Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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De regreso al Humvee me encontré cara a cara con el joven sargento bronceado y con barba. Íbamos por el mismo camino y él no iba a apartarse.

– Usted me engañó -me espetó.

– ¿Ah sí?

– Sobre lo de Carbone. Al dejarme hablar como lo hice. Acaban de enseñarnos unos papeles interesantes.

– ¿Y?

– Estamos pensando en ello.

– No se cansen mucho -dije.

– ¿Cree que será divertido? ¿Cree que lo será si averiguamos que fue usted?

– No fui yo.

– Eso dice usted.

Asentí.

– Exacto. Ahora apártese.

– ¿Si no, qué?

– Si no le daré una patada en el culo.

Se acercó más.

– ¿Cree que puede darme una patada en el culo?

No me moví.

– Usted se está preguntando si le di una patada en el culo a Carbone. Y él seguramente era el doble de soldado que usted.

– Ni siquiera verá cómo le cae -espetó.

No respondí.

– Créame -dijo.

Aparté la vista. Le creí. Si los delta me señalaban con el dedo, ni siquiera vería cómo me caía. Sin lugar a dudas. Pasarían semanas, meses o quizás años a partir de ese momento, hasta que un día me metería en un callejón oscuro y aparecería una sombra y un cuchillo de supervivencia penetraría entre mis costillas, o mi cuello se partiría con un sonoro crujido que resonaría en los muros; y entonces habría acabado todo.

– Dispone de una semana -dijo el tipo.

– ¿Para hacer qué?

– Para demostrarnos que no fue usted.

No respondí.

– Usted decide -añadió-. O nos lo demuestra o empiece a hacer la cuenta atrás. Asegúrese de conseguir todas las ambiciones de su vida, pero no empiece a escribir un libro largo.

11

Regresé a mi despacho. Aparqué el Humvee justo delante de la puerta. La sargento del niño pequeño se había ido. Ocupaba su sitio el cabo que yo creía de Luisiana. La cafetera estaba fría y vacía. En mi mesa había dos notas con mensajes. El primero ponía: «Ha llamado el comandante Franz. Por favor, llámele.» El segundo decía: «Le ha llamado el detective Clark.» Telefoneé primero a California.

– ¿Reacher? He preguntado por el orden del día de la reunión de Blindados.

– ¿Y?

– No había ninguno. Es lo que dicen. Y se atienen a eso.

– ¿Pero?

– Pero todos sabemos que siempre hay un orden del día.

– Entonces ¿has llegado a alguna conclusión?

– De hecho no -contestó-. Pero me consta la llegada de un fax de seguridad desde Alemania a última hora del treinta de diciembre y una significativa actividad de la fotocopiadora el treinta y uno por la tarde. Y después, tras saberse las noticias sobre Kramer, el día de Año Nuevo hubo destrucción y quema de papeles. He hablado con el tío de la incineradora. Una bolsa llena de trozos de papel quemado, quizás el equivalente a sesenta hojas.

– ¿Cómo es de segura la línea del fax de seguridad?

– ¿Cómo de segura quieres que sea?

– Segurísima. Porque todo esto sólo tiene sentido si el orden del día era de veras secreto. Quiero decir «de veras». Y para empezar, si era realmente secreto, ¿lo habrían puesto por escrito?

– Son el XII Cuerpo, Reacher. Han estado cuarenta años viviendo en primera línea. No tienen más que secretos.

– ¿Cuánta gente estaba previsto que asistiera a la reunión?

– He hablado con el comedor. Había reservadas quince fiambreras.

– Sesenta hojas, quince personas. Entonces el orden del día era de cuatro hojas.

– Eso parece. Pero se convirtieron en humo.

– No el original enviado por fax desde Alemania -observé.

– Lo habrán quemado allí.

– No; mi hipótesis es que Kramer lo llevaba encima cuando murió.

– Entonces ¿ahora dónde está?

– Nadie lo sabe. Desapareció.

– ¿Vale la pena tratar de localizarlo?

– Nadie lo sabe -repetí-. Salvo el tío que lo redactó, pero está muerto. Y Vassell y Coomer. Seguramente lo vieron y colaboraron en todo.

– Vassell y Coomer han regresado a Alemania. Esta mañana. En el primer avión que salía de Dulles. Los del Estado Mayor de aquí estaban hablando de eso.

– ¿Conoces a ese Willard, el nuevo? -le pregunté.

– No.

– No lo intentes. Es un capullo.

– Gracias por el aviso. ¿Qué hemos hecho para merecerle?

– Ni idea. -Colgué y llamé al número de Virginia y pregunté por el detective Clark. Me quedé a la espera. Acto seguido oí un chasquido, unos breves sonidos de comisaría y una voz al otro lado.

– Clark -dijo.

– Reacher -dije-. Ejército de Estados Unidos, en Fort Bird. ¿Me quería para algo?

– Por lo que recuerdo, me quería usted a mí -corrigió Clark-. Quería un informe sobre la marcha de la investigación. Pero no hay todavía ningún avance. Aquí estamos frente a una pared de ladrillos. De hecho, necesitamos ayuda.

– No hay nada que yo pueda hacer. Es su caso.

– Ojalá no lo fuera -señaló.

– ¿Qué ha averiguado?

– Muchas cosas insignificantes. El asesino entró y salió sin tocar casi nada. Guantes, evidentemente. En el suelo había una ligera escarcha. Del camino de entrada y del sendero hemos conseguido un poco de arenilla, pero nada que se parezca a una huella de pisada.

– ¿Los vecinos vieron algo?

– La mayoría estaban fuera o borrachos. Era Nochevieja. He mandado a algunos hombres calle arriba y abajo a sondear, pero de momento no hay nada que me llame la atención. Había algunos coches, pero en Nochevieja los habría habido igualmente, con gente yendo de una fiesta a otra.

– ¿Y huellas de neumático en el camino de entrada?

– Nada significativo.

Me quedé callado.

– La víctima fue golpeada con una barra de hierro -dijo Clark-. Seguramente la misma herramienta utilizada para abrir la puerta.

– Me lo figuraba.

– Después de la agresión, el autor la limpió en la alfombra y a continuación la aclaró en el fregadero de la cocina. Hemos encontrado restos en la tubería. Pero ninguna huella en el grifo. Guantes otra vez.

No respondí.

– No tenemos mucho más -señaló Clark-. No es añadir mucho que su general jamás vivió realmente ahí.

– ¿Cómo?

– Desde un punto de vista forense nos esforzamos al máximo. Sacamos huellas de toda la casa, recogimos cabellos y fibras de todas partes, incluido el fregadero, la ducha y los grifos, como le he dicho. Todo pertenecía a la víctima excepto un par de marcas perdidas. Bingo, pensamos, pero según la base de datos eran de su marido. Y la proporción entre las de uno y otro da a entender que él apenas pisó la casa durante los últimos cinco años o así. ¿Es normal?

– Se quedaría mucho tiempo en su puesto -comenté-. Aunque debería haber ido a casa de vacaciones cada año. Pero ese matrimonio no iba muy bien.

– En casos así, la gente va y se divorcia -observó Clark-. Quiero decir, no hay ningún impedimento ni siquiera para un general, ¿verdad?

– No que yo sepa. Ya no.

Entonces Clark guardó silencio unos instantes. Pensando.

– ¿Tan malo era el matrimonio? -preguntó-. ¿Hasta el punto de que debamos pensar en el marido como sospechoso?

– Las horas no cuadran -precisé-. Cuando sucedió, él estaba muerto.

– ¿Había dinero de por medio?

– Es una casa bonita -dije-. Seguramente de ella.

– ¿Y un sicario? Pudo haberse preparado todo de antemano.

Ahora Clark estaba realmente agarrándose a un clavo ardiendo.

– Lo habría preparado todo cuando estaba en Alemania.

Clark no replicó.

– ¿Quién le ha llamado preguntándole por el informe sobre la marcha del asunto? -inquirí.

– Usted -contestó-. Hace una hora.

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