Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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– ¿Y por qué no? -soltó Harley.

– Porque esto es chatarra -contesté-. ¿Has probado una alguna vez?

Harley negó con la cabeza.

– ¿Quieres que te enseñe una cosa? -dije.

Harley mantuvo el arma apretada en la sien de Duffy.

– ¿El qué?

Introduje la mano en la caja y saqué una pistola. Soplé para quitarle las virutas y la sostuve en alto. Muy usada.

– Es un mecanismo rudimentario -señalé-. Simplificaron el diseño original de la Walther. Mejor dicho, lo fastidiaron. De doble acción, como el original, pero el retroceso es de pesadilla.

Apunté al techo, coloqué el dedo en el gatillo y puse sólo el pulgar en la parte trasera de la culata para exagerar el efecto. El mecanismo chirrió como el cambio de marchas díscolo de un coche viejo y la pistola se retorció desgarbadamente en mi mano.

– Una porquería -dije.

Lo hice otra vez, escuchando el desagradable sonido y dejando que el arma temblara entre el pulgar y el índice.

– Sin remedio -solté-. No hay posibilidad de darle a nadie a menos que esté a tu lado.

Arrojé el arma a la caja. Villanueva deslizó la tapa hasta ajustaría bien.

– Yo en tu lugar no estaría tranquilo, Harley -añadí-. Si pones en circulación chatarra así, tu reputación quedará por los suelos.

– Ese no es mi problema. Mi reputación no tiene nada que ver. Yo sólo trabajo aquí.

Clavé los clavos despacio, como si estuviera cansado. A continuación nos ocupamos de la caja de las viejas ametralladoras AKSU-74. Y después los AK-74.

– Éstas podríais venderlas a la industria del cine -soltó Villanueva-. Para películas de época. Sólo sirven para eso.

Remaché todos los clavos y apilamos la caja con las otras hasta que tuvimos todas las importaciones de Bizarre Bazaar en un montón aparte, igual que las habíamos encontrado. Harley seguía observándonos. Mantenía el arma en la cabeza de Duffy. Sin embargo, tenía la muñeca cansada y su dedo ya no estaba tan tenso en el gatillo. Había dejado que éste resbalara hacia arriba, contra el armazón, donde ayudaba a soportar el peso. Villanueva empujó la caja de Mossberg por el suelo hacia mí. Encontró la tapa. Sólo habíamos abierto una.

– Casi estamos -dije.

Villanueva colocó la tapa en su sitio.

– Espera -dije-. Nos dejamos dos en la mesa.

Fui y cogí la primera Persuader. La miré fijamente.

– ¿Ves esto? -le dije a Harley. Señalé el seguro-. Las embarcaron con el seguro puesto. No deberían haberlo hecho. Esto puede dañar el percutor.

Quité el seguro y envolví el arma con el papel encerado y la hundí en las virutas de espuma. Regresé por la otra.

– Y a ésta le pasa exactamente lo mismo -dije.

– Tíos, os van a cerrar el negocio, seguro -soltó Villanueva-. Vuestro control de calidad es pésimo.

Quité el seguro y me acerqué a la caja. Giré sobre el pie derecho como un jugador de segunda base dispuesto a eliminar a dos contrarios y apreté el gatillo y le di a Harley en el estómago. La enorme bala Brenneke sonó como una bomba y cortó literalmente en dos a Harley, que estaba allí y de pronto ya no estuvo. Quedó en el suelo en dos grandes trozos, y el almacén se llenó de un humo acre y el aire se impregnó del caliente hedor de la sangre de Harley y su sistema digestivo y Duffy gritaba porque el hombre que había estado a su lado acababa de reventar. Me zumbaban los oídos. Sin dejar de chillar, Duffy se alejó saltando del charco que se formaba a sus pies. Villanueva la sujetó con fuerza y yo deslicé la corredera de la Persuader y vigilé la puerta por si todavía nos esperaba otra sorpresa. Pero no. El interior del almacén dejó de resonar; no se oía nada salvo la ruidosa y agitada respiración de Duffy.

– Estaba pegada a él -dijo.

– Pues ahora no lo estás -repuse-. Esta es la verdad primordial.

Villanueva la soltó, dio unos pasos, se agachó y cogió nuestras armas del lugar donde Harley las había mandado a puntapiés. Saqué de la caja la segunda Persuader cargada, la desenvolví otra vez y quité el seguro.

– Me gustan de veras -dije.

– Parece que funcionan -observó Villanueva.

Sostuve ambas armas con una mano y guardé la Beretta en el bolsillo.

– Trae el coche, Terry -indiqué-. A estas alturas alguien ya estará llamando a la policía.

Salió por la puerta principal, y yo miré el cielo a través de la ventana. Había muchas nubes pero también mucha luz.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó Duffy.

– Ahora iremos a cierto sitio y esperaremos -contesté.

Estuve más de una hora sentado frente al escritorio, mirando el teléfono, esperando que Kohl me llamara. Ella había calculado que tardaría treinta y cinco minutos en llegar a Maclean. Si salía desde el campus de la Universidad de Georgetown se podrían añadir cinco o diez más dependiendo del tráfico. Aquilatar la situación en la casa de Quinn podía suponer otros diez. Para detenerle no haría falta ni un minuto. Esposarle y meterle en el coche, tres más. Cincuenta y cinco minutos en total. Pero había pasado una hora y ella no había llamado.

Transcurridos setenta minutos comencé a preocuparme. Al cabo de ochenta ya estaba alarmado. Pasada la hora y media me agencié un coche del departamento y salí a la carretera.

Terry Villanueva aparcó el Taurus en el trozo de asfalto roto frente a la oficina y dejó el motor en marcha.

– Llamemos a Eliot -sugerí-. Hemos de averiguar adónde ha ido. Iremos y esperaremos con él.

– ¿Qué esperaremos? -inquirió Duffy.

– Que oscurezca -contesté.

Se dirigió al coche, que seguía al ralentí, y cogió el bolso. Sacó el móvil y marcó el número. Cronometré mentalmente. Un tono. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis.

– No contesta -dijo Duffy. Se animó de pronto. Puso cara larga nuevamente-. Va al buzón de voz -explicó-. Algo pasa.

– Vamos -dije.

– ¿Adónde?

Miré el reloj, y a continuación el cielo a través de la ventana. Era demasiado temprano.

– La carretera de la costa -repuse.

Apagamos las luces del almacén y cerramos las puertas. Dentro había demasiadas cosas importantes para dejarlas accesibles y al descubierto. Conducía Villanueva. Duffy se sentó delante. Yo iba detrás con las Persuader en el asiento. Empezamos a salir de la zona portuaria. Pasamos por delante del aparcamiento donde Beck dejaba sus furgonetas azules. Nos metimos en la autopista, dejamos atrás el aeropuerto y abandonamos la ciudad rumbo al sur.

Salimos de la autopista y nos dirigimos hacia el este por la ya familiar carretera de la costa. No había tráfico. El cielo estaba bajo y gris y el viento procedente del mar era lo bastante fuerte para ulular en torno a los soportes del parabrisas. En el aire había gotas de agua. Quizás era lluvia. O tal vez agua pulverizada, lanzada por el temporal a varios kilómetros tierra adentro. Aún había mucha luz. Demasiado temprano.

– Intenta llamar otra vez a Eliot -dije.

Duffy sacó el teléfono. Pulsó el botón de marcado rápido. Oí seis débiles tonos y el susurro del contestador. Ella meneó la cabeza. Volvió a desconectar el móvil.

– Muy bien -dije.

Duffy se volvió en su asiento.

– ¿Estás seguro de que se encuentran todos en la casa? -preguntó.

– ¿Te has fijado en el traje de Harley? -dije.

– Negro -dijo ella-. De baratillo.

– Lo más parecido a un esmoquin que pudo conseguir. Era su idea de traje de etiqueta. Y Emily Smith tenía un vestido negro de cóctel colgado en su oficina. Estaba a punto de cambiarse. Ya se había puesto unos zapatos elegantes. Creo que va a haber un banquete.

– Keast y Maden -dijo Villanueva-. Los del catering.

– Exacto -confirmé-. Comidas para banquetes. Dieciocho personas a cincuenta y cinco dólares por cabeza. Esta noche. Y Emily Smith hizo una anotación en el pedido. Cordero, no cerdo. ¿Quién come cordero y jamás prueba el cerdo?

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