Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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– Una estupidez sería hacerlo juntos -repliqué-. La aproximación va a ser suicida.

No contestó.

– Mejor que os quedéis aquí fuera, chicos -dije.

Villanueva no respondió a eso. Quería cubrirme la espalda y salvar a Teresa, pero era lo bastante listo para entender que acercarse a una casa fortificada y aislada con la última luz del día no iba a ser ninguna broma. Se limitó a dejar que el coche avanzara lentamente. Luego quitó el pie del acelerador, dejó el cambio en punto muerto y se deslizó hasta pararse. No quería arriesgarse a que se viera el destello de las luces de frenos en la niebla. Estábamos a unos cuatrocientos metros de la casa.

– Esperad aquí -dije-. Hasta que acabe todo.

Villanueva apartó la mirada.

– Dadme una hora -precisé.

Aguardé hasta que los dos asintieron.

– Después llamad a la ATF -proseguí-. Dentro de una hora, si no he regresado.

– Quizá deberíamos hacerlo ya -señaló Duffy.

– No -objeté-. Necesito disponer de esa hora.

– La ATF detendrá a Quinn -dijo ella-. No van a dejar que se salga con la suya.

Recordé lo que había visto y me limité a menear la cabeza.

Infringí todas las normas y pasé por alto todos los procedimientos preceptivos. Me alejé de la escena del crimen y no informé de nada. Obstruí la acción de la justicia a diestro y siniestro. Dejé a Kohl en el dormitorio y a Frasconi en el salón. Y su coche en el sendero de entrada. Simplemente regresé al despacho, cogí una Ruger Standard 22 con silenciador del arsenal de la compañía y fui donde Kohl guardaba los archivos. El instinto me decía que Quinn haría una parada en su camino a las Bahamas. En algún escondite de emergencia. Quizá para coger una identificación falsa, o un fajo de billetes, o para llenar una bolsa, o las tres cosas. No ocultaría nada de eso en su lugar de trabajo. Ni en su casa alquilada. Era demasiado profesional para hacer algo así. Demasiado precavido. Lo tendría en un lugar seguro y alejado. Confiaba en que sería el lugar que había heredado en el norte de California. De sus padres, el trabajador del ferrocarril y el ama de casa. Tenía que averiguar la dirección.

La letra de Kohl era clara. Las dos cajas estaban llenas de notas suyas. Se entendían bien. Eran meticulosas. Me partieron el corazón. Encontré la dirección de California en una biografía de ocho páginas que ella había redactado. Era un número de cinco dígitos en la carretera que pasaba por la oficina de correos de Eureka. Seguramente un lugar solitario, alejado de la ciudad. Me acerqué a la mesa del oficinista de mi compañía y firmé un montón de justificantes de viaje para mí. Metí la Beretta reglamentaria y la Ruger con silenciador en una bolsa de lona y conduje hasta el aeropuerto. Antes de dejarme entrar armas cargadas en la cabina me hicieron firmar unos papeles. No iba a facturarlas. Calculé que había ciertas posibilidades de que Quinn tomara el mismo vuelo. Pensé que si lo veía en la puerta o en el avión me lo cargaría allí mismo.

Pero no lo vi. Me subí en un aparato que iba a Sacramento y tras el despegue recorrí el pasillo y escruté todas las caras, pero no estaba. Así que me senté para el resto del viaje. Con la mirada perdida. Las azafatas ni se me acercaron.

En el aeropuerto de Sacramento alquilé un coche. Conduje hacia el norte por la I-5 y luego al noroeste por la carretera 299. Serpenteaba a través de las montañas. Yo no miraba nada excepto la línea blanca de delante. Pese a que había recuperado tres horas porque había atravesado tres husos horarios, cuando llegué al límite de Eureka ya estaba oscureciendo. Encontré la carretera de Quinn. Era una franja llena de curvas que iba de norte a sur, a gran altura, por encima de la nacional 101. La autopista corría muy abajo. Alcanzaba a ver faros iluminando el norte. Y luces traseras dirigiéndose al sur. Supuse que habría por allí una línea férrea. Quizás una estación o un depósito de locomotoras cerca, algo muy práctico en la época en que el viejo Quinn aún trabajaba.

Llegué a la casa. Pasé de largo sin aminorar la marcha. Era una rudimentaria choza de una planta. En vez de un buzón de correos, una vieja lechera. El patio delantero se había echado a perder hacía una década. A quinientos metros al sur di la vuelta y recorrí doscientos de vuelta con las luces apagadas. Aparqué detrás de una cafetería abandonada con el techo hundido. Salí del coche y trepé unos treinta metros por la colina. Anduve hacia el norte unos trescientos metros y llegué a la casa por la parte de atrás.

A la luz del crepúsculo distinguí un estrecho porche trasero y al lado una zona para aparcar coches. Con toda evidencia, era uno de esos sitios en que se usa la puerta trasera, no la delantera. Dentro no había luz. En las ventanas atisbé polvorientas cortinas descoloridas por el sol y medio corridas. Todo el lugar parecía desierto y deshabitado. Con la vista abarcaba unos tres kilómetros al norte y al sur y en la carretera no se divisaba ningún coche.

Bajé la colina despacio. Rodeé la casa. Pegué el oído a cada ventana. Dentro no había nadie. Supuse que Quinn dejaría el coche en la parte de atrás y entraría por la puerta trasera, así que entré por la delantera. La puerta era delgada y vieja, y me limité a empujar con fuerza hasta que la jamba empezó a ceder y luego golpeé una vez por encima de la cerradura con el pulpejo de la mano. La madera se astilló y la puerta se abrió de par en par, entré, la cerré y la calcé con una silla. Desde fuera todo parecería normal.

Dentro olía a humedad y habría por lo menos diez grados menos que en el exterior. Estaba oscuro. Oí la nevera funcionar en la cocina, o sea que había electricidad. El empapelado de las paredes viejo, descolorido y amarillento. Había sólo cuatro habitaciones. Una cocina-comedor y un salón. También dos dormitorios. Uno pequeño y otro más pequeño aún. Pensé que el más pequeño había sido el de Quinn cuando niño. Había un solo cuarto de baño entre los dormitorios. Mobiliario blanco, manchado de orín.

Cuatro habitaciones y un cuarto de baño se registran sin dificultad. Casi enseguida encontré lo que buscaba. Levanté una alfombra andrajosa del suelo del salón y descubrí una trampilla cuadrada empotrada en las tablas. Si hubiera estado en el pasillo, habría imaginado que era la tapa del acceso a la despensa. Pero estaba en el salón. Cogí un tenedor de la cocina y la alcé haciendo palanca. Debajo había una bandeja de madera metida entre las viguetas del suelo. Contenía una caja de zapatos envuelta en un plástico de color lechoso. Dentro de la caja había tres mil dólares y dos llaves. Supuse que las llaves serían de cajas de seguridad o casillas de consignas automáticas. Cogí el dinero y dejé las llaves donde estaban. Luego volví a colocar la trampilla y encima la alfombra, cogí una silla y me senté a esperar con la Beretta en el bolsillo y la Ruger en el regazo.

– Ten cuidado -dijo Duffy.

– Descuida.

Villanueva no dijo nada. Bajé del Taurus con la Beretta en el bolsillo y una Persuader en cada mano. Crucé directamente al arcén, bajé por las rocas todo lo que pude y empecé a abrirme camino en dirección este. Tras las nubes aún había luz diurna, pero yo iba vestido de negro, portaba armas negras y no me hallaba exactamente en la carretera, por lo que pensé que valía la pena arriesgarse. El viento soplaba con fuerza hacia mí y en el aire había gotas de agua. Veía el mar al frente. Bramaba. Estaba bajando la marea. Alcanzaba a oír las lejanas olas batiendo y la larga succión de la resaca arrastrando grava y arena.

Doblé un recodo poco pronunciado y vi que las luces del muro estaban encendidas. El blanco azulado resplandecía en el cielo oscuro. El contraste que se producía más allá entre la luz eléctrica y las sombras de última hora de la tarde significaba que ellos me verían cada vez peor a medida que me fuera acercando. Así que subí a la calzada y empecé a andar a trote corto. Me aproximé hasta donde tuve valor y a continuación me deslicé rocas abajo y avancé pegado a la orilla. El mar estaba ahí mismo, a mis pies. Me llegaba el olor a sal y algas. Las rocas estaban resbaladizas. Batían las olas y el agua estallaba hacia arriba formando furiosos remolinos.

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