Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– ¿Por qué? ¿No es un gilipollas?

– En consideración a mi expediente. Es lo que ha dicho.

– ¿Y usted le ha creído?

Negué con la cabeza.

– En la denuncia debe de haber algún fallo -dije-. Un capullo como Willard la utilizaría si pudiera, sin duda. Le importa poco mi currículum.

– En la denuncia no puede haber ningún fallo. Un testigo militar es lo mejor con que pueden contar. Declarará donde le digan. Es como si la hubiera redactado el propio Willard.

No dije nada.

– Entonces ¿por qué está usted aquí? -preguntó ella.

Oí a Joe decir: «Deberías enterarte de quién deseaba tanto que estuvieras en Fort Bird hasta el punto de echarte de Panamá y reemplazarte por un gilipollas.»

– No sé por qué estoy aquí -repuse-. No sé nada. Hábleme de la teniente coronel Norton.

– Estamos fuera del caso.

– Pues hágalo sólo para satisfacer mi curiosidad.

– No es ella. Tiene una coartada. Estuvo en una fiesta en un bar fuera del puesto. Toda la noche. La vieron unas cien personas.

– ¿Qué hace?

– Es instructora de Operaciones Psicológicas. Una doctora psicosexual especializada en atacar la seguridad emocional del enemigo relacionada con sus sensaciones de masculinidad.

– Parece una dama divertida.

– Si la invitaron a una fiesta en un bar, alguien cree que es una dama divertida.

– ¿Ha averiguado quién acompañó a Vassell y Coomer hasta aquí?

Summer asintió.

– Los de la puerta lo anotaron como comandante Marshall. Busqué y me enteré de que es miembro del Estado Mayor del XII Cuerpo, destacado temporalmente en el Pentágono. Una especie de favorito. Ha estado por aquí desde noviembre.

– ¿Ha comprobado las llamadas desde el hotel de D.C.?

Asintió nuevamente.

– No hubo ninguna -respondió-. En la habitación de Vassell se recibió una a las doce veintiocho de la mañana. Supongo que era del XII Cuerpo, desde Alemania. Ninguno de los dos efectuó llamadas.

– ¿Ni una?

– Ni una.

– ¿Está segura?

– Totalmente. Es una centralita. Para una línea exterior se marca el nueve y el ordenador lo registra automáticamente. Para que conste en la factura así ha de ser.

«Callejón sin salida.»

– Muy bien -dije-. Olvídese de todo.

– ¿En serio?

– Órdenes son órdenes. Si no, sobreviene la anarquía y el caos.

Regresé a mi despacho y llamé a Rock Creek. Supuse que Willard se habría ido hacía rato. Era de esos tíos cuya vida tiene un horario de atención al público. Hablé con un empleado y le pedí que me buscara una copia de la orden original por la que se me trasladaba de Panamá a Fort Bird. Los cinco minutos que tardó en volver a ponerse al teléfono los pasé leyendo las listas de Summer. Estaban llenas de nombres que no me decían nada.

– Tengo aquí la orden, señor -dijo mi interlocutor.

– ¿Quién la firmó?

– El coronel Garber, señor.

– Gracias -dije, y colgué.

A continuación me quedé diez minutos sentado, preguntándome por qué la gente me estaba mintiendo. Luego me olvidé del asunto porque volvió a sonar el teléfono y un joven PM que estaba de patrulla rutinaria me comunicó que había una víctima de homicidio en el bosque. Parecía algo grave de veras. El chico tuvo que interrumpirse dos veces para vomitar antes de poder terminar su informe.

8

Las bases militares situadas fuera de las ciudades suelen ser bastante grandes. Aunque la infraestructura construida esté concentrada, alrededor hay a menudo una gran extensión de terreno reservado. Era mi primera excursión por Fort Bird, pero conjeturé que no sería una excepción. Sería como una pequeña y ordenada ciudad rodeada por un territorio arenoso, del tamaño de un término municipal, en forma de herradura y propiedad del gobierno, con colinas bajas y valles poco profundos y una delgada franja de árboles y matorral. Durante la larga vida de aquel cuartel, los árboles habrían imitado las grises cenizas de las Ardenas, los imponentes abetos de la Europa Central y las oscilantes palmeras de Oriente Medio. Por allí habrían pasado y hecho instrucción generaciones enteras de Infantería. Habría viejas trincheras, hoyos y pozos de tiradores. Y campos de tiro con bermas y obstáculos de alambre de espino y cabañas aisladas donde los psiquiatras pondrían a prueba la seguridad emocional masculina. Habría también búnkeres de hormigón y réplicas exactas de edificios oficiales donde las Fuerzas Especiales se entrenarían para rescatar rehenes. Habría rutas de campo de tierra donde los reclutas del campamento se agotarían, se tambalearían y algunos incluso se desplomarían y morirían. Toda el área estaría rodeada por kilómetros de vieja alambrada oxidada y cada tres postes de la valla habría letreros de advertencia del Departamento de Defensa.

Avisé a un grupo de especialistas, fui al parque móvil y encontré un Humvee que tenía una linterna sujeta al salpicadero. Encendí el motor y seguí las indicaciones del soldado, hacia el suroeste de las zonas habitadas, hasta llegar a un sendero arenoso y accidentado que conducía directamente tierra adentro. La oscuridad era total. Conduje unos dos kilómetros hasta que de pronto divisé los faros de otro Humvee a lo lejos. El vehículo estaba aparcado formando un ángulo agudo a unos seis metros del camino, y los altos rayos de luz brillaban entre los árboles arrojando largas sombras hacia el bosque. El joven soldado estaba apoyado en el capó, con la cabeza inclinada mirando el suelo.

Primera pregunta: ¿Cómo es que un tío de patrulla en un vehículo puede ver en la oscuridad un cadáver oculto entre los árboles?

Aparqué a su lado, cogí la linterna, bajé y lo comprendí enseguida. Había un rastro de ropas que comenzaba en mitad del sendero. Justo en la parte superior del peralte había una bota. Una bota de combate de piel negra tipo estándar, vieja, gastada, no muy bien lustrada. Más allá había un calcetín, a un metro. Luego otra bota, otro calcetín, una chaqueta de campaña, una camiseta caqui. La ropa estaba toda repartida en una hilera, como una parodia grotesca de la fantasía doméstica en que uno llega a casa y encuentra abandonadas prendas de lencería que le conducen escaleras arriba hasta el dormitorio. Con la diferencia de que la chaqueta y la camiseta tenían manchas de sangre.

Verifiqué el estado del terreno en la vera del camino. Era piedra dura cubierta de escarcha. Yo no iba a estropear el escenario. No iba a borrar ninguna pisada. Así que respiré hondo y seguí el rastro de ropa hasta su final. Al llegar entendí por qué el soldado había vomitado dos veces. A su edad yo lo habría hecho tres veces.

El cadáver estaba boca abajo sobre un lecho de hojas heladas al pie de un árbol. Desnudo. De estatura mediana, recio. Era un tipo blanco, pero casi todo cubierto de sangre. Presentaba numerosas cuchilladas hasta el hueso en brazos y hombros. Vi el perfil de su rostro, magullado e hinchado; mejillas prominentes. No se veían las placas de identificación. Alrededor del cuello tenía un fino cinturón de cuero con hebilla de latón fuertemente apretado. En la espalda se apreciaba una especie de líquido espeso rosa blancuzco. Tenía una rama de árbol metida en el culo. Debajo, la tierra era negra, por la sangre. Supuse que al darle la vuelta veríamos que le habían arrancado los genitales.

Desanduve el reguero de ropa y llegué al camino. Me acerqué al joven PM, que aún miraba al suelo.

– ¿Dónde estamos exactamente? -le pregunté.

– ¿Señor?

– ¿Hay alguna duda de que estamos aún en la base?

Negó con la cabeza.

– Estamos a casi dos kilómetros de la valla. En cualquier dirección.

– Muy bien -dije. La jurisdicción estaba clara. Tipo del ejército, propiedad del ejército-. Esperaremos aquí. No se permitirá el acceso a nadie a menos que yo lo autorice, ¿está claro?

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