Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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Nos arrimamos y aparcamos delante de unas puertas de cristal. Summer apagó el motor y nos quedamos sentados un instante. Luego bajamos. Atravesamos una acera estrecha, tiramos de las puertas y entramos. Era una típica instalación policial, funcional y con un suelo de linóleo que era abrillantado todas las noches tanto si hacía falta como si no. En las paredes se apreciaban varias capas de pintura aplicada directamente a los bloques de hormigón. Olía ligeramente a sudor, tabaco y café pasado.

Tras el mostrador había un sargento de guardia. Nosotros íbamos en uniforme de campaña y el Humvee era visible a nuestra espalda, por lo que el hombre no pidió que nos identificáramos ni preguntó qué queríamos. Tampoco hizo conjeturas sobre por qué el general Kramer no había acudido en persona. Tan sólo me echó una mirada, se demoró algo más en Summer y a continuación se inclinó tras el mostrador y sacó el maletín. Estaba en una bolsa de plástico transparente. No una de esas para pruebas judiciales sino una especie de bolsa de la compra, con el logotipo de unos grandes almacenes estampado en rojo.

El maletín hacía juego en todo con el portatrajes de Kramer. El mismo diseño, el mismo color, los mismos años, el mismo grado de desgaste, sin monograma. Lo abrí y miré dentro. Había una cartera. Billetes de avión. Un pasaporte. También un itinerario de tres hojas sujetas con un clip. Y un libro de tapa dura.

No había ningún orden del día.

Volví a cerrarlo y lo dejé sobre el mostrador. Perfectamente alineado con el borde. Me sentía decepcionado pero no sorprendido.

– ¿Estaba en la bolsa de plástico cuando lo encontró el agente? -pregunté.

– Yo mismo lo metí en la bolsa -explicó-. Para que no se manchara. No sabía si ustedes vendrían enseguida.

– ¿Dónde fue hallado exactamente? -inquirí.

Hizo una breve pausa, apartó la vista de Summer y fue bajando la yema de un grueso dedo por un libro que tenía sobre la mesa y a lo largo de una línea de códigos de indicadores de distancia. Acto seguido se volvió y llevó el mismo dedo a un mapa. Era un mapa largo y estrecho, a gran escala, del tramo de la I-95 que atravesaba Carolina del Norte. En él se apreciaba cada kilómetro de la autopista, desde donde entraba procedente de Carolina del Sur hasta que salía hacia Virginia. El dedo se mantuvo inmóvil en el aire un segundo y bajó con decisión.

– Aquí -dijo-. En el arcén derecho, un kilómetro y medio después del área de descanso, unos dieciocho kilómetros al sur de donde nos encontramos ahora mismo.

– ¿Hay modo de saber cuánto tiempo estuvo allí?

– Pues no -repuso-. No nos dedicamos propiamente a buscar basura en los arcenes. Podría llevar allí un mes.

– Entonces ¿cómo lo vieron?

– Por una parada rutinaria. El agente simplemente lo vio allí cuando volvía a su vehículo desde el coche que había hecho parar.

– ¿Cuándo fue exactamente?

– Hoy -respondió el hombre-. Al inicio de la segunda guardia. Poco después del mediodía.

– No estuvo allí un mes -señalé.

– ¿Cuándo lo perdió?

– En Nochevieja -precisé.

– ¿Dónde?

– Se lo robaron en el lugar donde se alojaba.

– ¿Dónde se alojaba?

– En un motel a unos cincuenta kilómetros al sur de aquí.

– Así que los malos iban hacia el norte.

– Supongo -dije.

El tipo me miró como pidiendo permiso y luego cogió el maletín y lo observó como si fuera un experto y aquello fuera una pieza poco común. Lo puso frente a la luz y lo examinó desde todos los ángulos.

– Enero -dijo-. Estamos teniendo poco rocío nocturno y hace suficiente frío para que nos preocupe el hielo. Así que echamos sal. En esta época del año, en el arcén de la autopista las cosas envejecen rápido. Este maletín parece gastado, pero no muy deteriorado. Tiene arenilla en la trama de la lona, pero no mucha. No estuvo allí desde Nochevieja, eso segurísimo. Menos de veinticuatro horas, diría yo. Máximo una noche.

– ¿Está seguro? -preguntó Summer.

El tipo meneó la cabeza y dejó el maletín sobre el mostrador.

– Es sólo una conjetura.

– Muy bien -dije-. Gracias.

– Tiene que firmar el recibo.

Asentí. El recepcionista hizo girar el libro mayor, que empujó hacia mí. Encima de mi bolsillo derecho. Se leía «Reacher» en un distintivo de segundo orden, pero supuse que el tipo no se había fijado demasiado. Había pasado la mayor parte del tiempo observando los bolsillos de Summer. Garabateé «K. Kramer» en la línea correspondiente del libro, cogí el maletín y me di la vuelta.

– Un robo curioso -comentó el sargento-. En la cartera hay una tarjeta American Express y dinero en efectivo. Hicimos inventario del contenido.

No contesté. Cruzamos las puertas y regresamos al Humvee.

Summer esperó a que se aligerara el tráfico, y en cuanto pudo atravesó los tres carriles y saltó directamente a la mediana de hierba mullida. Bajó por una pendiente y a través de una zanja de desagüe llegó al otro lado. Paró un momento, miró por el retrovisor y luego se incorporó a la carretera rumbo al sur. Para esas cosas sí servía el Humvee.

– A ver qué le parece esto -dijo-. Anoche Vassell y Coomer abandonan Bird a las diez con el maletín. Se dirigen al norte, a Dulles o D.C. Sacan el orden del día y tiran el maletín por la ventanilla.

– Todo el tiempo que pasaron en Bird estuvieron en el bar o en el comedor.

– Pues se lo dio uno de sus compañeros de mesa. Deberíamos averiguar con quién cenaron. Tal vez estaba una de las mujeres de la lista de los Humvee.

– Todas tenían coartada.

– Sólo superficialmente. Las fiestas de Nochevieja son bastante caóticas.

Miré por la ventanilla. La tarde iba tocando a su fin. Empezaba a anochecer. El mundo parecía oscuro y frío.

– Cien kilómetros -dije-. Encontraron el maletín a cien kilómetros al norte de Bird. Eso es una hora. Habrían cogido el orden del día y se habrían deshecho del maletín antes.

Summer no replicó.

– Se habrían parado en el área de descanso -proseguí- para dejarlo en un contenedor de basura. Eso habría sido más seguro. Arrojar un maletín por la ventanilla de un coche llama mucho la atención.

– Quizás en realidad no existía ningún orden del día.

– Sería la primera vez en la historia militar.

– Entonces quizá no era realmente importante -observó ella.

– En Irwin pidieron fiambreras. Generales de una y dos estrellas y coroneles tenían intención de trabajar a la hora del almuerzo. Eso también sería la primera vez en la historia militar. Créame, Summer, había una reunión importante.

Ella no respondió.

– Vuelva a hacer el cambio de sentido -indiqué-. A través de la mediana. Quiero echar un vistazo en ese área de descanso.

El área de descanso era igual a las de la mayoría de interestatales. Las autopistas que van en dirección norte y sur se separan para dejar en la mediana una isla larga y gruesa. Las instalaciones son compartidas por los viajeros de ambas direcciones. Por tanto, tienen dos partes delanteras, ninguna trasera. Son de ladrillo y alrededor tienen arriates aletargados y árboles enclenques. Hay surtidores de gasolina y plazas de aparcamiento en batería.

El lugar no estaba muy concurrido ni del todo tranquilo. Se acababan las vacaciones. Las familias regresaban penosamente a casa, vuelta al trabajo y al colegio. El aparcamiento estaba ocupado más o menos en una tercera parte. La distribución de los coches era curiosa. Habían cogido el primer espacio libre que habían visto en vez de arriesgarse a ir algo más lejos, aunque así habrían quedado más cerca de la comida y los servicios. Quizás estaba en la naturaleza humana. Una especie de inseguridad innata.

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