Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– ¿Radio, medicina?

– Todos hacen radio. Y todos tienen conocimientos de medicina. Es una salvaguarda. Si alguien es capturado en solitario, puede afirmar que es el médico de la compañía. Esto puede salvarle de una bala en la nuca. Y si los ponen a prueba, pueden demostrar sus conocimientos.

– ¿De noche se hace alguna clase de instrucción médica?

El capitán meneó la cabeza.

– No de manera específica.

– ¿Podía haber estado verificando equipos de comunicaciones?

– Pudo haber estado revisando algún vehículo -propuso el capitán-. Era bueno con la mecánica. Supongo que tanto como cualquiera de los que se encargan de los camiones de la unidad.

– Muy bien -dije-. ¿Puede que tuviera un reventón y que mientras cambiaba el neumático el vehículo se saliera del gato y le aplastara la cabeza?

– Me suena verosímil -dijo el capitán.

– Terreno irregular, acaso una zona blanda bajo el gato…

– Me suena verosímil -repitió.

– Diré que mis hombres trajeron el camión remolcándolo.

– Vale.

– ¿Qué clase de camión era?

– El que usted quiera.

– ¿Está por aquí su oficial al mando? -inquirí.

– No. Está de vacaciones.

– ¿Quién es?

– No le conoce.

– Póngame a prueba.

– El coronel Brubaker -contestó.

– ¿David Brubaker? Le conozco. -Lo que era verdad en parte. Lo conocía por su reputación. Era un viril predicador de las Fuerzas Especiales. Según él, el resto de nosotros ya podíamos plegar nuestras tiendas y volver a casa y aun así el mundo entero estaría suficientemente protegido por sus unidades cuidadosamente seleccionadas. Quizá necesitase algunos escuadrones de helicópteros para transportar a su gente de un sitio a otro. Y bastaría con que quedara abierta una sola oficina del Pentágono para proporcionarle las armas que necesitara.

– ¿Cuándo regresará? -pregunté.

– Mañana.

– ¿Le ha llamado?

El capitán negó con la cabeza.

– No querrá verse implicado. Y no querrá hablar con usted. Pero en cuanto averigüemos qué clase de accidente fue, haré que revise algunos procedimientos operativos de seguridad.

– Aplastado por un camión -dije-. Eso es lo que sucedió. Debería alegrarle. La seguridad de los vehículos es una sección más corta que la seguridad de las armas.

– ¿Dónde?

– En el manual de campaña.

Sonrió.

– Brubaker no utiliza el manual de campaña -aclaró.

– Quiero ver el alojamiento de Carbone -dije.

– ¿Para qué?

– He de adecentarlo. Voy a firmar un accidente de camión y no quiero que quede por ahí ningún cabo suelto.

Carbone se había instalado igual que los demás integrantes de su unidad, solo en una de las viejas celdas. Era un espacio de seis por ocho de hormigón pintado, con su lavabo y su retrete. Tenía un catre corriente del ejército, un zapatero y en la pared una estantería larga como la cama. En resumidas cuentas, un alojamiento bastante bueno para un sargento. En el mundo había muchos que lo habrían aceptado sin vacilar.

Summer había hecho colocar la cinta de la policía en la puerta. La quité, la convertí en una bola y me la guardé en el bolsillo. Entré.

El destacamento D de las Fuerzas Especiales es muy distinto del resto del ejército en su enfoque de la disciplina y la uniformidad. Las relaciones entre los rangos son muy informales. Nadie recuerda siquiera cómo se saluda. No se valora el hecho de ser ordenado. El uniforme no es obligatorio. Si uno se siente cómodo con ropa de faena que ya tenía antes, pues se la pone. Si le gustan más las zapatillas de correr New Balance que las botas de combate reglamentarias, pues lleva las zapatillas. Si el ejército compra cuatrocientas mil pistolas Beretta pero el tipo de Delta prefiere la SIG, pues usa la SIG.

Así que Carbone no tenía un armario lleno de uniformes limpios y planchados. No había hileras de camisetas impecables y listas para usar. Tampoco lustrosas botas debajo de la cama. La ropa estaba toda amontonada en las primeras tres cuartas partes de la larga estantería que había sobre el catre. Poca cosa, todo básicamente verde oliva, pero aparte de eso no eran cosas que un oficial corriente de intendencia pudiera identificar. Se veían algunas prendas viejas del extenso vestuario original del ejército para el tiempo frío. Había algunas prendas descoloridas de uniformes de campaña estándar. Nada estaba marcado con insignias de la unidad ni del regimiento. Había también un pañuelo verde. Y algunas viejas camisetas verdes, lavadas tantas veces que eran casi transparentes. Al lado, una correa ALICE pulcramente arrollada. En inglés, ALICE es un acrónimo de Equipo Multiuso de Transporte de Carga Liviana, que así denomina el ejército a un cinturón de fibra sintética del que uno cuelga cosas.

En la parte final de la estantería había una serie de libros y una pequeña foto en color en un marco de latón. Una mujer mayor que se parecía a Carbone. Su madre, seguro. Recordé su tatuaje, hecho trizas por el cuchillo de supervivencia. Un águila sosteniendo un pergamino con la palabra «Madre». Recordé a mi madre, casi empujándonos hasta el estrecho ascensor después de habernos despedido de ella con un largo abrazo.

Me acerqué a los libros.

Había cinco en rústica y uno alto y delgado de tapa dura. Pasé el dedo por los primeros. No reconocí los títulos ni los autores. Todos tenían el lomo agrietado y cóncavo y las páginas con el borde amarillo. Parecían historias de aventuras en que aparecían modelos de aviones o submarinos perdidos. El de tapa dura era una edición de recuerdo de una gira de los Rolling Stones. A juzgar por el tipo de impresión del lomo, tendría unos diez años.

Alcé el colchón de los muelles del catre y miré debajo. Nada. Inspeccioné la cisterna del retrete y debajo del lavabo. Nada. Me dirigí al zapatero. Lo primero que vi al abrirlo fue una chaqueta de piel marrón doblada. Bajo la chaqueta había dos camisas blancas con botones en el cuello y dos vaqueros azules. Estas prendas estaban gastadas y eran suaves, y la chaqueta no era ni cara ni barata. En conjunto constituían el típico atuendo para la noche del sábado de un soldado. Una vez afeitado y duchado, embutirse en trapos civiles, amontonarse en el coche de alguien, cerrar un par de bares, divertirse un poco.

Bajo los pantalones había una cartera. Era pequeña, de piel marrón casi a juego con la chaqueta. Como la ropa de encima, estaba pensada para satisfacer las típicas necesidades de un sábado por la noche. Contenía cuarenta y tres dólares en metálico, lo que alcanzaba para suficientes rondas de cerveza que dieran inicio a la diversión. Dentro también había una credencial militar y un carné de conducir de Carolina del Norte por si la fiesta no terminaba en un jeep de la PM sino en un simple vehículo civil. Y un condón sin abrir, por si el asunto se ponía serio.

Había también la foto de una chica. Quizás una hermana, o una prima, o una amiga. O nadie. Camuflaje, sin duda.

Debajo de la cartera vi una caja de zapatos medio llena de copias de quince por diez. Todas fotos de aficionado de grupos de soldados. El propio Carbone aparecía en algunas. Pequeños grupos de hombres de pie y posando, pasándose recíprocamente los brazos por los hombros. En algunas instantáneas los tíos estaban bajo un sol abrasador e iban sin camisa, luciendo gorritas estrafalarias, entrecerrando los ojos y sonriendo. Unas estaban tomadas en la selva. Otras en calles destruidas y nevadas. Todas exhibían la misma estrecha camaradería. Compañeros de armas fuera de servicio, aún vivos; y felices por ello.

En aquella celda de seis por ocho no había nada más. Nada significativo, nada fuera de lo normal, nada aclaratorio. Nada que pusiera al descubierto su historia, su carácter, sus pasiones o sus intereses. Había vivido su vida en secreto, formal y convencional, con el cuello abotonado, como sus camisas del sábado por la noche.

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