Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– No sé qué era Carbone -dije.

– Entonces mantenga cerrada la maldita boca -espetó el capitán-. Señor.

Me llevé el expediente, recogí a Summer en el depósito de cadáveres y la llevé a desayunar al club de oficiales. Nos sentamos en un rincón, lejos de todos. Yo comí huevos, beicon y tostadas. Summer, copos de avena y fruta mientras echaba un vistazo al expediente. Yo tomé café; Summer, té.

– El forense lo denomina ataque típico a homosexuales -dijo-. Cree que es evidente.

– Se equivoca.

– Carbone no estaba casado.

– Yo tampoco -dije-. Y usted tampoco. ¿Es usted gay?

– No.

– Pues ahí tiene.

– Pero la información falsa ha de basarse en algo real, ¿no? A ver, si hubieran sabido que era un jugador, por ejemplo, seguramente le habrían metido pagarés en la boca o habrían llenado el suelo de naipes. Entonces habríamos podido suponer que era un ajuste de cuentas por deudas de juego. ¿Entiende lo que quiero decir? Si no se basa en algo, no funciona. Algo que se refuta en cinco minutos es estúpido, no tiene nada de ingenioso.

– ¿Cuál es su hipótesis?

– Era gay, y alguien lo sabía, pero ése no fue el móvil.

Asentí.

– No lo fue -confirmé-. Pongamos que era gay. Llevaba dieciséis años en el ejército. Aguantó la mayor parte de los setenta y todos los ochenta. Entonces ¿por qué ahora? Los tiempos están cambiando, mejorando, y él también lo disimula mejor yendo a tugurios de striptease con sus cantaradas. No hay razón alguna para que pase ahora, de súbito. Habría sucedido antes. Cuatro años antes, ocho, o doce, o dieciséis. Cada vez que se incorporaba a una nueva unidad y le conocía gente nueva.

– ¿Cuál es la razón, pues?

– Ni idea.

– En cualquier caso, podría ser algo embarazoso. Como lo de Kramer en el motel.

Volví a asentir.

– Por lo visto, Fort Bird es un lugar donde se dan situaciones muy embarazosas.

– ¿Cree que por eso está usted aquí? ¿Por Carbone?

– Puede ser. Depende de lo que él represente.

Pedí a Summer que reuniera y me enviara todos los informes y notificaciones pertinentes y regresé a mi despacho. El rumor se propagó deprisa. Me esperaban tres sargentos delta que querían información. Eran tíos típicos de las Fuerzas Especiales. Delgados, flexibles, ligeramente descuidados, duros como piedras. El más joven llevaba barba y estaba bronceado, como recién llegado de algún lugar tropical. Se paseaba nerviosamente por el exterior de mi oficina. Mi sargento, la del niño pequeño, los observaba como si hubieran podido estar a ratos paseándose y a ratos golpeándola. En comparación con ellos, parecía muy educada, casi refinada. Les hice pasar al despacho, cerré la puerta, me senté al escritorio y les dejé de pie delante.

– ¿Es verdad lo de Carbone? -preguntó uno.

– Fue asesinado -dije-. No sé por quién ni por qué.

– ¿Cuándo?

– Anoche, entre las nueve y las diez.

– ¿Dónde?

– Aquí.

– Ésta es una base vallada y vigilada.

Asentí.

– El autor no pertenecía al gran público.

– ¿Es verdad que lo dejaron hecho una calamidad?

– Así es.

– ¿Cuándo sabrá quién fue?

– Pronto, espero.

– ¿Tiene pistas?

– Nada concreto.

– Cuando lo sepa, ¿lo sabremos nosotros también?

– ¿Así lo desean?

– Puede apostarse el cuello.

– ¿Por qué?

– Ya sabe por qué -soltó el tipo.

Asentí. Homosexual o heterosexual, Carbone pertenecía a la cuadrilla más temible del mundo. Sus colegas iban a salir en su defensa. Por un instante sentí un poco de envidia. Si a mí me mataran en el bosque una noche a altas horas, dudo que a las ocho de la mañana del día siguiente tres tipos duros entraran en el despacho de alguien consumidos de impaciencia, dispuestos a vengarse. Entonces los miré de nuevo y pensé que el asesino podría verse en un apuro muy serio. Todo lo que tenía que hacer yo era mencionar un nombre.

– He de hacerles algunas preguntas típicas de un poli -dije.

Les pregunté lo habitual. Si Carbone tenía algún enemigo, si se había visto envuelto en alguna polémica, amenazas, peleas. Los tres tipos menearon la cabeza y respondieron todas las preguntas negativamente.

– ¿Algo que se os ocurra? -inquirí-. ¿Algo que lo pusiera en peligro?

– ¿Como qué? -preguntó uno con tono tranquilo.

– Cualquier cosa -dije. No quería ir más lejos.

– No -contestaron todos.

– ¿Tienen alguna hipótesis? -insistí.

– Mire en los Rangers -indicó el joven-. Encuentre a alguien que haya fracasado en la instrucción de Delta y crea que aún tiene algo que demostrar.

Se marcharon y yo me quedé sentado dándole vueltas al último comentario. ¿Un Ranger con algo que demostrar? Lo dudaba. No sonaba muy convincente. Los sargentos Delta no suelen ir al bosque con gente desconocida para dejarse golpear en la cabeza. Se preparan mucho y duro para que eventualidades como ésa sean muy improbables, casi imposibles. Si un ranger hubiera peleado con Carbone, habría sido el ranger el que habría aparecido al pie del árbol. Y si hubieran sido dos rangers, habrían sido dos rangers muertos. O al menos habríamos encontrado heridas defensivas en el cuerpo de Carbone. No lo habrían vencido tan fácilmente.

De modo que fue al bosque con un conocido en quien confiaba. Me lo imaginé tranquilo, tal vez charlando, o sonriendo como en aquel bar. Quizás en cabeza hacia algún sitio, dándole la espalda a su agresor, sin sospechar nada. Luego me representé una barra de hierro saliendo del interior de un abrigo y golpeándolo con un impacto mortal. Y otra vez, y otra. Para acabar con él habían hecho falta tres golpes. Tres golpes por sorpresa. Pero a los tíos como Carbone no es fácil sorprenderlos.

Sonó el teléfono. Era el coronel Willard, el gilipollas de la oficina de Garber en Rock Creek.

– ¿Dónde está usted? -preguntó.

– En mi despacho -repuse-. ¿Cómo, si no, podría estar contestando mi teléfono?

– Quédese ahí -ordenó-. No vaya a ningún sitio, no haga nada, no llame a nadie. Éstas son órdenes directas. Quédese ahí tranquilo y espere.

– ¿Que espere qué?

– Voy para allá.

Colgó. Yo hice otro tanto.

Allí me quedé. No fui a ninguna parte, no hice nada ni llamé a nadie. Mi sargento me trajo una taza de café. La acepté. Willard no había dicho que tuviera que morirme de sed.

Al cabo de una hora oí una voz y acto seguido entró el joven de los sargentos delta, el bronceado y con barba. Le dije que tomara asiento y cavilé sobre mis órdenes. «No vaya a ningún sitio, no haga nada, no llame a nadie.» Supuse que hablar con aquel tío significaba hacer algo, lo que contravenía la parte de no hacer nada de la orden. Pero claro, desde un punto de vista técnico respirar también era hacer algo. Igual que digerir el desayuno. También me crecía el pelo, y la barba, y las uñas. Perdía peso. Era imposible no hacer nada. Así pues, llegué a la conclusión de que ese componente de la orden era pura retórica.

– ¿Puedo ayudarle en algo, sargento? -dije.

– Creo que Carbone era gay -contestó el sargento.

– ¿ Cree que lo era?

– Vale, lo era.

– ¿Quién más lo sabía?

– Todos.

– ¿Y?

– Y nada. Creí que usted debía saberlo, nada más.

– ¿Piensa que hay alguna relación?

Meneó la cabeza.

– No dábamos importancia a eso. No lo mató ninguno de nosotros. Nadie de la unidad. Es imposible. Nosotros no hacemos esas cosas. Fuera de la unidad no lo sabía nadie. Por tanto, no creo que tenga relación.

– Entonces ¿por qué me lo cuenta?

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