Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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Se desplomó de espaldas y yo alargué la mano y le agarré por la garganta. Dejé la Ruger a un lado y lo palpé de arriba abajo. Iba desarmado. Le solté el cuello, él levantó la cabeza y yo le di en la barbilla con la base de la mano. Golpeó el suelo con la parte posterior de la cabeza y sus ojos quedaron vueltos hacia arriba. Crucé la cocina y cerré la puerta. Regresé y lo arrastré al salón asiéndole de las muñecas. Lo dejé en el suelo y le di dos bofetadas. Le apunté con la Ruger en el centro de la cara y aguardé a que abriera los ojos.

Se abrieron y se fijaron primero en el arma y después en mí. Yo llevaba uniforme e iba todo cubierto de distintivos de rango y designaciones de unidad, por lo que no tardó mucho en adivinar quién era yo y por qué estaba allí.

– Espere -dijo.

– ¿A qué?

– Está cometiendo un error.

– ¿Ah, sí?

– Lo ha entendido mal.

– No me diga.

– Se dejaban sobornar.

– ¿Quiénes?

– Frasconi y Kohl.

– ¿De veras?

Asintió.

– Y él trató de engañarla -dijo.

– ¿Cómo?

– ¿Puedo incorporarme?

Negué con la cabeza, sin mover el arma.

– No -respondí.

– Yo estaba poniendo un cebo -explicó-. Trabajaba para el Departamento de Estado. Contra embajadas hostiles. Intentaba pescar algo.

– ¿Y qué hay de la niña de Gorowski?

Meneó la cabeza, impaciente.

– No sea imbécil, con la maldita cría no pasó nada -dijo-. Gorowski tenía un guión a seguir, nada más. Todo era un montaje. Por si gente hostil le investigaba. Estas cosas las hacemos a conciencia. Ha de haber unas pautas a seguir, por si aparece alguien desconfiado. Si nos vigilaban, dejábamos por el camino los cadáveres pertinentes.

– ¿Qué hay de Frasconi y Kohl?

– Eran buenos. Me detectaron muy pronto. Presumían que yo no era legal. Lo cual me complacía. Significaba que estaba desempeñando bien mi papel. Después se portaron mal. Vinieron y me dijeron que si les pagaba retrasarían la investigación. Dijeron que me darían tiempo para abandonar el país. Creían que era lo que yo deseaba. Así que pensé, vale, ¿por qué no seguirles la corriente? Porque quién sabe de antemano qué tipo de gente mala se va a encontrar al recoger la red. Y cuantos más mejor, ¿no? De modo que les seguí el juego.

No dije nada.

– La investigación era lenta, ¿verdad? -añadió-. Se daría usted cuenta. Semanas y semanas. Realmente lenta.

«Lenta como una tortuga», pensé.

– Y ayer fue el día -prosiguió-. Tenía a los sirios, a los libaneses y a los iraníes en el zurrón. Y luego los iraquíes, que eran el pez gordo. Por tanto, pensé que también podía meter en el bote a su gente. Aparecieron para su último pago. Era un montón de dinero. Pero Frasconi lo quería todo. Me golpeó en la cabeza. Cuando recuperé el conocimiento vi que había hecho una carnicería con Kohl. Era un loco, créame. Saqué un arma de un cajón y le pegué un tiro.

– Entonces ¿por qué huyó usted?

– Porque estaba asustado. Soy un tío del Pentágono. Nunca antes había visto sangre. Y también ignoraba quién más podía estar con su gente. Quizás hubiese otros.

Frasconi y Kohl.

– Usted es bueno -me dijo-. Vino directamente aquí.

Asentí. Recordé su biografía de ocho páginas, en la impecable letra de Kohl. «Las ocupaciones de los padres, la casa de la infancia.»

– ¿De quién fue la idea? -pregunté.

– ¿En un principio? La idea fue de Frasconi, naturalmente -contestó-. Estaba jerárquicamente por encima de ella.

– ¿Cómo se llamaba ella?

Parpadeó.

– Kohl -dijo.

Asentí nuevamente. Ella había ido a efectuar la detención vestida de uniforme. Una placa negra plastificada con su nombre sobre el pecho derecho: «Kohl.» Género neutro. Uniforme de mujer alistada, la placa se adaptaba a la silueta corporal y se centraba horizontalmente en el lado derecho, entre dos y tres centímetros por encima del botón superior de la chaqueta. Seguro que él se dio cuenta en cuanto ella cruzó el umbral.

– ¿Nombre de pila?

No contestó de inmediato.

– No me acuerdo -dijo por fin.

– ¿Nombre de pila de Frasconi?

Uniforme de oficial masculino, la placa se centraba en la solapa del bolsillo del pecho derecho, equidistante de la costura y el botón.

– No me acuerdo.

– Inténtelo.

– No lo recuerdo -insistió-. Es sólo un detalle.

– Tres sobre diez -dije.

– ¿Qué?

– Su actuación -precisé-. Suspendido.

– ¿Qué?

– Su padre trabajaba en el ferrocarril -añadí-. Su madre era ama de casa. Su nombre completo es Francis Xavier Quinn.

– ¿Y?

– Las investigaciones son así -expliqué-. Si se planea pescar a alguien, primero se averigua todo sobre él. ¿Les estuvo siguiendo la corriente durante semanas y semanas y nunca supo sus nombres de pila? ¿Nunca miró sus expedientes de servicio? ¿Jamás anotó nada? ¿Jamás redactó un informe?

Se quedó callado.

– Además, Frasconi no tuvo una sola idea en su vida -proseguí-. Ni siquiera hizo caca jamás a menos que alguien se lo dijera. Nadie relacionado con ellos diría «Frasconi y Kohl», sino «Kohl y Frasconi». Usted ha jugado sucio desde el principio y nunca había visto a mis chicos hasta el preciso momento en que se presentaron en su casa para detenerle. Y los mató a los dos.

Al intentar resistirse y luchar conmigo demostró que yo estaba en lo cierto. Pero yo estaba preparado. Empezó a revolverse y le golpeé de nuevo, mucho más fuerte de lo necesario. Él estaba aún inconsciente cuando lo metí en el maletero de su coche. Seguía inconsciente cuando lo trasladé al maletero del mío, detrás de la cafetería abandonada. Conduje un trecho hacia el sur por la nacional 101 y tomé una salida a la derecha que llevaba al Pacífico. Me paré en un apartadero de grava. Había una vista espléndida. Eran las tres de la tarde, el sol brillaba y el mar estaba azul. El apartadero tenía una valla metálica que llegaba a la altura de la rodilla, luego había otro medio metro de grava y finalmente un precipicio y abajo el oleaje. Había muy poco tráfico. Pasaba un coche más o menos cada dos minutos. La carretera era sólo una lazada arbitraria de la autopista.

Abrí el maletero y acto seguido lo cerré de golpe sólo por si había despertado y pensaba atacarme. Pero no. Le faltaba el aire y estaba apenas consciente. Lo saqué fuera a rastras y lo sostuve en pie sobre sus piernas de goma y lo obligué a andar. Para que viera el mar durante un minuto mientras yo comprobaba que no había testigos potenciales. Nadie. Entonces le hice dar la vuelta. Me alejé cinco pasos.

– Se llamaba Dominique -dije.

Y le disparé. Dos veces en la cabeza, una en el pecho. Pensaba que caería directamente a la grava, después de lo cual tenía intención de acercarme y dispararle una cuarta vez en la cuenca de un ojo antes de arrojarlo al mar. Pero no cayó inmediatamente a la grava. Se tambaleó, tropezó con la valla, cayó hacia atrás, golpeó con el hombro el último medio metro de América y rodó por el precipicio. Me agarré a la valla con una mano, me incliné y miré abajo. Lo vi estrellarse contra las rocas. El oleaje lo envolvió. No lo vi más. Me quedé allí un minuto entero. «Dos en la cabeza, uno en el corazón, una caída al mar desde seis metros, imposible sobrevivir a esto», pensé.

Recogí los casquillos vacíos y regresé al coche.

Diez años después estaba oscureciendo muy deprisa y yo me abría camino por detrás del edificio de los garajes. A mi derecha, el mar resollaba agitado. El viento me daba en la cara. No esperaba ver a nadie por allí. Sobre todo en los lados o en la parte trasera de la casa. Así que iba rápido, la cabeza erguida, atento, una Persuader en cada mano. «Voy a por ti, Quinn.»

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