Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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– ¿Cuál es su alcance? -preguntó Villanueva.

– Más de tres mil metros -repuse.

– Esto podría abatir aviones de pasajeros.

– Cerca de un aeropuerto -dije-. Poco después del despegue. Se podría usar desde una embarcación en East River. Imaginemos que le dan a un avión que despega de La Guardia. Imaginemos que se estrella en Manhattan. Sería otro once de septiembre.

Duffy tenía la mirada clavada en los tubos amarillos.

– Inaudito -dijo.

– Esto ya no tiene nada que ver con traficantes de drogas -repuse-. Han ampliado el mercado. Está relacionado con el terrorismo. No puede ser otra cosa. Sólo este cargamento equiparía a toda una célula terrorista. Con él podrían hacer prácticamente cualquier cosa.

– Hemos de averiguar quién está haciendo cola para comprarlo. Y para qué lo quieren.

Entonces oí ruido de pies en el umbral. Y el chasquido de una bala al colocarse en la recámara de una pistola automática. Y una voz.

– Nosotros no preguntamos para qué lo quieren dijo-. Nunca. Sólo cogemos su maldito dinero.

14

Era Harley. Su boca, un irregular agujero sobre sus barbas de chivo. Alcanzaba a verle los dientes amarillentos. Él sonreía. Sostenía en la derecha un Para Ordnance P14. El P14 es una excelente copia canadiense del Colt 1911, y para él pesaba demasiado. Tenía las muñecas débiles. Le habría ido mejor una Glock 19, como la de Duffy.

– He visto las luces encendidas -dijo-. Y he decidido entrar a echar un vistazo. -Me miró fijamente-. Me parece que Paulie metió la pata -prosiguió-. Y supongo que le imitaste la voz cuando el señor Xavier llamó por teléfono.

Miré el dedo del gatillo. Estaba listo. Dediqué medio segundo a enfadarme conmigo mismo por haberle dejado entrar sin anunciarse. Después pasé a pensar en cómo desarmarlo. «Villanueva me reñirá a gritos si me lo cargo sin preguntarle antes por Teresa», pensé.

– ¿No vas a presentarme? -dijo.

– Os presento a Harley -dije yo.

Nadie habló.

– ¿Quiénes son éstos? -preguntó Harley.

Me quedé callado.

– Somos agentes federales -dijo Duffy.

– ¿Y qué estáis haciendo aquí? -preguntó Harley.

Formuló la pregunta como si estuviera verdaderamente interesado. Llevaba un traje diferente. Negro brillante. Y una corbata plateada. Se había duchado y lavado el pelo. Llevaba la coleta sujeta con una vulgar goma marrón.

– Estamos trabajando -respondió Duffy.

Harley asintió.

– Reacher ha visto lo que hacemos a las agentes del gobierno. Lo ha visto con sus propios ojos.

– Deberías abandonar el barco, Harley -sugerí-. Todo se está viniendo abajo.

– ¿Lo crees así?

– Lo sé.

– Pues los ordenadores no me dan esa sensación. Nuestra amiga de la bolsa no les llegó a decir nada. Aún están esperando su primer informe. De hecho, parece que se hayan olvidado de ella por completo.

– Nosotros no tenemos nada que ver con ordenadores.

– Pues aún mejor -soltó-. Si vais por libre, nadie sabe que estáis aquí, y os estoy apuntando a todos.

– Paulie también me apuntaba -observé.

– ¿Con un arma?

– Con dos.

Bajó los párpados un segundo. Volvió a levantarlos.

– Yo soy más listo que Paulie -señaló-. Poned las manos detrás de la cabeza.

Pusimos las manos detrás de la cabeza.

– Reacher lleva una Beretta -dijo-. Lo sé seguro. Y me parece que hay también aquí dos Glock. Probablemente una 17 y una 19. Quiero verlas en el suelo, despacito, una tras otra.

Nadie se movió. Harley acercó poco a poco el P14 a Duffy.

– Primero la mujer -dijo-. Índice y pulgar.

Duffy introdujo la mano en la cazadora y sacó la Glock cogida entre el pulgar y el índice. La dejó en el suelo. Yo empecé a dirigir la mano hacia el bolsillo.

– Espera -dijo Harley-. De ti no me fío.

Se acercó, alargó el brazo y me apretó el labio inferior con el cañón del P14, justo donde Paulie me había golpeado. Después bajó su mano izquierda y hurgó en mi bolsillo. Sacó la Beretta. La dejó junto a la Glock de Duffy.

– Ahora tú -le dijo a Villanueva. Mantuvo el P14 en el mismo sitio.

Estaba frío y duro. Notaba la presión de la boca del cañón en mis dientes flojos. Villanueva dejó su Glock en el suelo. Harley empujó con el pie hacia atrás las tres armas. Luego retrocedió.

– Muy bien -dijo-. Ahora colocaos junto a la pared.

Nos hizo mover hasta ponerse junto a las cajas embaladas y situarnos a nosotros en fila contra la pared del fondo.

– Ha venido alguien más con nosotros -dijo Villanueva-. Ahora no está aquí.

«Error», pensé. Harley se limitó a sonreír.

– Pues llámale -soltó-. Dile que venga.

Villanueva no dijo nada. Era un callejón sin salida. Que luego se convirtió en una trampa.

– Llámale -repitió Harley-. Ahora mismo o empezaré a disparar.

Nadie se movió.

– Llámale o le meto una bala a la mujer en el muslo.

– El teléfono lo tiene ella -dijo Villanueva.

– Está en mi bolso -precisó Duffy.

– ¿Y dónde está tu bolso?

– En el coche.

«Buena respuesta», pensé.

– ¿Dónde está el coche? -preguntó Harley.

– Cerca -dijo Duffy.

– ¿Es el Taurus que hay donde los animales disecados?

Duffy asintió. Harley vaciló.

– Puedes utilizar el teléfono de la oficina -dijo-. Llama al tío.

– No sé el número -dijo Duffy.

Harley se quedó mirándola.

– Lo tengo en marcado rápido -aclaró-. No lo sé de memoria.

– ¿Dónde está Teresa Daniel? -pregunté.

Harley se limitó a sonreír. «Preguntas y respuestas», pensé.

– ¿Está bien ella? -inquirió Villanueva-. Más vale que sí.

– Ella está bien -respondió Harley-. En perfecto estado.

– ¿Voy a buscar el teléfono? -dijo Duffy.

– Iremos todos -dijo Harley-. Pero primero volved a poner estas cajas en su sitio. Lo habéis desordenado todo. Mal hecho.

Se acercó a Duffy y le puso el cañón en la sien.

– Yo esperaré aquí -dijo-. Y la mujer puede esperar conmigo. Como si fuera mi seguro de vida.

Villanueva me echó una mirada. Yo me encogí de hombros. Imaginé que nos habían nombrado para llevar a cabo el trabajo de intendencia. Di unos pasos al frente y cogí las tenazas del suelo. Villanueva agarró la tapa de la primera caja de Grail. Me echó otra mirada. Meneé la cabeza lo suficiente para que él lo apreciara. Me habría encantado hundir las tenazas en la cabeza de Harley. O en la boca. Eso habría resuelto sus problemas dentales para siempre. Pero unas tenazas no sirven para nada con un tío que apunta con un arma a la cabeza de un rehén. Y en todo caso yo tenía una idea mejor. Y dependería de una señal de conformidad. Así que simplemente alcé las tenazas y aguardé cortésmente a que Villanueva pusiera la tapa en su sitio, sobre el grueso tubo amarillo para misiles. Di unos golpes con el pulpejo de la mano hasta que los clavos hallaron su agujero original. Luego los clavé, di un paso atrás y esperé de nuevo.

Hicimos lo mismo con la segunda caja de Grail. La levantamos y la colocamos encima de la primera. Después nos ocupamos de las de RPG-7. Volvimos a clavar las tapas y a amontonarlas exactamente como las habíamos encontrado. Luego le tocó el turno a los VAL Silent Sniper. Harley nos observaba atentamente. Pero se estaba relajando un poco. Nosotros éramos dóciles. Villanueva pareció entender lo que yo pretendía. Lo había captado. Encontró la tapa de la caja de las Makarov. Se detuvo a medio colocarla.

– ¿La gente compra estas cosas? -preguntó.

«Perfecto», pensé. Su tono era coloquial y reflejaba algo de desconcierto. Y también cierto interés profesional, como correspondería realmente a un tío de la ATF.

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