– Yo sí -dije.
No replicó. Reuní los papeles en un ordenado montón, volví a meterlos en la carpeta y quité la nota de la tapa. «Espero que su mamá esté bien.» Dejé caer la nota en el cajón y le di la carpeta.
– ¿Qué le ha contado Norton? -preguntó ella.
– Ha coincidido conmigo en que es un homicidio manipulado para aparentar un típico ataque a homosexuales. Le he preguntado si alguno de los signos procedían de las clases de Operaciones Psicológicas y no me ha respondido con claridad. Ha dicho que desde el punto de vista psicológico era algo genérico. Y que le incomodaba que la interrogaran.
– ¿Y ahora, qué?
Bostecé. Estaba cansado.
– Procederemos como de costumbre. Aún ignoramos quién es la víctima. Supongo que lo sabremos mañana. A las siete listos, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -dijo, y se dirigió a la puerta con su carpeta.
– Llamé a Rock Creek -añadí-. Le pedí a un empleado que buscara una copia de la orden por la que se me trasladaba aquí desde Panamá.
– ¿Y?
– Dijo que llevaba la firma de Garber.
– ¿Pero?
– Que es imposible. Garber llamó por teléfono en Nochevieja y le sorprendió encontrarme aquí.
– ¿Por qué mentiría un empleado?
– No creo que lo hiciera. Me parece que la firma es falsa.
– ¿Cabe la posibilidad de algo así?
– Es la única explicación. Garber no habría olvidado que me había trasladado aquí cuarenta y ocho horas antes.
– Entonces ¿de qué va todo esto?
– No tengo ni idea. Alguien está jugando al ajedrez en algún sitio. Mi hermano me dijo que debería averiguar quién me quiere tanto aquí, hasta el punto de sustituirme en Panamá por un capullo. Así que he intentado averiguarlo. Y ahora pienso que debería hacer la misma pregunta sobre Garber. ¿Quién lo quiere tanto fuera de Rock Creek como para reemplazarlo por un gilipollas?
– Pero Corea es un verdadero ascenso por méritos, ¿no?
– Garber lo merece, no hay duda -aclaré-, pero ha sido demasiado precipitado. Es un puesto para una estrella. El Departamento de Defensa ha de proponerlo al Senado, y ese procedimiento tiene lugar en otoño, no en enero. Fue un movimiento de improviso, causado por la alarma.
– No tiene sentido -reflexionó Summer-. ¿Por qué traerle a usted y echarle a él? Las dos jugadas se neutralizan.
– Pues quizás hay dos personas jugando. Como el juego del tira y afloja con una cuerda. El bueno y el malo. Gana uno, pierde el otro.
– Pero el malo pudo haber ganado ambas jugadas. Podía haberse deshecho de usted. O meterle en la cárcel. Para eso tiene una denuncia civil.
No dije nada.
– No cuadra -insistió Summer-. Quien esté jugando en su lado está dispuesto a dejar ir a Garber pero tiene suficiente poder para mantenerle a usted aquí, incluso con una denuncia sobre la mesa. Tanto poder que Willard sabía que no podía actuar en su contra, aunque probablemente deseaba hacerlo. ¿Sabe lo que eso significa?
– Sí -dije-. Lo sé.
Me miró fijamente.
– Significa que le consideran más importante que Garber -prosiguió-. Garber se ha ido y usted sigue aún aquí. -Entonces apartó la vista y se quedó callada.
– Tiene permiso para hablar sin tapujos, teniente -dije.
Ella volvió a mirarme.
– Usted no es más importante que Garber -señaló-. No puede serlo.
Bostecé de nuevo.
– Eso es indiscutible -dije-. Al menos en este caso concreto. No se trata de elegir entre Garber y yo.
Summer hizo una pausa. Acto seguido, asintió.
– Así es -confirmó-. No se trata de eso. Sino de elegir entre Fort Bird y Rock Creek. Se considera que Fort Bird es más importante. Se piensa que aquí pasan cosas más delicadas, conflictivas, que en los cuarteles de las unidades especiales.
– De acuerdo -dije-. Pero entonces ¿qué demonios está pasando?
A las siete y un minuto de la mañana siguiente, en el depósito de cadáveres de Fort Bird di el primer paso de tanteo en mi investigación. Había dormido tres horas y no había desayunado. En una investigación militar criminal no hay demasiadas reglas estrictas. Nos fiamos sobre todo del instinto y la improvisación. Pero una de las pocas normas que existen es: no comas antes de entrar en un lugar donde se hacen autopsias militares.
Así que pasé la hora del desayuno con el informe sobre la escena del crimen. Era un expediente bastante grueso, pero no contenía información útil. Enumeraba las prendas recuperadas del uniforme y las reseñaba con minucioso detalle. Describía el cadáver. Precisaba tiempos y temperaturas. Las miles de palabras se acompañaban de docenas de fotos polaroid, pero ni las palabras ni las imágenes me dijeron lo que necesitaba saber.
Guardé el expediente en el cajón de mi escritorio y llamé a la oficina del jefe de la Policía Militar por si había informes sobre ausencias no autorizadas o sin permiso. Al muerto ya lo estarían echando en falta, y así quizá nosotros podríamos establecer su identidad. Pero no había ningún informe. Nada fuera de lo normal. La base estaba poniéndose en marcha con todos sus patitos en fila.
Salí a la fría mañana.
El depósito de cadáveres había sido construido a tal fin durante la época de Eisenhower y todavía era apto para su finalidad. No necesitamos un grado elevado de sofisticación. Esto no es el mundo civil. Sabíamos que la víctima de la noche anterior no había resbalado con una piel de plátano. No me importaba mucho la herida concreta que había causado la muerte, sólo quería saber la hora aproximada y su identidad.
En el vestíbulo embaldosado había puertas a la izquierda, el centro y la derecha. Si uno iba a la izquierda se encontraba las oficinas. A la derecha, las cámaras frigoríficas. Seguí recto, hacia donde los cuchillos cortaban, zumbaban las sierras y corría el agua.
En medio de la estancia había dos mesas metálicas ahuecadas con luces brillantes encima y ruidosos tubos de desagüe debajo. Estaban rodeadas de balanzas de carnicería colgadas de cadenas y listas para pesar órganos extirpados, así como por carritos rodantes de acero con recipientes de vidrio preparados para recibirlos y otros carritos con instrumental quirúrgico y sábanas de lona verde para ser utilizadas. Todo aquel espacio estaba revestido de baldosas de paso subterráneo y el aire era frío y olía a formaldehído.
La mesa de la derecha estaba limpia y vacía. La de la izquierda, rodeada de gente. Había un forense, un ayudante y un empleado tomando notas. También vi a Summer, algo apartada, observando. Se hallaban más o menos en mitad del proceso. Todos los utensilios tenían algún usuario. Algunos recipientes de vidrio ya estaban llenos. Los desagües sorbían ruidosamente. Alcancé a ver las piernas del cadáver. Habían sido lavadas. Bajo las lámparas parecían blanco azuladas. Habían desaparecido todas las manchas de suciedad y sangre.
Me coloqué junto a Summer y eché un vistazo. El cadáver yacía de espaldas. Le habían quitado la parte superior del cráneo, cortando por el centro de la frente, y despegado la piel de la cara hacia abajo. Había quedado del revés, como una manta retirada de la cama. Le llegaba a la barbilla, con lo que quedaban al descubierto los pómulos y los globos oculares. El forense estaba examinando el cerebro, buscando algo. Había usado la sierra con el cráneo, haciendo saltar la parte superior como si fuera una tapa.
– ¿Cómo va? -le pregunté.
– Hemos conseguido huellas dactilares -contestó.
– Las he enviado por fax -señaló Summer-. Hoy sabremos el resultado.
– ¿Causa de la muerte?
– Traumatismo masivo -dijo el médico-. En la parte posterior de la cabeza. Tres golpes contundentes, con una palanca para neumáticos o algo así. Toda esa parafernalia es posterior a la muerte. Pura decoración.
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