Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– No lo asesinaron por su orientación sexual.

– Pues claro que sí.

– Me gano la vida con esto -dije-. Y yo digo que no.

Me fulminó con la mirada y guardó silencio unos instantes.

– Muy bien -dijo-. Volvamos a eso. ¿Quién más vio el cadáver aparte de usted?

– Mis hombres. Además de una coronel de Operaciones Psicológicas de quien recabé opinión. Y también la forense.

Asintió.

– Usted ocúpese de sus hombres. Yo se lo diré a la psicóloga y a la forense.

– ¿Les dirá qué?

– Que en el informe haremos constar que fue un accidente durante unas maniobras. Lo entenderán. Si no hay daño, no hay falta. Ni investigación.

– Está de broma.

– ¿Cree que el ejército quiere que esto se difunda? ¿Ahora? ¿Que en la Delta Force hubo un soldado maricón durante cuatro años? ¿Está usted chalado?

– Los sargentos quieren una investigación.

– Estoy seguro de que su oficial al mando no la quiere. Créame. Es la pura verdad.

– Tendrá que darme una orden directa -dije-. De forma clara.

– Míreme los labios -repuso-. No investigue lo del marica. Redacte un informe indicando que murió en un accidente durante unas maniobras nocturnas, una carrera, un ejercicio, cualquier cosa. Tropezó, cayó y se golpeó en la cabeza. Caso cerrado. Esta es una orden directa.

– La necesito por escrito.

– No sea infantil -espetó.

Nos quedamos en silencio unos instantes, mirándonos desafiantes por encima de la mesa. Yo estaba inmóvil, y Willard se balanceaba y se daba tirones en la ropa. Apreté el puño, sin que él me viera. Me imaginé estrellando un derechazo en el centro mismo de su pecho. Me figuré que podía parar su corazón de mierda con un solo golpe. Luego informaría de que había sido un accidente durante unas maniobras. Diría que él estaba practicando el ejercicio de levantarse de la silla y sentarse y que había resbalado y había dado con el esternón en una esquina de la mesa.

– ¿A qué hora murió? -preguntó.

– Entre las nueve y las diez de anoche.

– Y usted no llegó al puesto hasta las once.

– En efecto -dije.

– ¿Puede demostrarlo?

Pensé en los guardias de la entrada en su garita. Me habían dejado pasar sin más.

– ¿He de demostrarlo? -pregunté.

Volvió a quedarse callado. Se inclinó a la izquierda en la silla.

– Siguiente cuestión -señaló-. Afirma usted que el sodomita no fue asesinado por ser sodomita. ¿Qué pruebas tiene de eso?

– En el escenario del crimen todo era muy exagerado -expliqué.

– ¿Para ocultar el motivo real?

Asentí.

– Ésa es mi opinión.

– ¿Cuál fue el verdadero móvil?

– No lo sé. Eso requeriría una investigación.

– Hagamos conjeturas -propuso Willard-. Supongamos que el hipotético autor saca algún provecho del crimen. Dígame cómo.

– Evitando cierta acción futura por parte de Carbone. O para echar tierra sobre algún delito en que Carbone hubiera estado involucrado o del que tuviera conocimiento.

– En pocas palabras, para cerrarle la boca.

– Para poner fin a algo -precisé-. Esta sería mi conjetura.

– Y usted se gana la vida con esto.

– Sí -dije-. Así es.

– ¿Cómo descubriría al culpable?

– Llevando a cabo una investigación.

Willard asintió.

– Y cuando lo encontrara, es una hipótesis, suponiendo que fuera capaz de hacerlo, ¿qué haría usted?

– Lo pondría bajo custodia -repuse. «Custodia protectora», pensé. Me imaginé a los colegas de la unidad de Carbone paseándose ansiosos, listos para caer sobre él.

– ¿Y en su lista de sospechosos tendría cabida cualquiera que hubiese estado en la base en el momento en cuestión?

Asentí con la cabeza. Seguramente mientras hablábamos la teniente Summer estaba trajinando con hojas y más hojas de papel impreso.

– Verificada mediante listas de efectivos y registros de entrada -puntualicé.

– Hechos -dijo Willard-. Yo habría pensado que los hechos serían muy importantes para alguien que se gana la vida con esto. Esta base abarca cincuenta mil hectáreas. La alambrada de todo el perímetro data de 1943. Éstos son hechos. Los averigüé sin demasiada dificultad, y usted debería haberlo hecho. ¿No se ha parado a pensar que no todo el personal de la base tiene que entrar necesariamente por la puerta principal? ¿No se le ha pasado por la cabeza que alguien que no consta haber estado aquí pudo haberse colado a través de la alambrada?

– Poco probable. El tipo en cuestión habría tenido que dar una caminata de casi cuatro kilómetros, totalmente a oscuras, y nosotros mantenemos toda la noche patrullas motorizadas y con ruta variable.

– A las patrullas les pudo haber pasado por alto un hombre experto.

– Poco probable -repetí-. Además, ¿cómo se habría dado cita con el sargento Carbone?

– Fijando el lugar de antemano.

– No era ningún lugar concreto -observé-. Sólo un punto al azar cerca del camino.

– Pues con la ayuda de un mapa de referencia.

– Poco probable -dije por tercera vez.

– ¿Pero posible?

– Todo es posible.

– Por tanto, un hombre pudo encontrarse con el marica, luego matarlo, después escabullirse por la alambrada y a continuación caminar hasta la entrada y firmar el registro, ¿no?

– Todo es posible -reiteré.

– ¿De qué intervalo de tiempo estamos hablando? Entre la muerte y la firma.

– No lo sé. Tendría que calcular la distancia que recorriera el tío.

– Tal vez corrió.

– Tal vez.

– En cuyo caso habría llegado sin aliento a la entrada.

No opiné al respecto.

– Una hipótesis -dijo Willard-. ¿Cuánto tiempo?

– Una hora o dos.

Asintió.

– De modo que si el mariconazo cayó muerto entre las nueve y las diez, el asesino pudo haber entrado a la base a eso de las once, ¿no?

– Es posible -confirmé.

– Y el móvil pudo haber sido poner fin a algo.

Asentí. No dije nada.

– Y usted tardó seis horas en un viaje que puede durar cuatro, quedando un espacio de dos horas que justifica con la imprecisa declaración de que siguió un itinerario lento.

No respondí.

– Y acaba de admitir que dos horas es más que suficiente para llevar a cabo la acción. Concretamente las dos horas que van de las nueve a las once, que casualmente son las mismas horas de las que usted no puede dar cuenta.

Seguí callado. Él sonrió.

– Y llegó a la entrada de la base sin aliento -prosiguió-. Lo he comprobado.

No repliqué.

– Pero ¿cuál habría sido su móvil? -dijo-. Supongo que no conocía bien a Carbone. Y que no se movía por los mismos ambientes que él. Al menos eso espero, sinceramente.

– Está perdiendo el tiempo -interrumpí-. Y cometiendo un grave error. Porque en el fondo usted no quiere que yo me convierta en su enemigo.

– ¿Ah no?

– No -repetí-. En el fondo, no.

– ¿A qué tiene usted que poner fin? -preguntó.

No respondí.

– Pues aquí hay un dato interesante -añadió Willard-. El sargento primero Christopher Carbone fue el soldado que presentó la denuncia contra usted.

Para demostrarlo, sacó del bolsillo una copia de la denuncia y la desdobló. La alisó y me la tendió por encima de la mesa. En la parte superior había un número de referencia y luego una fecha, un lugar y una hora. La fecha era el 2 de enero; el lugar, la oficina del jefe de la Policía Militar de Fort Bird; la hora, las 8.45. Luego venían dos párrafos de declaración jurada. Leí por encima algunas frases formales y acartonadas. «Vi personalmente a un comandante de servicio de la Policía Militar llamado Reacher golpear al primer civil mediante un puntapié en su rodilla derecha. Ulteriormente y de inmediato, el comandante Reacher golpeó al segundo civil en el rostro con la frente. A mi leal saber y entender, no hubo provocación alguna que justificara las agresiones. No aprecié ningún elemento de defensa propia.» Después venía la firma de Carbone y debajo un número mecanografiado. Lo reconocí. Era el de su expediente. Alcé la vista al lento reloj de pared y visualicé a Carbone saliendo por la puerta del bar y llegando al aparcamiento, mirándome un instante y luego mezclándose con el grupo de soldados que bebían cerveza apoyados en los coches. Bajé de nuevo los ojos, abrí un cajón y guardé la hoja.

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