Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– Podemos comprobar qué pasó con el orden del día. Y saber que Vassell y Coomer lo han devuelto. De este modo al menos el ejército podrá quedarse tranquilo porque sabremos con seguridad que ningún periodista va a airear ninguna mierda.

Asentí.

– Y quizá Norton lo vio -añadió Summer-. Y quizá lo leyó. A lo mejor podría contarnos de qué va todo esto.

– Suena tentador.

– Sin duda lo es.

– ¿Podemos ir y preguntarle sin más?

– Usted es de la 110. Puede preguntar a cualquiera lo que quiera.

– Debo mantenerme bajo el radar de Willard.

– Norton no sabe que usted lo sabe.

– Sí lo sabe. Él habló con ella después de lo de Carbone.

– Aun así, creo que hemos de hablar con ella -insistió.

– Va a ser una charla difícil -señalé-. Es probable que se sienta ofendida.

– Sólo si lo hacemos mal.

– ¿Cuántas posibilidades tenemos de hacerlo bien?

– Podríamos manipular la situación. Habrá el factor azoramiento. Ella no querrá que esto trascienda.

– No podemos presionarla tanto que acabe llamando a Willard -objeté.

– ¿Tiene miedo de él?

– Tengo miedo de lo que puede hacernos en el aspecto burocrático. Que a los dos nos trasladen a Alaska no mejorará las cosas.

– Pues le toca salir a escena. No tiene opción.

Guardé silencio. Recordé el libro de Kramer. Esto era como el 13 de julio de 1943, el día crucial de la batalla de Kursk. Nosotros éramos como Alexander Vasilevsky, el general soviético. Si atacábamos ahora, en este preciso instante, deberíamos seguir adelante hasta que el enemigo pusiera pies en polvorosa y perdiese así la guerra. Si nos quedábamos atascados, nos superarían otra vez.

– Muy bien -dije-. En marcha.

Encontramos a Andrea Norton en el salón del club de oficiales y le pregunté si podía concedernos un minuto en su despacho. Se mostró un poco desconcertada. Le dije que era un asunto confidencial. Pareció más desconcertada. Willard le había dicho que el de Carbone era un caso cerrado, y ella no alcanzaba a imaginar de qué querríamos hablarle. Pero accedió. Nos dijo que estaría con nosotros en media hora.

Summer y yo pasamos los treinta minutos en mi despacho con la lista de los que estaban en la base y los que no en el momento de la muerte de Carbone. La teniente tenía metros de papel de impresora pulcramente doblado en una especie de acordeón de dos o tres centímetros de grosor. En cada línea había un nombre, un rango y un número en tinta pálida de matriz de puntos. Casi todos los nombres tenían al lado una marca de comprobación.

– ¿Qué significan las marcas? -pregunté-. ¿Presente o no presente?

– Presente -repuso.

Asentí. Me lo temía. Pasé el pulgar por el acordeón.

– ¿Cuántos? -inquirí.

– Casi mil doscientos.

Asentí de nuevo. No había nada intrínsecamente difícil en ir reduciendo los mil doscientos nombres hasta encontrar al culpable. Los archivos policiales de todas partes están llenos de listas de sospechosos más largas aún. En Corea hubo casos en que todos los efectivos militares de Estados Unidos habían caído bajo sospecha. Pero esos casos requieren recursos humanos ilimitados, plantillas numerosas, medios inagotables. Y la absoluta colaboración de todos. No pueden resolverlos dos personas solas en secreto, a espaldas del oficial al mando.

– Es imposible -dije.

– No hay nada imposible -señaló Summer.

– Tenemos que tomar otro camino.

– ¿Cómo?

– ¿Qué llevó el culpable al escenario del crimen?

– Nada.

– Se equivoca -observé-. Para empezar, se llevó a sí mismo.

Summer se encogió de hombros. Pasó los dedos por los bordes plegados del papel. El montón engordó y luego adelgazó mientras el aire suspiraba entre las páginas.

– Elija un nombre -dijo ella.

– Y un cuchillo de supervivencia -añadí.

– Mil doscientos nombres, mil doscientos cuchillos.

– Y una barra de hierro o una palanca para neumáticos.

Summer asintió.

– Y yogur -concluí.

Se quedó callada.

– Cuatro cosas -resumí-. Él mismo, un cuchillo de supervivencia, un objeto contundente y yogur. ¿De dónde sacó el yogur?

– Del frigorífico de su cuartel. O de un comedor, o de una cantina, o del economato, o de un supermercado, una charcutería o una tienda de ultramarinos fuera de la base.

Me representé mentalmente a un hombre respirando con dificultad, andando deprisa, tal vez sudando, en la mano derecha un cuchillo ensangrentado y una barra de hierro y en la izquierda un bote vacío de yogur, trastabillando en la oscuridad, aproximándose a los edificios de la base, deshaciéndose del bote, guardándose el cuchillo en el bolsillo, ocultando la barra dentro del abrigo.

– Deberíamos rastrear el terreno -sugerí.

Summer no dijo nada.

– Seguramente tiró el bote de yogur -agregué-. No cerca del lugar del crimen, pero tampoco lejos.

– ¿Y de qué nos servirá encontrarlo?

– Tendrá algún tipo de código impreso. La fecha de caducidad y cosas así. Podría conducirnos al lugar de donde salió. -Hice una pausa-. Y puede que tenga huellas -agregué.

– ¿No cree que llevaba guantes?

Meneé la cabeza.

– He visto a mucha gente abrir yogures, pero nunca a nadie hacerlo con guantes.

– La base tiene cincuenta mil hectáreas.

– Bueno, sólo sería en los alrededores del lugar del crimen. En condiciones normales, un par de llamadas telefónicas habrían servido para tener a todos los veteranos del puesto alineados, de rodillas y con un metro de separación, arrastrándose lentamente como un peine humano gigante, registrando el suelo centímetro a centímetro. Y de nuevo al día siguiente, y al otro, hasta que alguno hallara lo que buscábamos. Con recursos humanos como los que tiene el ejército, uno puede encontrar una aguja en un pajar. Puede encontrar las dos mitades de una aguja partida. Incluso el minúsculo trocito de cromo que se desprendiera en la rotura.

Summer miró el reloj de pared.

– Han pasado los treinta minutos -dijo.

Fuimos a Operaciones Psicológicas en el Humvee, que aparcamos en una plaza seguramente reservada. Eran las nueve. Summer apagó el motor y salimos al aire frío.

Yo llevaba el maletín de Kramer.

Atravesamos los viejos pasillos embaldosados hasta llegar al despacho de Norton. Había luz dentro. Llamé y entramos. Norton se hallaba sentada tras su escritorio. Todos los libros de texto, colocados en los estantes. No se veían blocs, bolígrafos ni lápices. La mesa estaba despejada. La luz de la lámpara formaba un círculo perfecto en la madera vacía. Había tres sillas para visitas. La teniente coronel las indicó con un gesto. Summer se sentó en la de la derecha y yo en la de la izquierda. Dejé el maletín en la del centro, delante de Norton, como un convidado de piedra. Ella no lo miró.

– ¿En qué puedo ayudarles? -preguntó.

Me entretuve en ajustar la posición del maletín para que quedara totalmente recto en la silla.

– Háblenos de la cena de anoche -dije.

– ¿Qué cena?

– Usted cenó con algunos miembros del Estado Mayor de Blindados que estaban de visita.

Asintió.

– Vassell y Coomer -confirmó-. ¿Y?

– Trabajaban para el general Kramer.

– Eso creo.

– Háblenos de la comida.

– ¿Del menú?

– Del ambiente -precisé-. La conversación. El estado de ánimo.

– Fue sólo una cena en el club de oficiales -dijo.

– Alguien entregó a Vassell y Coomer un maletín.

– ¿Ah sí? ¿Qué era? ¿Un regalo?

No contesté.

– No lo recuerdo -añadió-. ¿Cuándo fue?

– Durante la cena -contesté-. O cuando ya se marchaban.

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