Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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Un silencio.

– ¿Un maletín? -repitió Norton.

– ¿Fue usted? -preguntó Summer.

Norton la miró como si no comprendiera. O estaba desconcertada de veras o era una estupenda actriz.

– Si fui yo… ¿quién?

– Quien les dio el maletín.

– ¿Por qué debería darles yo ningún maletín? Apenas les conocía.

– ¿Hasta qué punto les conocía?

– Hace años me crucé con ellos un par de veces.

– ¿En Fort Irwin?

– Creo que sí.

– ¿Por qué cenó usted con ellos?

– Yo estaba allí. Me invitaron y habría sido descortés rehusar.

– ¿Sabía usted que ellos venían? -inquirí.

– No. No tenía ni idea. Me sorprendió que no estuvieran en Alemania.

– Así que les conocía lo suficiente para saber dónde estaban destinados.

– Kramer era un comandante de la División de Blindados en Europa. Ellos dos eran sus colegas del Estado Mayor. No me habría pasado por la cabeza que su base estuviera en Hawai.

Silencio. Observé los ojos de Norton. Apenas había mirado el maletín medio segundo.

– ¿Qué significa todo esto? -preguntó ella.

– Cuéntemelo usted -repuse, y señalé el maletín-. Era del general Kramer. Lo perdió en Nochevieja y hoy ha vuelto a aparecer. Estamos intentando descubrir dónde ha estado todo este tiempo.

– ¿Dónde lo perdió?

Summer se arrellanó en la silla.

– En un motel -respondió-. Durante una cita sexual con una mujer de esta base. La mujer en cuestión conducía un Humvee. Por tanto, estamos buscando a una mujer que conocía a Kramer, que tiene acceso a los Humvee, que estaba fuera de la base en Nochevieja y que se hallaba en la cena de anoche.

– En la cena yo era la única mujer.

Silencio.

Summer asintió.

– Ya lo sabemos. Y prometemos mantener todo esto en secreto, pero primero necesitamos que nos confirme a quién entregó usted el maletín.

Se hizo el silencio. Norton miró a Summer como si acabara de escuchar un chiste que no captaba.

– ¿Cree que me acosté con el general Kramer? -le soltó.

Summer no respondió.

– Bueno, pues no -aseguró Norton-. Dios me libre.

Otro silencio.

– No sé si reír o llorar -añadió-. Es una acusación totalmente ridícula. Estoy pasmada.

Hubo una pausa tensa. Norton sonrió, como si el principal componente de su reacción fuera el regocijo y no el enfado. Cerró los ojos y los abrió al cabo de un instante, como si intentase borrar la conversación de su memoria.

– ¿Falta algo en el maletín? -me preguntó.

No contesté.

– Por favor -dijo-. Estoy intentando encontrarle sentido a esta visita insólita-. ¿Falta algo en el maletín?

– Vassell y Coomer dicen que no.

– ¿Pero?

– No les creo -dije.

– Pues debería hacerlo. Son oficiales de rango superior.

No repliqué.

– ¿Qué dice su nuevo oficial al mando?

– No quiere que siga con esto. Tiene miedo de un posible escándalo.

– Él debería marcarle la pauta.

– Soy un investigador. Tengo que hacer preguntas.

– El ejército es una familia -dijo ella-. Estamos en el mismo bando.

– ¿Vassell o Coomer se fueron con ese maletín anoche? -pregunté.

Norton volvió a cerrar los ojos. Al principio creí que sólo se estaba impacientando, pero luego reparé en que estaba evocando la escena de la noche anterior, en el guardarropa.

– No -contestó-. Ninguno de los dos salió con este maletín.

– ¿Está completamente segura?

– No tengo ninguna duda.

– ¿De qué humor estaban durante la cena?

Norton abrió los ojos.

– Relajados -repuso-. Como si estuvieran pasando una velada insustancial.

– ¿Explicaron por qué se encontraban aquí?

– Ayer al mediodía se ofició el funeral del general Kramer.

– No lo sabía.

– Creo que los de Walter Reed entregaron el cadáver y el Pentágono se encargó de los detalles.

– ¿Dónde fue el funeral?

– En el cementerio de Arlington -contestó-. ¿Dónde si no?

– Eso está casi a quinientos kilómetros.

– Aproximadamente. En línea recta.

– Entonces ¿por qué vinieron aquí a cenar?

– No lo sé -respondió.

Me quedé callado.

– ¿Algo más? -preguntó ella.

Negué con la cabeza.

– ¿Un motel? -soltó-. ¿Parezco la clase de mujer que quedaría con un hombre en un motel?

No respondí.

– Retírense -dijo.

Me puse en pie. Summer hizo lo propio. Cogí el maletín y salí del despacho. Summer siguió mis pasos.

– ¿La ha creído? -me preguntó la teniente.

Estábamos sentados en el Humvee, fuera del edificio de Operaciones Psicológicas. El motor estaba al ralentí y la calefacción soltaba aire viciado y caliente que olía a diesel.

– Por supuesto -contesté-. En cuanto vi que no reaccionaba ante el maletín. Si lo hubiera visto antes se habría puesto nerviosa. Y naturalmente la he creído en lo del motel. Para verle las bragas a ésa hay que ir a una suite del Ritz.

– Así pues, ¿qué hemos averiguado?

– Nada -dije-. Absolutamente nada.

– No; nos hemos enterado de que, por lo visto, Fort Bird es un lugar muy atractivo. De que Vassell y Coomer suelen aparecer por aquí por nada en concreto.

– Siga -dije.

– Y que Norton cree que somos una familia.

– Oficiales -solté-. ¿Qué esperaba?

– Usted es un oficial. Yo también.

Asentí.

– Estuve cuatro años en West Point -dije-. Tenía que haber sido más listo. Cambiarme de nombre y volver como soldado raso. Tres ascensos. Ahora sería especialista E-4. Quizá sargento E-5. Ojalá así fuera.

– ¿Y ahora qué?

Miré la hora. Casi las diez.

– A dormir -dije-. Mañana a primera ahora tenemos que buscar un envase de yogur.

13

No había comido nunca yogur. Pero lo había visto, y tenía la impresión de que los yogures eran porciones individuales que venían en pequeños botes de unos cinco centímetros de ancho, lo que significaba que en un metro cuadrado cabían unos trescientos. O sea que en media hectárea cabían casi tres millones. Por tanto, dentro del perímetro alambrado de Fort Bird tenían cabida ciento cincuenta mil millones de botes. Esto es, buscar uno sería como buscar una espora de ántrax en el Yankee Stadium. Hice el cálculo mientras me duchaba y me vestía en la oscuridad previa al amanecer.

A continuación me senté en la cama y esperé a que el cielo clarease. Era absurdo salir fuera y perder esa posibilidad entre ciento cincuenta mil millones debido a que estuviera demasiado oscuro para ver bien. No obstante, mientras estaba sentado pensé que el número total de posibilidades se reduciría ya que debíamos buscar en el lugar apropiado. Evidentemente, el tío del yogur regresó de A a B. Y durante el recorrido se había deshecho del bote. Sabíamos dónde estaba A , el lugar del crimen. Y B era un edificio de la base. Así pues, el bote se encontraría en algún punto del terreno en el trayecto hasta los edificios o entre los propios edificios. De modo que, si éramos espabilados, los miles de millones se reducían a sólo millones, y encontraríamos la cosa esa en cien años y no en mil.

A menos que algún mapache ya lo hubiese encontrado y se lo hubiera llevado a su madriguera.

Me reuní con Summer en el parque móvil de la PM. Ella estaba animosa y llena de brío, pero no hablamos. No había nada que decir, salvo que la tarea que íbamos a emprender era un imposible. Y supuse que ninguno de los dos quería confirmarlo en voz alta. Así que no abrimos la boca. Sólo escogimos un Humvee al azar y salimos. Para variar, conduje yo durante el trayecto de tres minutos que había realizado treinta y pico horas antes.

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