Lee Child - El Inductor
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– Los que comen kosher.
– Y los árabes -apunté-. Quizá los libios.
– Sus proveedores.
– Exacto -repetí-. Creo que están a punto de consolidar su relación comercial. Me parece que todo el material ruso de las cajas era una especie de cargamento de muestra. Como un detalle. Las Persuader, igual. Se han demostrado mutuamente que pueden cumplir. Ahora van a compartir mesa y mantel y empezarán a hacer negocios en serio.
– ¿En la casa?
Asentí.
– Es un lugar imponente -dije-. Aislado, realmente espectacular. Y la mesa del comedor es enorme.
Villanueva encendió el limpiaparabrisas. El vidrio se llenó de vetas y manchas. Era agua rociada que azotaba horizontalmente desde el Atlántico. Llena de sal.
– Hay algo más -añadí.
– ¿Qué?
– Sospecho que Teresa Daniel forma parte del trato.
– ¿Cómo?
– Creo que quieren venderla junto con las armas. Una americana rubia y bonita… Me parece que es el artículo adicional de diez mil dólares.
Nadie habló.
– ¿Recuerdas lo que dijo Harley sobre ella? En perfecto estado.
Nadie abrió la boca.
– Creo que la han mantenido viva y bien alimentada y ni la han tocado -dije, y pensé: «Si hubiera podido disponer de Teresa, Paulie no habría perdido el tiempo con Elizabeth Beck. Con el respeto debido a Elizabeth Beck.»
Nadie abrió la boca.
– Ahora mismo estarán adecentándola -agregué.
Todos permanecieron callados.
– Supongo que su destino será Trípoli -continué-. Parte del acuerdo. Como un aliciente.
Villanueva pisó a fondo el acelerador. El viento bramaba contra el parabrisas y los retrovisores laterales. Al cabo de dos minutos llegamos al lugar donde habíamos tendido la emboscada a los guardaespaldas y aflojó la marcha. Nos hallábamos a unos ocho kilómetros de la casa. En teoría ya éramos visibles desde la primera planta. Nos paramos en medio de la carretera y escudriñamos hacia el este.
Cogí un Chevrolet verde oliva y llegué a Maclean en veintinueve minutos. Me paré en mitad de la carretera a doscientos metros escasos de la residencia de Quinn. Estaba en una zona de postín. El sitio, con abundante agua, era tranquilo y verde y se cocía perezosamente al sol. Las casas se encontraban en parcelas enormes y ocultas tras espesos arriates de plantas perennes. Los senderos de entrada eran negros como el azabache. Alcanzaba a oír pájaros cantando y un aspersor lejano girando despacio y siseando frente a una empapada acera. También vi libélulas volando.
Levanté el pie del freno y avancé lentamente un centenar de metros. La casa de Quinn estaba reforzada con negros tablones de cedro. Tenía un sendero empedrado y muros de piedra que llegaban a la altura de la rodilla y que ocultaban píceas bajas y rododendros. Las ventanas eran pequeñas, y el modo en que los aleros del tejado coincidían con la parte superior de las paredes producía la sensación de que la casa estaba agachada dándome la espalda.
Divisé el coche de Frasconi aparcado en el sendero de entrada. Era un Chevrolet verde oliva idéntico al mío. No había nadie dentro. El parachoques delantero estaba pegado a la puerta del garaje de Quinn. Era de tres plazas, largo y bajo. Se encontraba cerrado. No se oía nada en ninguna parte, salvo los pájaros, el lejano aspersor y el zumbido de los insectos.
Aparqué detrás del coche de Frasconi. Mis neumáticos sonaron mojados en el caliente asfalto. Salí y desenfundé la Beretta. Quité el seguro y me dirigí a la puerta principal. Cerrada. En la casa no se oía el menor ruido. Fisgué a través de una ventana del vestíbulo. No distinguí nada, excepto esos muebles macizos y neutros que van incluidos en un alquiler caro.
Rodeé la casa hasta la parte trasera. Había un patio de baldosas con una barbacoa. Una mesa cuadrada de teca que se estaba volviendo gris de permanecer a la intemperie y cuatro sillas. Una sombrilla de lona blancuzca sostenida en un palo. Césped y una gran cantidad de arbustos perennes de bajo mantenimiento. Una valla de cedro del mismo color oscuro que los refuerzos de la casa negaba la vista a los vecinos.
Intenté entrar por la cocina. La puerta se hallaba cerrada. Miré dentro por la ventana. No se veía nada. Recorrí todo el perímetro de la parte trasera. Llegué a la siguiente ventana, por la que tampoco se veía nada. Luego pasé a la siguiente y distinguí a Frasconi tumbado de espaldas.
Estaba en mitad del suelo del salón. Había un sofá y dos sillones, todo cubierto de una tela resistente del color del barro. Se apreciaba una alfombra que iba de pared a pared y que hacía juego con el verde oliva de su uniforme. Había recibido un solo disparo en la frente. De nueve milímetros. Mortal. A través de la ventana pude ver incluso el encostrado agujero y el tono marfil apagado del cráneo bajo la piel. Debajo de la cabeza había un charco de sangre. Había empapado la alfombra y ya estaba secándose y volviéndose oscuro.
No quería entrar por la planta baja. Si Quinn seguía allí, estaría esperándome arriba, desde donde gozaría de una ventaja estratégica. Así que arrastré la mesa del patio hasta la parte posterior del garaje y me valí de ella para trepar al tejado, por donde llegué hasta una ventana de la planta superior. Rompí el cristal con el codo. A continuación me introduje en una habitación de invitados metiendo primero los pies. Olía a humedad y a cerrado. La crucé y salí a un pasillo. Me quedé quieto y escuché. Nada. La casa parecía completamente vacía. Se notaba falta de vida. Una ausencia total de sonido. Ninguna vibración humana.
Pero olí la sangre.
Crucé el pasillo y encontré a Dominique Kohl en el dormitorio principal. Estaba tendida de espaldas en la cama. Totalmente desnuda. Le habían arrancado la ropa. La habían golpeado en la cara hasta dejarla grogui y luego habían hecho con ella una carnicería. Le habían cortado los pechos con un cuchillo grande. Vi el cuchillo. Se había abierto paso hacia arriba a través de la blanda carne hasta la barbilla y luego a través del paladar hasta el cerebro.
Yo había visto muchas cosas en la vida. En una ocasión, tras un ataque terrorista, me encontré con parte de la mandíbula de otro hombre hundida en mi estómago. Tuve que limpiarme los ojos de carne y así poder ver lo suficiente para alejarme a cuatro patas. Me arrastré veinte metros entre piernas y brazos cortados mientras mis rodillas chocaban con cabezas seccionadas al tiempo que me apretaba el abdomen con fuerza para impedir que se me saliesen los intestinos. Había visto homicidios y accidentes y peleas entre hombres armados con metralletas y personas reducidas a una masa rosada tras explosiones y bultos retorcidos y ennegrecidos en hogueras. Pero jamás había visto nada como el destrozado cuerpo de Dominique Kohl. Vomité y, por primera vez en más de veinte años, me eché a llorar.
– ¿Y ahora, qué? -preguntó Villanueva diez años después.
– Entraré solo -dije.
– Voy contigo.
– No discutamos. Sólo acércame un poco. Y conduce muy despacio.
Era un coche gris en un día gris, y los objetos que se mueven despacio se perciben peor que los que van deprisa. Villanueva levantó el pie del freno, pisó ligeramente el acelerador y empezó a desplazarse a unos quince por hora. Comprobé la Beretta y los cargadores de recambio. Cuarenta y cinco balas menos dos disparadas al techo de la habitación de Duke. Inspeccioné las Persuader. Catorce balas, menos una disparada al estómago de Harley. Un total de cincuenta y seis contra menos de dieciocho personas. Yo no sabía quién había en la lista de invitados, pero en todo caso seguro que Emily Smith y Harley no se presentarían.
– Hacerlo solo es una estupidez -soltó Villanueva.
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