Lee Child - El Inductor
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Abrí la puerta de atrás. En la caseta misma no había luces. Estas empezaban a unos seis metros a mi derecha, donde la pared de la caseta se convertía en el muro del recinto. Saqué medio cuerpo y me agaché. Giré noventa grados a la derecha y busqué el túnel de oscuridad. Allí estaba. A ras de suelo medía menos de un metro. A la altura de la cabeza quedaba en nada. Y no era muy oscuro. Había dispersión reflejada en tierra y rayos ocasionales desalineados así como resplandor procedente de la parte posterior de las propias lámparas. O sea, ni oscuro como boca de lobo ni radiantemente iluminado.
Me arrastré de rodillas, alargué el brazo hacia atrás y cerré la puerta a mi espalda. Cogí una Persuader en cada mano, me coloqué boca abajo y apoyé el hombro derecho contra la base del muro. Entonces aguardé. Lo bastante para que alguien que creyera haber visto movimiento en la caseta perdiera interés. A continuación empecé a arrastrarme. Lentamente.
Recorrí unos tres metros. Me detuve de súbito. Un vehículo se acercaba. No era un sedán, sino algo más grande. Quizás otro Suburban. Retrocedí a rastras hasta la puerta. Me erguí de rodillas, abrí y entré en la caseta. Dejé las Persuader en una silla y saqué la Beretta del bolsillo. Alcanzaba a oír un V-8 al ralentí al otro lado de la verja.
Quienquiera que fuese estaría esperando que el guarda saliese a abrir. Y diez contra uno que quienquiera que fuera sabría que yo no era el verdadero vigilante de la verja. Por tanto, supuse que debía abandonar la idea de arrastrarme. Que tendría que hacer un poco de ruido. Dispararles, coger el coche, y lanzarme hacia la casa a toda pastilla antes de que la NSV pudiera apuntarme. Y a continuación sacar todo el provecho posible del caos resultante.
Volví a la puerta de atrás. Quité el seguro de la Beretta y tomé aire. Tenía una ventaja. Yo sabía exactamente qué iba a hacer. Los demás primero deberían reaccionar. Y en eso tardarían al menos un segundo.
Entonces recordé la cámara en el poste. El monitor de vídeo. Podía ver con exactitud a qué me enfrentaba. Podía contar las cabezas. Hombre prevenido vale por dos, decidí. Crucé la estancia para fijarme mejor. La imagen era gris y lechosa. Una furgoneta blanca. Con un rótulo: «Catering Keast & Maden.» Exhalé un suspiro. No tenían por qué conocer al hombre de la verja. Guardé la Beretta en el bolsillo. Me quité el abrigo y la chaqueta. Le quité al cadáver la cazadora tejana y me la puse. Me iba pequeña y tenía manchas de sangre. De todos modos, resultaba bastante convincente. Salí a la puerta y me puse de espaldas a la casa. Traté de parecer unos cinco centímetros más bajo. Me acerqué a la verja. Alcé el picaporte con el puño, como solía hacer Paulie. Tiré de los barrotes y abrí. La furgoneta blanca arrancó y llegó a mi altura. El pasajero bajó el cristal de la ventanilla. Llevaba esmoquin. Y el que estaba al volante también. Mas no combatientes.
– ¿Adónde? -preguntó el pasajero.
– Rodead la casa por la derecha -contesté-. La puerta de la cocina está al final.
El cristal volvió a subir. El vehículo se alejó. Saludé con la mano. Volví a cerrar la verja. Entré en la caseta y observé la furgoneta desde la ventana. Fue directamente hacia la casa y en la rotonda giró a la derecha. Las luces de los faros bañaron el Cadillac, el Town Car y los dos Suburban, advertí el destello de las luces de freno y desaparecieron de mi vista.
Esperé dos minutos. Deseaba que estuviera más oscuro. Volví a ponerme la chaqueta y el abrigo y cogí las Persuader de la silla. Abrí la puerta con cuidado y salí a cuatro patas, cerré a mi espalda y me coloqué boca abajo. Me apreté contra la base del muro y de nuevo empecé a avanzar lentamente. Con el rostro vuelto respecto a la casa. Debajo de mí había arenisca, y notaba cortantes piedrecillas en los codos y las rodillas. Pero por encima de todo notaba un hormigueo en la espalda; me hallaba al alcance de un arma que podía disparar doce balas de media pulgada por segundo. Seguramente tras ella había algún tipo duro con las manos ligeramente apoyadas en las asas. Rezaba para que fallara la primera ráfaga. Pensé que eso sería lo más probable. Supuse que dispararía la primera andanada muy alta o muy baja. Después de lo cual yo me pondría en pie y correría en zigzag hacia la oscuridad antes de que él apuntara mejor.
Avanzaba palmo a palmo. Tres metros. Cinco. Siete. Iba despacio de veras. Con la cara hacia el muro. Esperaba que así parecería una sombra vaga y confusa en la penumbra. Mi instinto me empujaba a hacer algo totalmente diferente. Estaba reprimiendo un intenso deseo de saltar y correr. El corazón me latía con violencia. Pese a que hacía frío, estaba sudando. El viento me azotaba. Llegaba del mar, golpeaba el muro y fluía hacia abajo como una corriente que intentara hacerme rodar hacia fuera, donde más brillaban las luces.
Seguí adelante. Estaba más o menos a mitad de camino. Había recorrido unos treinta metros, me faltaban otros treinta. Tenía los codos doloridos. Mantenía las Persuader sin tocar el suelo, el efecto de lo cual recaía en mis brazos. Hice un alto para descansar. Simplemente me pegué a la tierra. Traté de parecer una roca. Volví la cabeza y eché un vistazo a la casa. Estaba tranquila. Miré al frente. Miré hacia atrás. «Punto sin retorno». Me arrastré nuevamente. Tenía que esforzarme por mantener un ritmo lento. Cuanto más avanzaba, más fuerte era el hormigueo en la espalda. Respiraba ruidosamente. Estaba a punto de dejarme llevar por el pánico. Los niveles de adrenalina estaban por las nubes, gritando «corre, corre». Jadeaba, forzaba los brazos y las piernas para que siguieran coordinados. Para que siguieran moviéndose lentamente. Llegué a menos de diez metros del final y comencé a pensar que podía lograrlo. Me detuve. Tomé aire una vez. Y otra. Reinicié mi avance. A continuación del muro el terreno se inclinaba hacia abajo y yo lo seguí de cabeza. Llegué al agua. Noté lodo debajo. Me alcanzaban pequeñas olas encrespadas y las gotas de agua me golpeaban. Giré noventa grados a la izquierda e hice una pausa. Estaba muy lejos del campo visual de cualquiera, pero tenía que cruzar treinta metros de luz brillante. Dejé de ir lento. Agaché la cabeza, me levanté a medias y eché a correr.
Estuve unos cuatro segundos bajo la luz más intensa de mi vida. Parecieron cuatro años. Estaba deslumbrado. Después irrumpí de nuevo en la negrura, me puse en cuclillas y escuché. No oí nada salvo el mar agitado. No vi nada excepto puntitos púrpura en mis ojos. Fui dando traspiés otros diez pasos y me quedé quieto. Miré hacia atrás. Estaba dentro. Sonreí. «Quinn, voy a por ti», pensé.
15
Diez años atrás le había esperado dieciocho horas. Jamás dudé de que aparecería. Me senté en su sillón con la Ruger en el regazo y esperé. No dormí. Sólo estuve sentado. Toda la noche. Mientras amanecía. Durante la mañana. Y el mediodía. Me limité a permanecer sentado y esperar.
Llegó a las dos en punto de la tarde. Oí un coche que aminoraba la marcha y me puse en pie. Por la ventana observé cómo giraba. Era de alquiler, parecido al mío. Un Pontiac rojo. Distinguí a Quinn claramente. Iba acicalado y elegante. El pelo bien peinado. Llevaba una camisa azul con el cuello desabrochado. Sonreía. El coche pasó por el lado de la casa y percibí que crujía hasta pararse en la parte de atrás. Me dirigí al pasillo. Me arrimé a la pared junto a la puerta de la cocina.
Oí que introducía la llave en la cerradura. Abrió de golpe. Los goznes chirriaron en señal de protesta. La dejó abierta. Advertí que fuera el coche estaba al ralentí. No había apagado el motor. No pensaba quedarse mucho rato. Oí sus pies en el linóleo de la cocina. Pasos rápidos, ligeros, seguros. De un hombre que se veía jugando y ganando. Cruzó el umbral. Lo golpeé con el codo en el lado de la cabeza.
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