganza. Charlie Parker necesitará la ayuda de sus amigos Louis y Ángel. Aun así, tendrá que vérselas con un ser al que teme más que a ningún otro.

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Así pues, quienes sabían que estaba en casa un jueves por la noche difícilmente lo interrumpirían, y quienes no lo sabían con seguridad no podían confirmar su presencia o ausencia sólo por las luces encendidas. Incluso sus clientes más preciados, algunos de los cuales eran hombres y mujeres ricos acostumbrados a ver satisfechas sus necesidades a cualquier hora del día o la noche, habían acabado aceptando la inaccesibilidad de Jeremiah Webber los jueves por la noche. Ese jueves en particular su rutina ya se había visto un poco alterada por una serie de prolongadas conversaciones telefónicas, con lo que había llegado a casa pasadas las ocho, y eran ya casi las nueve y aún no había cenado. Por tanto, si normalmente no estaba de humor para interrupciones, esa noche lo estaba todavía menos.

Webber era un cincuentón de pelo oscuro, refinado, atractivo de una manera que habría podido considerarse un tanto afeminada, impresión acentuada por su afición a las pajaritas con topos, los chalecos vistosos y un abanico de intereses culturales que incluía el ballet, la ópera y la danza interpretativa moderna, aunque no se limitaban a eso. Todo ello inducía a presuponer a los conocidos circunstanciales que Webber tal vez fuese homosexual, pero no lo era; nada más lejos, en realidad. Apenas tenía canas, rareza genética por la cual aparentaba diez años menos, y que le había permitido salir con mujeres que eran, desde todos los puntos de vista, demasiado jóvenes para él sin atraer la clase de atención condenatoria, motivada acaso por la envidia, que suelen suscitar tales emparejamientos de edad dispar. Su relativo encanto para el sexo opuesto, unido a cierto grado de generosidad hacia quienes se granjeaban su favor, tenía sus pros y sus contras, como Webber había podido comprobar. A causa de eso había fracasado en dos matrimonios, cosa que sólo lamentaba en el primer caso, ya que en su momento quiso a su primera mujer, aunque no lo suficiente. Gracias a la hija de ese matrimonio, su única descendiente, las líneas de comunicación entre los dos miembros distanciados de la pareja habían permanecido abiertas, y ahora Webber, como consecuencia de ello, tenía la impresión de que su primera esposa sentía por él, en general, una especie de afecto. El segundo matrimonio, en cambio, fue un error, un error que no tenía la intención de cometer de nuevo, y la razón por la que ahora prefería la informalidad al compromiso en lo que al sexo se refería. Así las cosas, rara vez deseaba compañía femenina, pese a haber pagado antes un precio por sus apetitos en forma de matrimonios rotos, y las correspondientes penalizaciones económicas. Por consiguiente, Webber atravesaba desde hacía un tiempo graves problemas de liquidez, y forzosamente había tenido que tomar medidas para rectificar tal situación.

Se disponía a quitar la espina a la trucha colocada sobre un pequeño tajo de granito cuando oyó el timbre. Se limpió los dedos en el delantal, cogió el mando a distancia y bajó el volumen un poco más a la vez que aguzaba el oído. Se acercó a la puerta de la cocina y miró la pequeña pantalla del portero automático.

Había un hombre ante su puerta. Llevaba un sombrero de fieltro y tenía el rostro ladeado respecto a la lente de la cámara del portero automático. Pero mientras Webber lo observaba, el hombre se volvió al frente, como si de alguna manera hubiese percibido que alguien lo escudriñaba. Mantuvo la cabeza agachada de modo que los ojos quedaron ocultos por la sombra, sin embargo, por lo poco que alcanzó a ver de su cara, Webber supo que el hombre plantado ante la puerta era un desconocido. Parecía tener una marca en el labio superior, pero acaso fuera sólo efecto de la luz.

El timbre volvió a sonar, y el hombre mantuvo el dedo en el botón, con lo que la secuencia bitonal se repitió una y otra vez.

– Pero ¿qué coño…? -exclamó Webber en voz alta. Pulsó el botón del portero automático-. ¿Sí? ¿Quién es? ¿Qué quiere?

– Quiero hablar -contestó el hombre-. No importa quién soy; lo que debería preocuparle es para quién trabajo. -Su dicción era un tanto ininteligible, como si tuviera algo en la boca.

– ¿Y para quién es?

– Represento a la Fundación Gutelieb.

Webber soltó el botón del portero automático y se llevó el dedo índice a la boca. Se mordió la uña, un hábito suyo desde la infancia, señal de inquietud. La Fundación Gutelieb: sólo había realizado unas cuantas transacciones con ellos. Todo se había llevado a cabo por mediación de una tercera parte, un bufete de abogados de Boston. Sus intentos para averiguar qué era exactamente la Fundación Gutelieb, y quién podía ser el responsable de las decisiones a la hora de adquirir, habían sido en vano, y al final empezó a sospechar que dicha fundación no era sino un nombre de conveniencia. Cuando persistió en sus esfuerzos, recibió una carta de los abogados advirtiéndole que la organización en cuestión era muy celosa de su privacidad, y que cualquier otra pesquisa por parte de Webber daría como resultado el cese inmediato de toda operación comercial entre la fundación y él, así como la difusión de rumores en los lugares oportunos insinuando que acaso el señor Webber no fuese tan discreto como algunos de sus clientes deseaban. A raíz de eso, Webber dio marcha atrás. La Fundación Gutelieb, real o pura fachada, le había solicitado la localización de objetos poco comunes, y caros. Los gustos de quienes se hallaban detrás parecían muy peculiares, y cuando Webber lograba satisfacerlos, le pagaban puntualmente, sin preguntas ni regateos.

Pero aquel último objeto… Debería haber sido más cauto en sus negociaciones, haber estado más atento a la procedencia, se dijo, consciente de que en realidad sólo preparaba las mentiras que en caso necesario ofrecería a modo de exculpación al hombre plantado ante su puerta.

Tendió la mano izquierda hacia el vino, pero calculó mal el movimiento. La copa cayó al suelo y le salpicó las zapatillas y los bajos del pantalón. Dejando escapar un juramento, se volvió hacía el portero automático. El hombre seguía allí.

– Ahora estoy ocupado -pretextó-. Seguramente el asunto puede tratarse dentro de un horario normal.

– Eso cabría pensar -fue la respuesta-, pero, según parece, no nos resulta fácil captar su atención. Le hemos dejado varios mensajes en su contestador, y en su lugar de trabajo. Si no lo conociéramos, empezaríamos a pensar que nos elude adrede.

– Pero ¿de qué se trata?

– Señor Webber, está usted poniendo a prueba mi paciencia, igual que ha puesto a prueba la paciencia de la fundación.

Webber se rindió.

– De acuerdo, ya voy.

Mirando el charco de vino en las baldosas blancas y negras del suelo, esquivó con cuidado los cristales rotos. Una lástima, pensó mientras se quitaba el delantal. De camino hacia la puerta se detuvo un instante para coger el arma de la repisa en el pasillo y colocársela al cinto, en la espalda, bajo el jersey. Era un arma pequeña y se escondía fácilmente. Echó un vistazo a su imagen en el espejo, sólo para mayor seguridad, y abrió la puerta.

El hombre era más bajo de lo que preveía, y vestía un traje de color azul marino que quizás en su día fue una adquisición cara, pero en la actualidad se veía anticuado, pese a sobrellevar el paso de los años con cierta elegancia. En el bolsillo del pecho lucía un pañuelo de topos a juego con la corbata. Mantenía la cabeza agachada, aunque ahora como parte del ademán de quitarse el sombrero. Por un momento, a Webber le vino a la cabeza una extraña imagen: al visitante se le desprendía lo alto de la cabeza junto con el sombrero, como la cáscara de un huevo al romperse limpiamente, permitiéndole echar un vistazo al interior de su cavidad craneal. Pero no, allí había sólo mechones sueltos de pelo blanco, como hebras de algodón de azúcar, y una cabeza abovedada rematada en una punta claramente perceptible. De pronto, el hombre alzó la vista y Webber, en una reacción instintiva, dio un pequeño paso atrás.

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