Lee Child - El Inductor
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– Lo primero -respondí-. Como si lo usara cada día de la semana.
– ¿De modo que está al mismo nivel que Beck?
Me encogí de hombros.
– Quizás es el jefe de Beck.
– Socio como mucho -terció Eliot-. Nuestro amigo de Los Ángeles no viajaría para encontrarse con un subalterno.
– No me imagino a Quinn como socio de nadie -dije.
– ¿Cómo era?
– Normal para ser un agente secreto -contesté-. En la mayoría de los aspectos.
– Salvo en el espionaje -apuntó Eliot.
– Sí, salvo en eso.
– Y para cualquiera que quisiera matarle de manera extraoficial.
– Eso también.
Duffy se había quedado callada. Se devanaba los sesos. Estaba bastante seguro de que le daba vueltas a diferentes maneras de utilizarme. Lo que a mí no me importaba en absoluto.
– ¿Se quedará en Boston? -preguntó ella.
Respondí que sí, se marcharon, y así terminó el quinto día.
En un bar deportivo conocí a un revendedor de entradas y pasé la mayor parte de los días sexto y séptimo en Fenway Park viendo a los Red Sox en un torneo de principio de temporada. El partido del viernes tuvo diecisiete turnos de lanzamiento y acabó muy tarde. De modo que dormí la mayor parte del octavo día y por la noche volví a ir al Symphony Hall para observar la multitud. Tal vez Quinn tenía un abono de temporada para una serie de conciertos. Pero no apareció. Recordé de nuevo el modo en que me miró. Acaso sólo fue por aquel inoportuno atasco de gente en la acera. Pero pudo ser algo más.
Susan Duffy me llamó la mañana del noveno día, domingo. Su voz sonaba distinta. Como la de una persona que ha pensado mucho. Una persona que tiene un plan.
– A mediodía en la entrada del hotel -dijo.
Llegó en coche. Un sencillo Taurus. Dentro estaba mugriento. Se trataba de un vehículo oficial. Llevaba unos tejanos descoloridos, unos buenos zapatos y una vieja cazadora de piel. El cabello estaba recién lavado y peinado hacia atrás. Cruzó seis carriles y condujo hacia la entrada del túnel que lleva al Mass Pike.
– Zachary Beck tiene un hijo -informó.
Tomó a toda velocidad una curva subterránea. El túnel se acabó y salimos a la débil luz de un mediodía de abril, justo detrás de Fenway.
– Está en penúltimo curso de la universidad -dijo-. En una especie de facultad de Bellas Artes casualmente no lejos de aquí. Nos enteramos por un compañero de clase a cambio de echar tierra sobre un problema de cannabis. El hijo se llama Richard Beck. No tiene muchos amigos, es algo raro. Parece estar traumatizado por algo sucedido hace unos cinco años.
– ¿Algo como qué?
– Fue secuestrado.
No comenté nada.
– ¿Se da cuenta? -dijo Duffy-. ¿Con qué frecuencia secuestran hoy día a gente normal?
– No lo sé -dije.
– Pues muy pocas veces. Es un delito obsoleto. Sin duda era una lucha por el territorio. Está prácticamente demostrado que el padre es un mafioso.
– Eso es muy gordo.
– Ya, pero creíble. Además nunca informaron de ello. En el FBI no consta nada. Lo que pasara fue manejado en secreto. Aunque no muy bien. El compañero de clase dice que a Richard Beck le falta una oreja.
– ¿Qué más?
No respondió. Se limitó a conducir hacia el oeste. Me estiré en el asiento y la observé por el rabillo del ojo. Tenía buen aspecto. Era alta, delgada y bonita, con ojos llenos de vida. No iba maquillada. Era una de esas mujeres que no lo necesitan. Yo me sentía contento de que me llevara de paseo. Pero no sólo me había sacado de paseo. Me llevaba a algún sitio en concreto. Eso estaba claro. Había llegado con un plan en la cabeza.
– Examiné su expediente militar -dijo ella-. Con todo detalle. Es usted un tipo impresionante.
– No tanto.
– Y tiene los pies grandes -añadió-. Eso también está muy bien.
– ¿Por qué?
– Ya lo verá.
– Cuénteme.
– Usted y yo nos parecemos mucho -prosiguió-. Tenemos algo en común. Yo quiero acercarme a Zachary Beck para recuperar a mi agente. Usted, para encontrar a Quinn.
– Su agente está muerta. Ocho semanas…; sería un milagro. Ha de afrontarlo.
No respondió.
– Y a mí Quinn me trae sin cuidado -añadí.
Miró a la derecha y meneó la cabeza.
– No es verdad -soltó-. Me doy perfecta cuenta. Es algo que le consume por dentro. Un asunto pendiente. Y me parece que usted es de los que detesta los asuntos pendientes. -Hizo una pausa-. Actúo partiendo de la base de que mi agente aún vive, a no ser que usted me dé pruebas de lo contrario.
– ¿Yo?
– No puedo contar con nadie de mi grupo -explicó-. Lo entiende, ¿no? En lo que concierne al Departamento de Justicia, todo esto es ilegal. Por lo tanto, cualquier cosa que yo haga será extraoficial. Y me parece que usted es de los que entiende de qué van las operaciones que no constan en ningún sitio. Y se siente cómodo con ellas. Quizás incluso las prefiere.
– ¿Por tanto…?
– Necesito que alguien entre en casa de Beck. Y he decidido que sea usted. Usted va a ser mi «penetrador de caña larga».
– ¿Cómo?
– Richard Beck le llevará hasta allí.
Abandonó la autopista de peaje a unos sesenta kilómetros de Boston y se dirigió hacia el norte, por el campo de Massachusetts. Pasamos por pueblos de ensueño de Nueva Inglaterra. Los bomberos estaban en la calle abrillantando sus vehículos. Los pájaros cantaban. La gente trasteaba en el jardín y podaba los setos. El aire olía a madera quemada.
Nos detuvimos en un motel perdido. Un lugar impoluto con discretos revestimientos de ladrillo y cegadores ribetes blancos. En el aparcamiento había cinco coches que bloqueaban el acceso a las cinco habitaciones de un extremo. Todos coches oficiales. Steven Eliot esperaba en la habitación del medio acompañado de cinco hombres. Habían sacado las sillas de sus respectivas habitaciones y estaban sentados formando un semicírculo. Duffy me llevó dentro y saludó a Eliot con la cabeza. Pensé que el gesto significaba: «Se lo he dicho y no ha dicho que no. Todavía.» Se dirigió a la ventana y se volvió para quedar de cara a la habitación. Tras ella el día era radiante; era difícil verla al trasluz. Se aclaró la garganta. Se hizo el silencio.
– Muy bien, escuchen todos -dijo-. Una vez más, esto no figura en ningún sitio, no está aprobado oficialmente. Dedicaremos a ello nuestro tiempo y correremos el riesgo exclusivamente nosotros. Si alguien no quiere participar, puede marcharse ahora.
Nadie se movió. Era una táctica sagaz. Me quedó claro que ella y Eliot contaban al menos con cinco tipos que irían y regresarían del infierno con ellos.
– Tenemos menos de cuarenta y ocho horas -dijo-. Pasado mañana Richard Beck se va a su casa para el aniversario de su madre. Según nuestra fuente, lo hace todos los años. Su padre envía un coche con dos guardaespaldas porque al chico le aterra que se produzca otro secuestro. Vamos a aprovecharnos de ese miedo. Quitaremos de en medio a los guardaespaldas y lo secuestraremos nosotros.
Hizo una pausa. Nadie abrió la boca.
– Nuestro propósito es introducirnos en la casa de Zachary Beck -prosiguió Duffy-. Para eso, Reacher rescatará inmediatamente al muchacho de manos de sus supuestos raptores. Será una secuencia rápida, secuestro y rescate, un suspiro. El chico se sentirá de lo más agradecido y Reacher será recibido como un héroe en el hogar familiar.
Al principio todos guardaron silencio. Luego empezaron a removerse. El plan tenía tantos agujeros que a su lado un queso gruyer parecía liso. Miré fijamente a Duffy. Después me sorprendí mirando por la ventana. Hay maneras de tapar los agujeros. Noté que mi cabeza se ponía a trabajar. Me pregunté cuántos agujeros había localizado ya Duffy. Me pregunté cuántas respuestas tenía ella ya. Me pregunté cómo sabía ella que a mí me gustaban esos embrollos.
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