Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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Pero entonces la miré de nuevo a los ojos. Una pupila era enorme. La otra diminuta. Estaba muy quieta. Muy tranquila. Lánguida y aturdida. La habían drogado. Quizá con alguna sustancia selecta. ¿Cómo se llamaba la droga de «violación de la pareja»? ¿Rohipnol? ¿Rophinol? No recordaba el nombre. No era mi especialidad. Eliot sí lo habría sabido. Y a lo mejor Duffy y Villanueva también. Esa sustancia vuelve a la gente obediente y sumisa. Induce a quienes la toman a aguantar todo lo que se les dice que aguanten.

– Teresa -susurré.

No contestó.

– ¿Estás bien? -pregunté en voz baja.

Asintió.

– Estoy bien -repuso.

– ¿Puedes caminar?

– Sí -dijo.

– Ven conmigo.

Se puso en pie. Le costaba conservar el equilibrio. Debilidad muscular, supuse. Había pasado nueve semanas enjaulada.

– Por aquí -dije.

No se movió. Simplemente se quedó de pie. Le tendí la mano. Ella extendió la suya y me la cogió. Tenía la piel caliente y seca.

– Vamos -indiqué-. No mires al hombre del suelo.

La hice parar justo al cruzar el umbral. Le solté la mano y arrastré a Troya dentro de la habitación y cerré la puerta con llave. Tomé nuevamente a Teresa de la mano y nos alejamos. Ella se limitó a mantener la mirada fija al frente y a andar a mi lado. Doblamos la esquina y pasamos junto a la lavadora. Cruzamos el gimnasio. Su vestido era como de seda y encaje. Me cogía de la mano como una novia. Me sentí como si fuera al baile de gala del instituto. Subimos las escaleras, uno al lado del otro. Llegamos arriba.

– Espera aquí -dije-. No te muevas, ¿vale?

– Vale -susurró.

– No hagas ningún ruido, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Cerré la puerta y la dejé en el último escalón, con la mano apoyada ligeramente en la baranda y una bombilla desnuda encendida detrás. Inspeccioné el vestíbulo con cuidado y regresé a la cocina. Los tíos de la comida aún seguían ocupados.

– ¿Vosotros os llamáis Keast y Maden? -pregunté.

El que estaba más cerca de mí asintió.

– Paul Keast -dijo.

– Chris Maden -dijo su socio.

– Tengo que mover vuestra furgoneta, Paul -les anuncié.

– ¿Por qué?

– Porque obstruye el paso.

El tipo se quedó mirándome.

– Tú me has dicho que la pusiera aquí.

– Pero no que la dejaras aquí.

Se encogió de hombros, hurgó en una encimera y encontró sus llaves.

– Lo que tú digas.

Cogí las llaves, salí y eché un vistazo a la parte trasera del vehículo. En ambos lados tenía estantes metálicos empotrados. Para bandejas de comida. Había un estrecho pasillo central. Sin ventanas. Serviría. Dejé abiertas las puertas traseras, subí al asiento del conductor y encendí el motor. Giré y luego regresé a la puerta de la cocina dando marcha atrás. Ahora estaba bien encarada. Apagué el motor y dejé las llaves puestas. Entré otra vez en la cocina. El detector de metales pitó.

– ¿Qué van a comer? -pregunté.

– Kebab de cordero -respondió Maden-. Con arroz, cuscús y humus. Como entrante, hojas de parra rellenas. De postre, baklava, un pastel de miel y nueces. Y café.

– ¿Es un menú libio?

– Es universal -aclaró-. Se come en todas partes.

– Yo solía comerlo por un dólar -señalé-. Y vosotros cobráis cincuenta y cinco.

– ¿Dónde? ¿En Portland?

– En Beirut -contesté.

Fui a inspeccionar el vestíbulo. Todo estaba tranquilo. Abrí la puerta del sótano. Teresa Daniel estaba esperando en el mismo sitio, como una autómata. Le tendí la mano.

– Vamos -dije.

Dio un paso al frente y yo cerré la puerta a su espalda. La conduje a la cocina. Keast y Maden la miraron fijamente. Yo los ignoré y llegué con ella hasta la puerta. Salimos. Nos dirigimos a la furgoneta. Ella temblaba de frío. La ayudé a subir a la parte de atrás.

– Ahora espérame aquí -dije-. En silencio, ¿vale?

Asintió y no dijo nada.

– Voy a cerrar las puertas -añadí.

Ella volvió a asentir.

– Pronto te sacaré de aquí.

– Gracias -dijo ella.

Cerré las puertas y regresé a la cocina. Escuché. La gente seguía en el comedor. Todo sonaba bastante amistoso.

– ¿Cuándo van a comer? -pregunté.

– Dentro de veinte minutos -respondió Maden-. Cuando acaben con las copas. Los cincuenta y cinco dólares incluyen champán, claro.

– Vale, vale -dije-. No te enfades.

Miré la hora. Habían pasado cuarenta y cinco minutos. Me quedaban quince.

El espectáculo estaba por empezar.

Salí otra vez al frío exterior. Subí a la furgoneta y la puse en marcha. Avancé con cuidado, rodeé lentamente la casa, luego la rotonda y enfilé el camino de entrada. Llegué a la verja y luego a la carretera. Pisé el acelerador. Tomé las curvas deprisa. Frené en seco al llegar a la altura del Taurus de Villanueva. Bajé. Villanueva y Duffy salieron al punto.

– Teresa está en la parte de atrás -dije-. Se encuentra bien pero la han drogado.

Duffy agitó los puños, se arrojó sobre mí y me abrazó con fuerza mientras Villanueva abría las puertas. Teresa cayó en sus brazos. Él la bajó como si fuera una niña. A continuación Duffy se la llevó y a él le tocó el turno de abrazarme.

– Deberíais llevarla al hospital -sugerí.

– La llevaremos al motel -dijo Duffy-. Esto aún es extraoficial.

– ¿Estás segura?

– No le pasará nada -dijo Villanueva-. Parece que le han dado roofies, la droga de la violación. Seguramente fueron los compinches camellos de esa gente. Pero no tienen efecto duradero. Se diluyen enseguida.

Duffy abrazaba a Teresa como una hermana. Villanueva me dio otro abrazo.

– Eliot está muerto -anuncié.

Eso fue un jarro de agua fría.

– Si no os llamo yo primero, llamad a la ATF desde el motel -dije.

Se quedaron mirándome.

– Yo vuelvo allí -agregué.

Subí a la furgoneta e inicié el camino de regreso. Veía la casa delante. Las ventanas estaban iluminadas de amarillo. Las luces del muro resplandecían azuladas en la niebla. La camioneta cortaba el viento. Había que recurrir al plan B, resolví. Yo me encargaría de Quinn; allá la ATF con los demás.

Me detuve en el extremo más alejado de la rotonda y di marcha atrás hacia el lado de la casa. Aparqué. Fui hasta la parte trasera y cogí el abrigo. Desenvolví las Persuader. Me puse el abrigo. Me hacía falta. Era una noche fría y en unos cinco minutos volvería a estar en la carretera.

Me acerqué a las ventanas del comedor para espiar. Habían corrido las cortinas. Tenía su lógica. Era una noche agitada y tempestuosa. El comedor presentaría mejor aspecto con las cortinas corridas. Resultaría más acogedor. Alfombras orientales, revestimientos de madera, cubertería de plata en los manteles de lino.

Cogí las Persuader y regresé a la cocina. El detector de metales pitó. Los encargados de la comida ya tenían en la encimera diez platos alineados con hojas de parra rellenas. Las hojas eran oscuras, y parecían grasientas y correosas. Yo tenía hambre pero habría sido incapaz de comerme una. Tal como tenía los dientes en aquel momento, ni hablar. Me pasó por la cabeza que, gracias a Paulie, estaría una semana a dieta de helados.

– Dejad la comida durante cinco minutos, ¿vale?

Keast y Maden clavaron la mirada en las armas.

– Tus llaves -dije.

Las dejé al lado de las hojas de parra. Ya no las necesitaría más. Tenía las llaves que Beck me había dado. Supuse que saldría por la puerta principal y cogería el Cadillac. Más rápido. Más cómodo. Cogí un cuchillo del bloque de madera. Con él hice una pequeña raja en el interior del bolsillo derecho del abrigo, lo bastante ancho para dejar pasar el cañón de la Persuader por el forro. Tomé el arma con la que había matado a Harley y la encajé ahí. Sostuve la otra con las dos manos. Inspiré hondo. Salí al vestíbulo. Keast y Maden me observaron mientras me iba. Lo primero que hice fue inspeccionar el lavabo. No tenía sentido montar el número si Quinn ni siquiera estaba en el comedor. Pero estaba vacío. Nadie hacía una pausa para ir a mear.

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